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Quiero ir a Las Gaunas

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Me miraron con sorpresa. Y tenían motivos. Pero no me bajé del burro. Era mi plan, mi deseo, mi ilusión. Llegué a definirlo como mi sueño. ¿Exageraba? Puede ser, pero hacerlo era la única manera de poder lograr mi objetivo. Deben saber que no es nada fácil convencer a unas hermanas poco amantes del fútbol de un cambio de planes como aquél.

Era el año 1990. Los Flaquer nos marchábamos a Vitoria. Sería más correcto hablar de 'las Flaquer'. De los siete hijos que tuvieron mis papás, seis fueron niñas, y solamente uno, servidor, nació varón. Tozudo y cabezota como era a mis doce años, llegados al País Vasco tuve un antojo. De vuelta había que cambiar el itinerario. Sí o sí, se tenía que hacer una parada en Logroño. ¿Por qué? No es que yo conociera demasiados estadios, a lo sumo había estado en el Camp Nou y en Sarriá, pero por un motivo que todavía hoy desconozco, me empezó a angustiar que a esas alturas de mi vida no conociera todavía el Estadio de Las Gaunas. Así que convertí mi repentino deseo en una cuestión de vida o muerte.

¡Quiero ir a Las Gaunas! ¡Quiero ir a Las Gaunas! Amenacé con no subirme al coche si no me hacían caso.

"¡Podrás ver El Sadar! ¡Podrás ver el Sadar!" Mi padre intentaba convencerme. La mayoría de la familia no quería perder la oportunidad de conocer Pamplona. Nadie entendía cómo al niño se le había metido eso en la cabeza. Pero Las Gaunas era la meca de mis deseos. Aunque me metieron en volandas en el coche, no pudieron silenciarme durante todo el viaje. Así que, cuando divisábamos la desviación hacia Logroño y mis protestas aumentaban de volumen, mi padre dio un volantazo y maldijo en un idioma difícil de identificar. Celebré la maniobra ante seis caras de desaprobación. Si las miradas mataran...

Llegados a Logroño, frenamos ante un policía que trataba de suplir al semáforo que no funcionaba. Mientras las bocinas gruñían, nos indicó qué camino debíamos tomar. Hasta que, por fin, llegamos al estadio.

De esa visita queda simplemente una fotografía, desgastada de color ya, en la que se me ve mucho más joven y apuesto que ahora. Demostrando el poco gusto que siempre he tenido en el vestir, comparezco con camisa de tono amarillo y pantalón de pinza, posando con cara de satisfacción y sonrisa de oreja a oreja. Detrás de mí, una pared blanca que hace esquina, presidida por una valla del mismo color, en la que si trepabas podías observar desde un córner el terreno de juego donde disputaba sus partidos el Club Deportivo Logroñés. Justo encima de la valla, en letras mayúsculas de color negro, una inscripción: Estadio Municipal de Las Gaunas.

Mientras posaba para la fotografía, podía ver las caras de mis hermanas y progenitores, que no entendían nada. ¿No se acordaban de las galopadas de Tato Abadía, de la charanga que sonaba sin interrupción, de los jugadores luchando sobre el césped, siempre recubiertos de barro? ¡Estábamos en Las Gaunas! Fue la voz de mi padre la que interrumpió mis recuerdos. ¿Nos podemos ir ya, Lluís?

Me giré hacia ellos. "Papá, mamá... sé que algún día trabajaré en este estadio".

Mi madre me sonrió, reconociendo a ese enano que, desde los 5 años, silenciaba a los comentaristas de la tele, trepaba a una silla y, lápiz en mano, narraba los partidos de fútbol.

"Algún día trabajaré en este estadio", les repetí. Yo, en realidad, soñaba con convertirme en periodista deportivo.

Ya no era un niño en 2001, cuando trabajaba en la televisión de L'Hospitalet, siguiendo los partidos de Liga del equipo de la ciudad, que militaba en el Grupo III de la Segunda División B. Por norma, en esta categoría los equipos catalanes quedaban encuadrados en el mismo grupo que valencianos, murcianos y baleares. Pero ese año fue distinto, y la Federación combinó a los catalanes con equipos vascos, aragoneses, navarros... y riojanos. Así pues, en el grupo coincidían L'Hospitalet y Logroñés. Sorteado el calendario, éste determinó que los catalanes visitarían a los riojanos en la jornada 25.

En 1990 me puse pesado porque quería ir a Las Gaunas. Los motivos de esa insistencia me los desveló el destino doce años después. Iba a protagonizar una de esas historias que enriquecen la vocación profesional de uno. "Algún día trabajaré en este estadio", había proclamado años atrás. En 2002 entré emocionado en la tribuna de prensa. Ese Logroñés-Hospitalet de la jornada 25 del grupo III de la Segunda B de la temporada 2001/02 fue un partido histórico. Y no sólo para mí.

Ese Logroñés-Hospitalet fue el último partido oficial que se disputó en el antiguo Las Gaunas, que sería demolido tiempo después.

He tenido la suerte de conocer muchos de los estadios más importantes de Europa. Pero la fotografía que observo con mayor cariño es la que me muestra con doce años posando en una de las esquinas del campo que durante tanto tiempo acogió los partidos del Logroñés. Ese estadio, que ya no existe, me recuerda que he tenido la suerte de hacer realidad mi temprana vocación. Lo definí como mi plan, mi deseo, mi ilusión. Como mi sueño. ¿Exageraba? Para nada. Orgulloso, hoy puedo decir que, tal y como me propuse, yo trabajé en el antiguo Estadio Municipal de Las Gaunas.

Este artículo forma parte del libro 57 historias del deporte por una causa solidaria, que sale a la venta este domingo en quioscos, al precio de 10 euros. Todos los beneficios de la venta irán para UNICEF.


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