Entiendo el enojo de los taxistas con Uber. Y es que, mientras que ellos tienen que pagar impuestos, licencias que cuestan cientos de miles de euros y todo tipo de seguros y equipamiento, un señor puede hacerles la competencia dándose de alta en una aplicación y poniendo su coche y su tiempo al servicio de otros usuarios. Así, sin más. Es como ver un partido de baloncesto donde los jugadores de uno de los equipos andan con zancos de 30 centímetros y los del otro tienen que ir de rodillas.
Vuelve a chocar la economía real, muy regulada, con la de Internet, que aprovecha el vacío legal y la desregulación para proponer un modelo de negocio infinitamente más atractivo por precio para los usuarios. El caso de Uber, una empresa que opera en 100 ciudades y que, ojo, ha sido valorada en Wall Street en 17.000 millones de dólares (más que la capitalización bursátil de un ACS o de Iberia), no es nuevo. A mí me recuerda el de Airbnb, otra startup rutilante que se ha puesto por las nubes y que culmina sus rondas de financiación entre laureles, y que hace lo mismo, pero con el alquiler de casas, pisos y apartamentos.
Los tecnócratas, gurús y apologetas del mundo digital, esos que se han dejado seducir definitivamente por la ideología californiana (en expresión de César Rendueles), han puesto el grito en el cielo, tachando a los taxistas de cavernícolas y de impedir con su cerrazón el avance de los nuevos modelos de negocio "disruptivos", esos que evitarán que Europa y sus empresas sigan perdiendo peso en el mundo. Vienen a decirnos con desatada petulancia: frenar la implantación de Uber (que, por el momento, en España sólo está en Barcelona) supondrá para todos perder el paso del progreso y el tren de la historia. Nelie Kroes, la responsable del desarrollo digital en la Unión Europea, es más concreta e hiriente. Si no asumimos los nuevos modelos, los empleos se irán fuera de Europa y la tragedia será doble. Cuando lo oigo pienso en la calidad del empleo tecnológico en España, y en los miles de programadores que hoy se desesperan en las consultoras de TI (que ellos, muy gráficamente, llaman "cárnicas"), con sueldos y expectativas laborales casi siempre a la baja.
Es verdad que el sector del taxi, igual que el de la hostelería, tiene que ponerse las pilas y ofrecer un servicio competitivo por precio, comodidad y rapidez, como sugieren muchos estos días. Y también es verdad que los taxistas deberían tomar nota de la excelencia en el servicio y en los procesos que exhiben estas firmas de Internet, asesoradas casi siempre por los mejores profesionales. Sin embargo, antes, los políticos tendrán que ser cuidadosos y trabajar para poner a todos a competir en las mismas condiciones. Fair play por encima de todo. Y eso, creo, es lo que piden los taxistas estos días, y no tanto cerrarse en banda a la modernidad y a la competencia. De hechos, en las grandes ciudades los taxistas y las asociaciones en las que se agrupan ya disponen de sofisticados servicios de localización y reserva por teléfono y por Internet, como Teletaxi, Hailo o Mytaxi.
Los negocios de Internet, que tanto seducen a algunos y que tan buenos servicios nos deparan a la mayoría (no hay que negarlo), muchas veces se alimentan de vacíos legales que en otros ámbitos de actividad serían inadmisibles. Esto hay que denunciarlo porque, aunque la ley lo tolere, es social y moralmente pernicioso. Estos días ha vuelto a la agenda el controvertido asunto de la fiscalidad de las multinacionales del Silicon Valley. Se sabe que, recurriendo a complejos procesos de ingeniería financiera, las filiales en España de Apple, Google, Yahoo o Facebook, que facturan miles de millones de euros en este país, pagan menos impuestos que una pyme (¡cuando no declaran pérdidas!). Es inadmisible.
¿Qué diríamos si hicieran lo mismo una petrolera como BP o un gigante de la alimentación como Nestlé o El Corte Inglés? Supongo que, ante una tropelía así, muchos cabreados ciudadanos y algún gurú digital seducido por la ideología californiana saldrían a la calle u organizarían escraches en la sede de estas multinacionales de la vieja (y "depredadora") economía. Eso sí, después de haberse citado a través del Facebook y de su iPhone5, como mandan los cánones. Son las paradojas del doble rasero que aplican los apologetas del utopismo digital, de esa idea tan naif consistente en que todo lo digital nos hará mejores, caiga quien caiga.
Vuelve a chocar la economía real, muy regulada, con la de Internet, que aprovecha el vacío legal y la desregulación para proponer un modelo de negocio infinitamente más atractivo por precio para los usuarios. El caso de Uber, una empresa que opera en 100 ciudades y que, ojo, ha sido valorada en Wall Street en 17.000 millones de dólares (más que la capitalización bursátil de un ACS o de Iberia), no es nuevo. A mí me recuerda el de Airbnb, otra startup rutilante que se ha puesto por las nubes y que culmina sus rondas de financiación entre laureles, y que hace lo mismo, pero con el alquiler de casas, pisos y apartamentos.
Los tecnócratas, gurús y apologetas del mundo digital, esos que se han dejado seducir definitivamente por la ideología californiana (en expresión de César Rendueles), han puesto el grito en el cielo, tachando a los taxistas de cavernícolas y de impedir con su cerrazón el avance de los nuevos modelos de negocio "disruptivos", esos que evitarán que Europa y sus empresas sigan perdiendo peso en el mundo. Vienen a decirnos con desatada petulancia: frenar la implantación de Uber (que, por el momento, en España sólo está en Barcelona) supondrá para todos perder el paso del progreso y el tren de la historia. Nelie Kroes, la responsable del desarrollo digital en la Unión Europea, es más concreta e hiriente. Si no asumimos los nuevos modelos, los empleos se irán fuera de Europa y la tragedia será doble. Cuando lo oigo pienso en la calidad del empleo tecnológico en España, y en los miles de programadores que hoy se desesperan en las consultoras de TI (que ellos, muy gráficamente, llaman "cárnicas"), con sueldos y expectativas laborales casi siempre a la baja.
Es verdad que el sector del taxi, igual que el de la hostelería, tiene que ponerse las pilas y ofrecer un servicio competitivo por precio, comodidad y rapidez, como sugieren muchos estos días. Y también es verdad que los taxistas deberían tomar nota de la excelencia en el servicio y en los procesos que exhiben estas firmas de Internet, asesoradas casi siempre por los mejores profesionales. Sin embargo, antes, los políticos tendrán que ser cuidadosos y trabajar para poner a todos a competir en las mismas condiciones. Fair play por encima de todo. Y eso, creo, es lo que piden los taxistas estos días, y no tanto cerrarse en banda a la modernidad y a la competencia. De hechos, en las grandes ciudades los taxistas y las asociaciones en las que se agrupan ya disponen de sofisticados servicios de localización y reserva por teléfono y por Internet, como Teletaxi, Hailo o Mytaxi.
Los negocios de Internet, que tanto seducen a algunos y que tan buenos servicios nos deparan a la mayoría (no hay que negarlo), muchas veces se alimentan de vacíos legales que en otros ámbitos de actividad serían inadmisibles. Esto hay que denunciarlo porque, aunque la ley lo tolere, es social y moralmente pernicioso. Estos días ha vuelto a la agenda el controvertido asunto de la fiscalidad de las multinacionales del Silicon Valley. Se sabe que, recurriendo a complejos procesos de ingeniería financiera, las filiales en España de Apple, Google, Yahoo o Facebook, que facturan miles de millones de euros en este país, pagan menos impuestos que una pyme (¡cuando no declaran pérdidas!). Es inadmisible.
¿Qué diríamos si hicieran lo mismo una petrolera como BP o un gigante de la alimentación como Nestlé o El Corte Inglés? Supongo que, ante una tropelía así, muchos cabreados ciudadanos y algún gurú digital seducido por la ideología californiana saldrían a la calle u organizarían escraches en la sede de estas multinacionales de la vieja (y "depredadora") economía. Eso sí, después de haberse citado a través del Facebook y de su iPhone5, como mandan los cánones. Son las paradojas del doble rasero que aplican los apologetas del utopismo digital, de esa idea tan naif consistente en que todo lo digital nos hará mejores, caiga quien caiga.