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La tarta y el soufflé

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Suele asimilarse el tamaño de un mercado de una compañía o sector a un pedazo de dicha tarta. Un mercado se caracteriza por su extensión, pero también por su rentabilidad. La mejor imagen que se me ocurre asociar a esta segunda categoría que define a un mercado es la del soufflé. A menudo hay que elegir entre la tarta (el volumen) y el soufflé (la rentabilidad) porque, por lo general, ambas cosas no suelen darse juntas.

Naturalmente, un mercado puede ser a la vez muy grande y muy rentable, de forma que es posible tener la tarta y el soufflé. También puede suceder que existan mercados pequeños y poco rentables, de forma que no se obtendría mucho por introducirse en ellos, salvo por consideraciones estratégicas.

Lo normal, sin embargo, es que los beneficios de una compañía procedan del producto de estos dos factores combinados de dos distintas maneras: un mercado grande por una rentabilidad pequeña o, por el contrario, de un mercado pequeño por una rentabilidad grande. Los beneficios obtenidos por cualquiera de estas vías pueden ser, no obstante, enormes.

Cuando los beneficios son enormes, independientemente de por cuál de las dos vías anteriores se obtengan, lo normal, también, es que ello sirva de reclamo para nuevos entrantes al mercado, que se disputarán los trozos de la tarta o las capas del soufflé con los agentes ya establecidos.

Y aquí es donde interviene una crucial característica de todo mercado: cuán grande es el grado de competencia en el mismo. En condiciones decentes de competencia no podrán mantenerse márgenes muy elevados en mercados grandes. Es decir, no podrá tenerse a la vez la tarta (o un buen pedazo de la misma) y el soufflé. Todos los reposteros saben por experiencia que no es posible preparar soufflés muy vistosos sobre masas de base amplia.

Pues diríase que muchas industrias de bienes y servicios, globales, domésticas o locales, todavía consiguen contradecir este resultado básico de la repostería y, en una economía decente, de la propia economía. Ello se debe, sencillamente, a la falta de competencia existente en estos mercados. Para escarnio, claro, de las autoridades que deben velar para que ello no ocurriese.

Puede haber salvedades, que solo serían transitorias o quizá justificadas históricamente, pero carentes de sustento en la actualidad. Tradicionalmente, se argumentaba que los servicios públicos (utilities, como la telefonía, la energía, etc.) representan dicha salvedad, pero hoy todo el mundo sabe que la tecnología es modular y que es solo cuestión de voluntad regulatoria (o de que aparezca el Bill Gates disruptor de turno) para que esa excusa se desvanezca. Incluso, de no ser posible vencer al monopolio natural siempre es posible obligar al agente económico a que se comporte como si fuera una empresa precio-aceptante determinando que su regla de formación de precios sea «precio = coste marginal».

Otras salvedades tendrían que ver con la existencia de fallos de mercado (por ejemplo, en la producción de I+D) que requiera la protección de los derechos de propiedad (y los beneficios que conllevan) mediante patentes. En ese caso, la cuestión se reduce a valorar dichas patentes de forma que los beneficios descontados que protegerían sean beneficios ordinarios competitivos en vez de beneficios monopolistas.

A menudo, también, se justifican márgenes elevados porque el mercado es pequeño y no permite generar economías de escala. Es más, los responsables de la industria correspondientes aseguran que a medida que el tamaño de la tarta aumente, la competencia se encargará de que baje el soufflé. Muy bien. Eso es lo que debe de suceder y el regulador garantizar que suceda. Tratemos de mantener un cierto orden de elección: la tarta o el soufflé, pero no los dos a la vez.

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