El clamor popular en favor de un referéndum para que los ciudadanos españoles opinen ya sobre la forma de Estado tiene dos primeros beneficiarios: la democracia y Felipe VI. La democracia porque es esencial a ella un pronunciamiento cívico sobre si se prefiere que la jefatura del Estado pase de uno a otro de los miembros de una familia o que sean los españoles quienes elijan a su titular mediante su voto. Y Felipe VI porque ese referéndum -fuera cual fuera el resultado- le proporcionaría la legitimación de haber pulsado el criterio de sus conciudadanos, en lugar de aferrarse al derecho sucesorio como única fuente de su poder en una democracia.
El referéndum consultivo debería ser la primera decisión de Felipe VI como rey, porque la aceptación que tuvo su padre, cuando facilitó a los españoles la salida del franquismo y el establecimiento de la democracia -digan lo que digan los conspiranoicos sobre las órdenes de Estados Unidos y otras fabulaciones-, no se hereda con los genes. Y al nuevo rey le conviene, tanto como a los españoles, medir electoralmente el nivel de aceptación popular de las opciones monárquica y republicana.
Cuando Juan Carlos I accedió al trono, desde el que dio muestras en seguida de que favorecería una pacífica travesía desde el franquismo a la democracia, las únicas manifestaciones callejeras en contra suya eran las de la ultraderecha, con rima -"No queremos Monarquía / Ni Juan Carlos ni Sofía"-, desencantada de que el rey designado por Franco no estableciera la "Monarquía del 18 de julio y del Movimiento", que añoraban. En cambio, ahora, ante un nuevo Rey, desnudo de aquellas circunstancias que priorizaron la dialéctica democracia/dictadura, sobre República/Monarquía, son muchas centenas de miles de ciudadanos los que están levantándose en toda España en favor de que se les tenga en cuenta sobre la forma política del Estado. Para esa demanda no es óbice que se sepa la aptitud y preparación del príncipe Felipe para asumir la Jefatura del Estado.
Por supuesto que esa revisión democrática de la cúpula del poder podría haberse hecho con don Juan Carlos como rey, porque ya aquella justificación pragmática de la transición había caducado. En 2007, en un artículo titulado Democracia y Monarquía, me preguntaba yo en El País: "¿Es planteable la causa republicana (...) o, por el contrario, la reconocida contribución de don juan Carlos a la causa democrática obliga a la ciudadanía a renunciar sine die a la República?"
Pero ha sido el propio don Juan Carlos quien lo ha puesto más fácil. Porque ha abdicado, a pesar de la seguridad con que se pronunciaban los expertos en monarquía y una multitud de tertulianos sabelotodo sobre la voluntad del rey ("los borbones no abdican", "el Rey morirá en la cama"). El catedrático Jon Juaristi, en la revista CLAVES de razón práctica, vinculaba la continuidad de la Monarquía constitucional a la persona del rey Juan Carlos I, "excluyendo abdicaciones prematuras", aseguraba. De ahí el escándalo producido en algunos timoratos cuando en 2013, también en El País, dije que don Juan Carlos "no se sostiene" y planteé que "abdicar sería un detalle en favor de la Corona y rejuvenecería esa institución constitucional".
¿Quién puede asegurar que el hijo no tiene la misma audacia que el padre y podría propiciar un referéndum que beneficia a la democracia y a él mismo? Don Juan Carlos ha abdicado, para sorpresa de muchos, en el momento que más le ha interesado: cuando todavía el PP y el PSOE reúnen una mayoría parlamentaria más que suficiente para ratificar su decisión y la continuidad de la Monarquía. Acaso Felipe VI sea capaz de heredar esa capacidad de sorprender en provecho propio, pero con una visión menos institucional y más próxima, a sus 46 años, a las exigencias de democracia directa de las nuevas generaciones. Antonio Caño, nuevo director de El País, ofrecía hace unos días una información esperanzadora para quienes reclaman el referéndum: "Hace más de 20 años ya escuché a don Felipe, entonces un joven estudiante, explicar que sólo reinaría si los españoles así lo querían". No dijo los grandes partidos, ni los parlamentarios. Dijo "los españoles".
Tras tantos años de juancarlismo, es muy posible que Felipe VI, carente del perfil histórico de su padre -aunque tendrá en su haber su previsible correcto funcionamiento institucional-, opte por aproximarse al pueblo, sin la intermediación de los partidos y a la búsqueda del bloque numeroso de ciudadanos de su misma generación. Por supuesto, el nuevo rey deberá utilizar los cauces constitucionales para conocer la opinión de los españoles, que le afecta directamente y que será imprescindible que se evalúe desde una perspectiva democrática. Si el Gobierno y los partidos hegemónicos se interponen entre los ciudadanos y el rey, saldrán perdiendo ambos e irá en aumento la reclamación republicana.
El artículo 92 de la Ley Fundamental establece que "las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos". Y añade: "El referéndum será convocado por el Rey, mediante propuesta del presidente del Gobierno, previamente autorizada por el Congreso de los Diputados". Conocida la voluntad del príncipe Felipe, favorable a reinar sólo si los españoles así lo quieren, carecería de sentido democrático la obstrucción gubernamental o parlamentaria a la consulta. Aunque, una vez celebrado el referéndum, el resultado indicara que los órganos políticos competentes deberían iniciar un proceso de reforma del Título II de la Constitución. Sin aspavientos, con normalidad democrática.
El referéndum consultivo debería ser la primera decisión de Felipe VI como rey, porque la aceptación que tuvo su padre, cuando facilitó a los españoles la salida del franquismo y el establecimiento de la democracia -digan lo que digan los conspiranoicos sobre las órdenes de Estados Unidos y otras fabulaciones-, no se hereda con los genes. Y al nuevo rey le conviene, tanto como a los españoles, medir electoralmente el nivel de aceptación popular de las opciones monárquica y republicana.
Cuando Juan Carlos I accedió al trono, desde el que dio muestras en seguida de que favorecería una pacífica travesía desde el franquismo a la democracia, las únicas manifestaciones callejeras en contra suya eran las de la ultraderecha, con rima -"No queremos Monarquía / Ni Juan Carlos ni Sofía"-, desencantada de que el rey designado por Franco no estableciera la "Monarquía del 18 de julio y del Movimiento", que añoraban. En cambio, ahora, ante un nuevo Rey, desnudo de aquellas circunstancias que priorizaron la dialéctica democracia/dictadura, sobre República/Monarquía, son muchas centenas de miles de ciudadanos los que están levantándose en toda España en favor de que se les tenga en cuenta sobre la forma política del Estado. Para esa demanda no es óbice que se sepa la aptitud y preparación del príncipe Felipe para asumir la Jefatura del Estado.
Por supuesto que esa revisión democrática de la cúpula del poder podría haberse hecho con don Juan Carlos como rey, porque ya aquella justificación pragmática de la transición había caducado. En 2007, en un artículo titulado Democracia y Monarquía, me preguntaba yo en El País: "¿Es planteable la causa republicana (...) o, por el contrario, la reconocida contribución de don juan Carlos a la causa democrática obliga a la ciudadanía a renunciar sine die a la República?"
Pero ha sido el propio don Juan Carlos quien lo ha puesto más fácil. Porque ha abdicado, a pesar de la seguridad con que se pronunciaban los expertos en monarquía y una multitud de tertulianos sabelotodo sobre la voluntad del rey ("los borbones no abdican", "el Rey morirá en la cama"). El catedrático Jon Juaristi, en la revista CLAVES de razón práctica, vinculaba la continuidad de la Monarquía constitucional a la persona del rey Juan Carlos I, "excluyendo abdicaciones prematuras", aseguraba. De ahí el escándalo producido en algunos timoratos cuando en 2013, también en El País, dije que don Juan Carlos "no se sostiene" y planteé que "abdicar sería un detalle en favor de la Corona y rejuvenecería esa institución constitucional".
¿Quién puede asegurar que el hijo no tiene la misma audacia que el padre y podría propiciar un referéndum que beneficia a la democracia y a él mismo? Don Juan Carlos ha abdicado, para sorpresa de muchos, en el momento que más le ha interesado: cuando todavía el PP y el PSOE reúnen una mayoría parlamentaria más que suficiente para ratificar su decisión y la continuidad de la Monarquía. Acaso Felipe VI sea capaz de heredar esa capacidad de sorprender en provecho propio, pero con una visión menos institucional y más próxima, a sus 46 años, a las exigencias de democracia directa de las nuevas generaciones. Antonio Caño, nuevo director de El País, ofrecía hace unos días una información esperanzadora para quienes reclaman el referéndum: "Hace más de 20 años ya escuché a don Felipe, entonces un joven estudiante, explicar que sólo reinaría si los españoles así lo querían". No dijo los grandes partidos, ni los parlamentarios. Dijo "los españoles".
Tras tantos años de juancarlismo, es muy posible que Felipe VI, carente del perfil histórico de su padre -aunque tendrá en su haber su previsible correcto funcionamiento institucional-, opte por aproximarse al pueblo, sin la intermediación de los partidos y a la búsqueda del bloque numeroso de ciudadanos de su misma generación. Por supuesto, el nuevo rey deberá utilizar los cauces constitucionales para conocer la opinión de los españoles, que le afecta directamente y que será imprescindible que se evalúe desde una perspectiva democrática. Si el Gobierno y los partidos hegemónicos se interponen entre los ciudadanos y el rey, saldrán perdiendo ambos e irá en aumento la reclamación republicana.
El artículo 92 de la Ley Fundamental establece que "las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos". Y añade: "El referéndum será convocado por el Rey, mediante propuesta del presidente del Gobierno, previamente autorizada por el Congreso de los Diputados". Conocida la voluntad del príncipe Felipe, favorable a reinar sólo si los españoles así lo quieren, carecería de sentido democrático la obstrucción gubernamental o parlamentaria a la consulta. Aunque, una vez celebrado el referéndum, el resultado indicara que los órganos políticos competentes deberían iniciar un proceso de reforma del Título II de la Constitución. Sin aspavientos, con normalidad democrática.