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Por el imperio (británico) hacia dios

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Existen dos importantes fuerzas centrífugas en la Unión Europea. No son las únicas, pero sí las más importantes. Me refiero, aunque muchos se asombren, a Alemania y al Reino Unido (¿seguirá siéndolo si Escocia da la sorpresa?). La de Gran Bretaña es una fuerza descarnada, obvia, brutal. La de Alemania es como un rayo latente. Sutil. De ahí que, en un sentido, sea una tendencia centrífuga más poderosa.

Es mucho más grave el -subterráneo todavía- impulso germano al transfuguismo europeísta que la muy visible alergia británica a la UE. Porque, como es sabido, Alemania y Francia han sido generadoras iniciales del gran proyecto europeísta. Un proyecto inicialmente encaminado a que Berlín se considerara y sintiera protagonista de una Alemania europea y olvidara tentaciones de una Europa alemana. Un atractivo proyecto, cuajado de esperanza, impulsado por socialdemócratas, cristianodemócratas y liberales que instauraría una sociedad del bienestar, un modelo europeo, más alejado cada vez de tentaciones belicistas. Durante años, París ha sido el moderador del descomunal poder germano, hasta devenir, con Berlín, primus inter pares, en relación a los demás miembros de la Unión. Empero, en los últimos años, el poder de Alemania ha crecido exponencialmente, al tiempo que el de los demás, no sólo de Francia, ha disminuido. Con Londres no se contaba al estar fuera del euro, ni con Italia o España, en decadencia socioeconómica a causa de la crisis. Todo ello ha conducido a que el bien merecido orgullo francés de ser -con Jean Monnet y Jacques Delors- el componente intelectual guía del proyecto europeo, haya desaparecido.

Mi convicción de que Alemania está convirtiéndose en factor centrífugo de dicho proyecto nace del comportamiento de Angela Merkel (sin duda dominadora de la política alemana durante los últimos años) en relación a la candidatura de Jean-Claude Juncker a presidir la Comisión Europea. Es conocido el acuerdo alcanzado en el Parlamento Europeo según el cual el ganador a nivel europeo de los comicios del pasado 25 de mayo se convertiría en presidente de la Comisión Europea. El Consejo habría de refrendar al candidato que más votos obtuviera. Únicamente dos, el socialdemócrata Schulz y el conservador Juncker tenían posibilidad aritmética de imponerse. Lo hizo Juncker. Los votantes que acudieron a las urnas (lamentablemente menos de los deseados) teóricamente conocían el compromiso asumido y las reglas del juego, repetidas hasta la saciedad por los medios de comunicación. Después del 25-M, la canciller germana ha jugado la carta de la ambigüedad, a pesar de tratarse de un correligionario: Juncker sí, Juncker no. Anecdóticamente, cabe suponer que unas palabras en 2012 del entonces presidente del Eurogrupo, no la entusiasmaran: "En Alemania las autoridades federales y locales están paulatinamente perdiendo de vista el bien público europeo". Como demócrata y europeista convencido, estimo que la canciller está atentando contra el espíritu de la democracia y los avances europeístas logrados tras el Tratado de Lisboa, que otorgan muy concretos poderes al Parlamento Europeo.

Como creo que ello no significa que Merkel desee que Alemania abandone la UE, pienso que ha decidido avanzar hacia la consolidación de una Europa alemana. Se ha dicho que Berlín comienza a sopesar la idea de "una Europa alemana o ninguna Europa". El mero hecho de que muchos alemanes estimen que su canciller les ha protegido del caos circundante puede señalar un movimiento centrífugo: olviden esta Europa. No es tampoco ocioso recordar ahora que cuando el euro se estaba fraguando en los años noventa, un sector de opinión alemán no era partidario de incluir a los países mediterráneos mientras sus economías no fueran estables y disciplinadas y, por supuesto, austeras.

Otro signo de centrifuguismo respecto a la Unión Europea, al menos respecto a su espíritu comunitario, es que Berlín actúa como si perteneciera a una categoría superior, distinta, de la del resto de los miembros. Se comporta de igual a igual ya solo con EEUU y China. Ni siquiera con Rusia. Durante las últimas décadas, la cultura política de Alemania y el conjunto de sus instituciones políticas posteriores a la segunda guerra mundial han conseguido que el país se abstuviera de imponer su poder a otros. No obstante, ha ejercido ese poder para aminorar las ambiciones globales de otros Estados de la Unión, Francia y Reino Unido incluidos, y las de la propia Comisión Europea. De ahí que el politólogo de Heidelberg, Ulrick Speck, sostenga que la República Federal Alemana es "esencialmente un poder negativo".

Ahora bien, no cabe duda de que la principal fuerza centrífuga es la que encarna Inglaterra. ¿Por qué entraría Londres en la UE? Llevan décadas autoflagelándose, torturándose y torturándonos a propósito de los males, daños y desastres varios que ocurren en y a causa de la UE. Abandonaron la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA), tinglado exclusivamente comercial, para unirse a nosotros, en la esperanza en que nos convertiríamos -para su beneficio- en un tinglado librecambista. Nos han exprimido, arrancado ("cheque británico") más que dado y continúan obsesionados con su isleña singularidad, buena muestra de la cual es el dicho, cómicamente atribuido a un canal de noticias: "Niebla en el Canal. El continente está aislado".

Cada equis, los sectores británicos anti europeos (in crescendo) lanzan una ofensiva. La de estas semanas es la más grave porque al UKIP (que ha obtenido un tercio del electorado en las europeas) se ha unido el propio Gobierno conservador, que se esfuerza en ser más xenófobo y antieuropeísta que las legiones de Nigel Farage. El asalto ahora está mediaticamente promovido -en estrecha colaboración con el número Diez de Downing Street- por el Grupo Financial Times, mediante un editorial y un artículo a cargo de uno de sus colaboradores destacados, Gideon Rachman. El primero (30-5-2014), traducido, se titula Europa necesita un reformador audaz. Juncker no es la opción correcta para presidir la Comisión. El segundo (3-6-2014): Bloqueemos a Juncker para salvar la verdadera democracia en Europa. Ambas piezas, infames, son difamatorias de las instituciones europeas, de sus valores y principios y del mero sentido común.

Curiosamente, Rachman inicia su asalto aferrándose a algo que he mencionado más arriba: "Las decisiones clave en Europa se toman ahora en Berlín, no en Bruselas", con razón afirma. Despectivamente, califica al presidente de la Comisión de "chico de los recados" y "chivo expiatorio". El editorial del periódico se opone al método comunitario, apoya la intergubernamentalidad, rechaza el federalismo y ensalza a los parlamentos nacionales. Exige a los líderes europeos que "comiencen a explorar qué puede hacerse para reducir significativamente los poderes del Parlamento Europeo", al tiempo que Rachman escribe que "el creciente poder del Parlamento Europeo es profundamente dañino para la democracia". (!!!).

Los centros financiero-políticos de Gran Bretaña que propician tan peregrina campaña fingen ignorar que, incluso para quienes votamos a la izquierda, Juncker ha devenido -en función de la máxima pacta sunt servanda- candidato-símbolo que hay que apoyar para honrar el método, las reglas y la sustancia de que nos hemos dotado en la Unión Europea. Nosotros -los del otro lado del Canal, ese que está aislado por la niebla- no estamos dispuestos a tolerar que un Estado euroescéprico desde el inicio, eurófobo ahora y -si los genuinos sucesores de Attlee, Foot y Wilson no lo remedian- xenófobo próximamente, pretenda marcar el ritmo y esencia de la integración europea. Avergonzados deberían estar quienes -siendo ciudadanos del país en el que nació la democracia parlamentaria- denigran al Parlamento Europeo. Las imperiales ínfulas británicas deberían haber desaparecido hace tiempo. A los nostálgicos debemos decirles: Por el imperio hacia dios, donde tal vez hallen un paraíso lejano de la Europa que tanto les sofoca.

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