En el interesante debate entre políticas de distintas generaciones que se recoge en el documental de Oliva Acosta Las constituyentes, del que por cierto acaba de publicarse una imprescindible edición en formato DVD-libro, se ponen de manifiesto las todavía mayores dificultades que las mujeres tienen para acceder al ejercicio del poder y para mantenerse en él. A diferencia de lo que sucede con los políticos varones, ellas lo tienen más complicado para consolidar sus carreras políticas, ya que su presencia suele ser más puntual, anecdótica a veces y, cuando están en lo público, suelen carecer de la autoridad que parece ser privilegio exclusivo de los varones. Todos estos elementos, que son buena muestra de cómo el orden patriarcal se resiste a desaparecer, han vuelto a ponerse de manifiesto en el proceso abierto en el PSOE para la elección de su secretaria general (y lo escribo en femenino porque será una persona la que ocupe ese puesto: femenino universal). A casi nadie parece haberle extrañado que, tras la espantada de Chacón o el retiro prudente de la listísima Susana Díaz, todo el proceso esté protagonizado por hombres y no haya aparecido ni una sola mujer capaz de convertirse en la lideresa que necesita el partido.
Estos hechos demuestran una vez más que el poder sigue teniendo rostro de varón. Como lo evidencian los Consejos de Administración de las empresas, o los porcentajes de mujeres en las instituciones o simplemente las imágenes que mayoritariamente continuamos identificando con los público en nuestras democracias. De ahí, pese a los argumentos que el posmachismo se esfuerza en subrayar, la necesidad de continuar usando acciones positivas y medidas diferenciadas que permitan, como bien dice el art. 9.2 de la Constitución española, "remover los obstáculos" que impiden que la igualdad, en este caso entre mujeres y hombres, sea real y efectiva. Porque debería ser evidente que sigue habiendo un divorcio alarmante entre las fotografías de la realidad, en la que somos mitad y mitad, y las que retratan el ejercicio de un poder donde todavía sigue pesando una cuota masculina en muchos casos del 100%. Y no me vale el argumento de que las mujeres son libres para dedicarse a la política, como tampoco el que insiste en que la clave debería ser la capacidad y no el género de las personas. Con respecto al primero, no hace falta insistir que la libertad no es posible si no se dan las condiciones de igualdad que permitan su ejercicio, y en el caso de las mujeres los datos objetivos demuestran que continúan en gran medida discriminadas gracias al binario jerárquico público/privado sobre el que se eleva el patriarcado. Con relación al segundo de los argumentos, tan querido por los hombres y mujeres liberales que entienden que debe ser el mercado el que regule las oportunidades de cada individuo, la gran dificultad es que cuando se trata del poder no hay medidores objetivos de mérito o capacidad. Estamos ante decisiones discrecionales, en el caso de la política mayoritariamente en manos de las direcciones de los partidos, en las que son otros muchos intereses los que entran en juego. Como de hecho lo demuestra la cantidad de políticos hombres ineptos e incapaces que a lo largo de la historia han sido designados para ocupar cargos representativos. Por todo ello, la igualdad no será perfecta mientras que las mujeres no disfruten sin cortapisas del derecho a ser, como mínimo, tan ineptas y malas como los hombres.
La pervivencia de un modelo patriarcal en el ejercicio del poder, y en general en la configuración de las relaciones sociales, debería ser uno de los grandes retos para las políticas transformadoras de la izquierda. Si es que ésta no ha olvidado en estos tiempos de zozobra que la igualdad es, o debería ser, uno de sus faros principales. Por eso cualquier proceso de renovación, de puesta al día, de perfeccionamiento democrático, debería contar necesariamente con las mujeres. Pero no como si fueran el aliño de la salsa, sino como ingrediente esencial con el que compartir un proyecto político que, para definirse como democrático, ha de pasar necesariamente por la paridad. Y no porque ésta sea el producto de eso que algunos y algunas denominan "ideología de género", que no es más que una construcción ideológica, ésta sí, de los que no creen en la igualdad, sino porque difícilmente un régimen podrá calificarse como democrático si prescinde de la mitad de la ciudadanía.
El proceso abierto en el PSOE, para lamento de todos los que entendemos que difícilmente se puede ser demócrata sin ser feminista, vuelve a poner de manifiesto que el poder continúa en manos masculinas. Que los partidos siguen estando mayoritariamente controlados por el patriarca y que los liderazgos femeninos tienen mucho menos peso y, sobre todo, están casi siempre en la cuerda floja. Sería lamentable que, como en tantas otras cuestiones, el partido que ha sido referente en tantas políticas de género perdiera el norte y volviera a ser cómplice de los que confían más en la libertad que en la igualdad. De momento, permítanme un cierto escepticismo y, sobre todo, una más que rotunda indignación ante un proceso que ha vuelto a hacer invisibles a las mujeres y que ha vuelto a demostrarnos que, como bien explica Miguel Lorente en su último libro, la igualdad apenas es un discurso formal en un mundo lleno de trampas para las que continúan siendo la mitad subordinada.
Este artículo se publicó originalmente en el blog del autor, Las horas.
Estos hechos demuestran una vez más que el poder sigue teniendo rostro de varón. Como lo evidencian los Consejos de Administración de las empresas, o los porcentajes de mujeres en las instituciones o simplemente las imágenes que mayoritariamente continuamos identificando con los público en nuestras democracias. De ahí, pese a los argumentos que el posmachismo se esfuerza en subrayar, la necesidad de continuar usando acciones positivas y medidas diferenciadas que permitan, como bien dice el art. 9.2 de la Constitución española, "remover los obstáculos" que impiden que la igualdad, en este caso entre mujeres y hombres, sea real y efectiva. Porque debería ser evidente que sigue habiendo un divorcio alarmante entre las fotografías de la realidad, en la que somos mitad y mitad, y las que retratan el ejercicio de un poder donde todavía sigue pesando una cuota masculina en muchos casos del 100%. Y no me vale el argumento de que las mujeres son libres para dedicarse a la política, como tampoco el que insiste en que la clave debería ser la capacidad y no el género de las personas. Con respecto al primero, no hace falta insistir que la libertad no es posible si no se dan las condiciones de igualdad que permitan su ejercicio, y en el caso de las mujeres los datos objetivos demuestran que continúan en gran medida discriminadas gracias al binario jerárquico público/privado sobre el que se eleva el patriarcado. Con relación al segundo de los argumentos, tan querido por los hombres y mujeres liberales que entienden que debe ser el mercado el que regule las oportunidades de cada individuo, la gran dificultad es que cuando se trata del poder no hay medidores objetivos de mérito o capacidad. Estamos ante decisiones discrecionales, en el caso de la política mayoritariamente en manos de las direcciones de los partidos, en las que son otros muchos intereses los que entran en juego. Como de hecho lo demuestra la cantidad de políticos hombres ineptos e incapaces que a lo largo de la historia han sido designados para ocupar cargos representativos. Por todo ello, la igualdad no será perfecta mientras que las mujeres no disfruten sin cortapisas del derecho a ser, como mínimo, tan ineptas y malas como los hombres.
La pervivencia de un modelo patriarcal en el ejercicio del poder, y en general en la configuración de las relaciones sociales, debería ser uno de los grandes retos para las políticas transformadoras de la izquierda. Si es que ésta no ha olvidado en estos tiempos de zozobra que la igualdad es, o debería ser, uno de sus faros principales. Por eso cualquier proceso de renovación, de puesta al día, de perfeccionamiento democrático, debería contar necesariamente con las mujeres. Pero no como si fueran el aliño de la salsa, sino como ingrediente esencial con el que compartir un proyecto político que, para definirse como democrático, ha de pasar necesariamente por la paridad. Y no porque ésta sea el producto de eso que algunos y algunas denominan "ideología de género", que no es más que una construcción ideológica, ésta sí, de los que no creen en la igualdad, sino porque difícilmente un régimen podrá calificarse como democrático si prescinde de la mitad de la ciudadanía.
El proceso abierto en el PSOE, para lamento de todos los que entendemos que difícilmente se puede ser demócrata sin ser feminista, vuelve a poner de manifiesto que el poder continúa en manos masculinas. Que los partidos siguen estando mayoritariamente controlados por el patriarca y que los liderazgos femeninos tienen mucho menos peso y, sobre todo, están casi siempre en la cuerda floja. Sería lamentable que, como en tantas otras cuestiones, el partido que ha sido referente en tantas políticas de género perdiera el norte y volviera a ser cómplice de los que confían más en la libertad que en la igualdad. De momento, permítanme un cierto escepticismo y, sobre todo, una más que rotunda indignación ante un proceso que ha vuelto a hacer invisibles a las mujeres y que ha vuelto a demostrarnos que, como bien explica Miguel Lorente en su último libro, la igualdad apenas es un discurso formal en un mundo lleno de trampas para las que continúan siendo la mitad subordinada.
Este artículo se publicó originalmente en el blog del autor, Las horas.