Les recomiendo la página oficial en castellano de la FIFA sobre este Mundial. Es, por encima de todo, sencillísima de ver, lo cual se agradece en tiempo de barroquismos cibernéticos. Allí está todo, datos, horarios, calendario, así como una información detallada de cada encuentro, lo que convierte en muy agradecida la experiencia de la navegación. Por supuesto, y no es un detalle baladí, la crónica del partido incluye un resumen en vídeo de cada encuentro, breve pero sustancioso. No le permite a uno hacerse a la idea de cómo fue el encuentro, pero sí ver los goles y las jugadas más sobresalientes.
El manual de estilo de estos vídeos contempla siempre la misma imagen: el estadio donde se juega el encuentro en una impresionante vista aérea. Y uno tiene la impresión de que se ha construido un Maracaná en cada ciudad sede del evento, porque la factura de los recintos es ciertamente espectacular. Luego uno se entera de que no, de que solamente cuatro estadios son de nueva planta, en algunos casos reconstruidos sobre otros coliseos viejos y que han sido demolidos con motivo del Mundial. Los ocho restantes, eso sí, han sido remodelados a fondo, de modo que exhiben también la factura de lo recién levantado. El caso extremo es el Amazonia Arena, en Manaos, cuya edificación se ha producido en detrimento de un pedacito de la selva del mismo nombre, el gran pulmón verde de nuestro planeta. Y además en una ciudad que no tiene equipo de fútbol profesional, de modo que cuando termine el campeonato dejará de tener uso deportivo y pasará a convertirse... en una cárcel.
Creo que este hecho resume bastante bien la paradoja del país organizador. Brasil está enseñando músculo al mundo, pero también está dando noticias sobre su fragilidad. El despliegue inversor es impresionante y seguramente no tiene precedente en la historia de los Mundiales. Ya se sabe que a la FIFA le gusta tanto el hormigón como el césped, de modo que el mejor modo de no lograr la organización de un gran evento futbolístico es afirmar, como ha hecho España, que se utilizarán las infraestructuras ya existentes. Todo lo contrario, al tinglado global del deporte le entusiasman los grandes contratos, las firmas de arquitectos de postín y toda la vanidad efímera del mundo, porque esto es diversión, hay que maximizar el lucro y el espectáculo debe continuar.
Tal evidencia ha sido percibida por una parte no desdeñable de la sociedad brasileña, que ha salido a la calle para criticar el derroche en un país que, aun con un fuerte crecimiento económico reciente, acumula hoy una enorme desigualdad. Los vecinos, en cualquier lugar, al final prefieren un billete de guagua más barato que el oropel de un arquitecto ilustre. Es una paradoja, porque Brasil se ha esforzado en proyectar este Mundial como una puesta de largo entre las grandes potencias, un país que mira orgulloso al futuro, sin los complejos del subdesarrollo. Esto es muy positivo, pero hay que combinarlo con el progreso general de la población. Ahí entra la cuestión del liderazgo. El Mundial 2014, como los Juegos Olímpicos de Río dentro de dos años, son dos grandes logros de Lula da Silva, el presidente de los pobres que supo trabajar con todo el mundo, los ricos incluidos. Esta visión incluyente, carismática, la intenta seguir su discípula, la presidenta Dilma Rousseff, pero ya se ve que no logra el mismo efecto, porque la calle se ha alterado más con las protestas que con los goles de Neymar. Ya veremos si, como dejó escrito Stefan Zweig hace 73 años, Brasil es o no el país del futuro.
El manual de estilo de estos vídeos contempla siempre la misma imagen: el estadio donde se juega el encuentro en una impresionante vista aérea. Y uno tiene la impresión de que se ha construido un Maracaná en cada ciudad sede del evento, porque la factura de los recintos es ciertamente espectacular. Luego uno se entera de que no, de que solamente cuatro estadios son de nueva planta, en algunos casos reconstruidos sobre otros coliseos viejos y que han sido demolidos con motivo del Mundial. Los ocho restantes, eso sí, han sido remodelados a fondo, de modo que exhiben también la factura de lo recién levantado. El caso extremo es el Amazonia Arena, en Manaos, cuya edificación se ha producido en detrimento de un pedacito de la selva del mismo nombre, el gran pulmón verde de nuestro planeta. Y además en una ciudad que no tiene equipo de fútbol profesional, de modo que cuando termine el campeonato dejará de tener uso deportivo y pasará a convertirse... en una cárcel.
Creo que este hecho resume bastante bien la paradoja del país organizador. Brasil está enseñando músculo al mundo, pero también está dando noticias sobre su fragilidad. El despliegue inversor es impresionante y seguramente no tiene precedente en la historia de los Mundiales. Ya se sabe que a la FIFA le gusta tanto el hormigón como el césped, de modo que el mejor modo de no lograr la organización de un gran evento futbolístico es afirmar, como ha hecho España, que se utilizarán las infraestructuras ya existentes. Todo lo contrario, al tinglado global del deporte le entusiasman los grandes contratos, las firmas de arquitectos de postín y toda la vanidad efímera del mundo, porque esto es diversión, hay que maximizar el lucro y el espectáculo debe continuar.
Tal evidencia ha sido percibida por una parte no desdeñable de la sociedad brasileña, que ha salido a la calle para criticar el derroche en un país que, aun con un fuerte crecimiento económico reciente, acumula hoy una enorme desigualdad. Los vecinos, en cualquier lugar, al final prefieren un billete de guagua más barato que el oropel de un arquitecto ilustre. Es una paradoja, porque Brasil se ha esforzado en proyectar este Mundial como una puesta de largo entre las grandes potencias, un país que mira orgulloso al futuro, sin los complejos del subdesarrollo. Esto es muy positivo, pero hay que combinarlo con el progreso general de la población. Ahí entra la cuestión del liderazgo. El Mundial 2014, como los Juegos Olímpicos de Río dentro de dos años, son dos grandes logros de Lula da Silva, el presidente de los pobres que supo trabajar con todo el mundo, los ricos incluidos. Esta visión incluyente, carismática, la intenta seguir su discípula, la presidenta Dilma Rousseff, pero ya se ve que no logra el mismo efecto, porque la calle se ha alterado más con las protestas que con los goles de Neymar. Ya veremos si, como dejó escrito Stefan Zweig hace 73 años, Brasil es o no el país del futuro.