Los primeros documentos que saqué de la caja estaban manchados de sangre. En principio yo, que no soy dado a la tragedia, pensé que eran manchas de café. Pero encontré pegado un pequeño recorte de periódico que alguien había introducido. En él se hablaba de que mi personaje, del que yo sabía muy poco, había muerto atropellado por un borracho que se había dado a la fuga. En el artículo, y en otros que encontré más tarde, se describía claramente cómo en el momento de su muerte mi personaje llevaba una cartera con papeles y documentos, aquellos que yo ahora mismo tenía entre mis manos.
Había sucedido en Palo Alto, California, a principios de los ochenta. A unos bloques y a treinta años de donde yo estoy ahora mismo, en el archivo de la Hoover Institution, en la Universidad de Stanford. Pocas veces el lazo que une el presente y el pasado me han sido más claros, pocas veces me he sentido más unido a uno de los protagonistas de lo que busco y de lo que me interesa. Porque un historiador no es, ni siquiera aunque investigue las épocas más remotas, alguien que se aleje nunca de la realidad que le rodea, ni de lo que a él, como individuo, le concierne. Si Arsuaga -historiador de los huesos- investiga los restos dejados por unos primates lejanos, es porque en realidad lo que quiere es saber de dónde venimos. Si yo me dejo las pestañas examinando microfilms, si me hago rajas en los dedos con los papeles, si doblo la espalda sobre documentos y objetos diversos hasta que me duelen todos los huesos mientras allá afuera luce el sol de California, es porque quiero poder entender también mi parte del pasado, la que he escogido porque creo que me servirá para resolver algunos enigmas, clarificar algunos comportamientos y quizá, enriquecer mi profesión con algunos ejemplos o modelos que puedan servir a alguien algún día. Los historiadores somos como pescadores que echan redes a ver si así encontramos algo que dé su fruto alguna vez.
Dejadme que hoy sea egoísta y os cuente lo feliz que me hace mi trabajo. He tenido suerte, ejerzo la profesión que quiero, no todo el mundo ha tenido la oportunidad de hacerlo. Mi padre, un albañil al que todos apreciaban y valoraban, capaz de diseñar planos de casas que luego los arquitectos sólo tenían que visar porque estaban perfectos, y capaz también de construir esas mismas casas con sus propias manos, lamentó toda su vida no haber podido ser mecánico de coches, que era su verdadera pasión. Yo sin embargo no tengo nada que lamentar, mi profesión es la que yo he querido tener.
Como es sabido, profesión viene de profesar, y para mí la historia es una cuestión de fe, a la que acudo como un monje a sus rezos, con vocación -otra palabra religiosa- de poder servir a ese nebuloso ser que es la Ciencia, pero también con ganas de servirme de ella para reafirmar mi lugar en el mundo y conocer de dónde vengo. Aunque sea de manera vicaria, y a través de otros, de temas y personajes de los que me separan años, distancias y formas de vida.
Pocos sentimientos más plenos conozco que el ir de archivos. Es un trabajo duro, pesado, incluso físicamente. Tienes que tener el aguante de estar días y días pasando hojas y hojas, generalmente aburridas y sin sentido, hasta que por fin encuentras un párrafo, un informe, una alusión que te permite entender que lo que pensabas hasta ahora, que tu hipótesis de partida, era cierta. O no lo era, y esto te obliga a cambiar por completo lo que tenías previsto. Y si eres honrado, das la vuelta a tu tesis. Porque no hay virtud más importante para un historiador que la honradez, consigo mismo y con sus fuentes. Quien entra al archivo con una idea preconcebida y quien luego sale de él intentando hacer encajar a las fuentes en ella, es a mi juicio tan corrupto como el banquero o el político más expuesto de estos días.
Y luego sales del archivo con tus notas, contento si encontraste algo de lo que buscabas o satisfecho al menos de haber eliminado materiales que sabes ya que no te valen. Muchas veces aprovechas para pasear por los lugares relacionados con la investigación que llevas a cabo, por los espacios en los que habitaron los personajes que crearon la historia que buscas. Estos paseos, este deambular por calles y avenidas, no tienen siempre repercusiones inmediatas en tu trabajo, pero qué importa, sirven al menos para hacerte aspirar el mismo aire, ser bañado por la misma luz del sol, entablar de alguna manera un diálogo con esos seres muertos, olvidados quizá, pero cuya existencia llega al cabo del tiempo a entrecruzarse con la tuya.
Digo a veces, porque generalmente no es así. Sobre todo si estás fuera de casa, si tus archivos están en lugares a los que no puedes volver a menudo, echas a correr en busca de las bibliotecas que te pueden permitir encontrar libros que sólo allí existen -y las bibliotecas siempre cierran después que los archivos, te quedan unas horas para ello-. O bien, si tu investigación lo requiere, tienes una cita en un bar o en su casa con alguno de los últimos testigos de cierto acontecimiento y le haces una entrevista, que generalmente están mayores y puedes perder valiosas informaciones, opiniones de alguien que estuvo allí.
Y al final del día, en la habitación del hotel, de la pensión o de la casa de algún colega o amigo que te permite pernoctar en ella porque, al cabo, los dineros para investigación son pocos y muchas veces salen de tu propio bolsillo, repasas tus notas, piensas en lo que te ha traído el día, quizás ya las hipótesis se estén formando en tu cabeza, o escribes un par de párrafos que luego -a lo mejor- incluyes en el libro o en el artículo. Con la esperanza de que alguna vez sirvan.
Ser historiador es cuestión de trabajo, intuición y sentido común. Pero también de pasión. Conozco compañeros de profesión que han perdido la ilusión que alguna vez tuvieron por esta búsqueda interminable y sin final que es la investigación. Han olvidado la sensación que alguna vez fue suya, cuando eran estudiantes y doctorandos, de salir a la caza de conocimientos, de establecer hipótesis, de discutirlas apasionadamente. Y me parece muy triste, la verdad.
Y hay otra parte de la investigación que yo particularmente venero: cuando llegas de vuelta a la universidad y te enfrentas con la mirada fresca y sin complejos de tus alumnos. Y si tienes la suerte de poder usar algo de lo que investigas en tus clases -no siempre pasa-, advertir cómo son capaces de ver cosas que tú no has visto, y te asombras de que entienden mejor que tú aspectos que te parecían inescrutables. Pero esto siempre puedes también hablarlo con tus doctorandos: qué valientes, decidirse por un doctorado en historia en una época en la que el poder político odia y persigue todo lo que tenga que ver con ella si no sirve para sus fines inmediatos y mezquinos.
Y dejadme ahora que recuerde a algunos de ellos: a Cristina, que se pasó meses en el duro invierno de Varsovia rebuscando la memoria de los opositores polacos al comunismo; a Fernando, que tiene las manos hasta los codos de sangre -metafórica- de tanto trabajo con los siniestros archivos de la Causa General; a Daniel, que se ha buscado la vida como pocos que conozco para poder investigar en los archivos rumanos, sin apoyo alguno y con una madurez envidiable y al que le debo el haber conocido la experiencia de don Emilio, el último prisionero español del Gulag; a Nasrine, que se hizo decenas de entrevistas en Argel sobre los Tiempos Negros, y muchas de ellas muy difíciles e incluso dolorosas; y a Gloria, ahora mismo en una pequeña ciudad polaca, examinando y revisando materiales para una idea que fue sólo suya y que le surgió de la propia vida. Y es que el final son ellos, los estudiantes, los que harán que esta profesión siga rodando, con su criterio y por sus razones, mejor o peor, y uno sólo siente que en este sistema académico preñado de injusticia y capado de financiación no les pueda ofrecer más posibilidades que la de luchar y aguantar. Y sabiendo que ni el esfuerzo ni el talento aseguran nada.
Ojalá alguno de ellos consiga por fin tener la suerte de poder dedicarse a esta profesión. Ojalá, al menos alguno, pueda mantener con los años la pasión por la historia y puedan vivir dignamente de ella. Y entonces, quizá, tengan la suerte de poder encontrar algún día un documento, un papel, unas cartas, unas imágenes, que les reafirmen en la sensación de que tanto esfuerzo ha servido para algo. Como estos papeles manchados de sangre que yo tengo en estos días entre mis manos.
Había sucedido en Palo Alto, California, a principios de los ochenta. A unos bloques y a treinta años de donde yo estoy ahora mismo, en el archivo de la Hoover Institution, en la Universidad de Stanford. Pocas veces el lazo que une el presente y el pasado me han sido más claros, pocas veces me he sentido más unido a uno de los protagonistas de lo que busco y de lo que me interesa. Porque un historiador no es, ni siquiera aunque investigue las épocas más remotas, alguien que se aleje nunca de la realidad que le rodea, ni de lo que a él, como individuo, le concierne. Si Arsuaga -historiador de los huesos- investiga los restos dejados por unos primates lejanos, es porque en realidad lo que quiere es saber de dónde venimos. Si yo me dejo las pestañas examinando microfilms, si me hago rajas en los dedos con los papeles, si doblo la espalda sobre documentos y objetos diversos hasta que me duelen todos los huesos mientras allá afuera luce el sol de California, es porque quiero poder entender también mi parte del pasado, la que he escogido porque creo que me servirá para resolver algunos enigmas, clarificar algunos comportamientos y quizá, enriquecer mi profesión con algunos ejemplos o modelos que puedan servir a alguien algún día. Los historiadores somos como pescadores que echan redes a ver si así encontramos algo que dé su fruto alguna vez.
Dejadme que hoy sea egoísta y os cuente lo feliz que me hace mi trabajo. He tenido suerte, ejerzo la profesión que quiero, no todo el mundo ha tenido la oportunidad de hacerlo. Mi padre, un albañil al que todos apreciaban y valoraban, capaz de diseñar planos de casas que luego los arquitectos sólo tenían que visar porque estaban perfectos, y capaz también de construir esas mismas casas con sus propias manos, lamentó toda su vida no haber podido ser mecánico de coches, que era su verdadera pasión. Yo sin embargo no tengo nada que lamentar, mi profesión es la que yo he querido tener.
Como es sabido, profesión viene de profesar, y para mí la historia es una cuestión de fe, a la que acudo como un monje a sus rezos, con vocación -otra palabra religiosa- de poder servir a ese nebuloso ser que es la Ciencia, pero también con ganas de servirme de ella para reafirmar mi lugar en el mundo y conocer de dónde vengo. Aunque sea de manera vicaria, y a través de otros, de temas y personajes de los que me separan años, distancias y formas de vida.
Pocos sentimientos más plenos conozco que el ir de archivos. Es un trabajo duro, pesado, incluso físicamente. Tienes que tener el aguante de estar días y días pasando hojas y hojas, generalmente aburridas y sin sentido, hasta que por fin encuentras un párrafo, un informe, una alusión que te permite entender que lo que pensabas hasta ahora, que tu hipótesis de partida, era cierta. O no lo era, y esto te obliga a cambiar por completo lo que tenías previsto. Y si eres honrado, das la vuelta a tu tesis. Porque no hay virtud más importante para un historiador que la honradez, consigo mismo y con sus fuentes. Quien entra al archivo con una idea preconcebida y quien luego sale de él intentando hacer encajar a las fuentes en ella, es a mi juicio tan corrupto como el banquero o el político más expuesto de estos días.
Y luego sales del archivo con tus notas, contento si encontraste algo de lo que buscabas o satisfecho al menos de haber eliminado materiales que sabes ya que no te valen. Muchas veces aprovechas para pasear por los lugares relacionados con la investigación que llevas a cabo, por los espacios en los que habitaron los personajes que crearon la historia que buscas. Estos paseos, este deambular por calles y avenidas, no tienen siempre repercusiones inmediatas en tu trabajo, pero qué importa, sirven al menos para hacerte aspirar el mismo aire, ser bañado por la misma luz del sol, entablar de alguna manera un diálogo con esos seres muertos, olvidados quizá, pero cuya existencia llega al cabo del tiempo a entrecruzarse con la tuya.
Digo a veces, porque generalmente no es así. Sobre todo si estás fuera de casa, si tus archivos están en lugares a los que no puedes volver a menudo, echas a correr en busca de las bibliotecas que te pueden permitir encontrar libros que sólo allí existen -y las bibliotecas siempre cierran después que los archivos, te quedan unas horas para ello-. O bien, si tu investigación lo requiere, tienes una cita en un bar o en su casa con alguno de los últimos testigos de cierto acontecimiento y le haces una entrevista, que generalmente están mayores y puedes perder valiosas informaciones, opiniones de alguien que estuvo allí.
Y al final del día, en la habitación del hotel, de la pensión o de la casa de algún colega o amigo que te permite pernoctar en ella porque, al cabo, los dineros para investigación son pocos y muchas veces salen de tu propio bolsillo, repasas tus notas, piensas en lo que te ha traído el día, quizás ya las hipótesis se estén formando en tu cabeza, o escribes un par de párrafos que luego -a lo mejor- incluyes en el libro o en el artículo. Con la esperanza de que alguna vez sirvan.
Ser historiador es cuestión de trabajo, intuición y sentido común. Pero también de pasión. Conozco compañeros de profesión que han perdido la ilusión que alguna vez tuvieron por esta búsqueda interminable y sin final que es la investigación. Han olvidado la sensación que alguna vez fue suya, cuando eran estudiantes y doctorandos, de salir a la caza de conocimientos, de establecer hipótesis, de discutirlas apasionadamente. Y me parece muy triste, la verdad.
Y hay otra parte de la investigación que yo particularmente venero: cuando llegas de vuelta a la universidad y te enfrentas con la mirada fresca y sin complejos de tus alumnos. Y si tienes la suerte de poder usar algo de lo que investigas en tus clases -no siempre pasa-, advertir cómo son capaces de ver cosas que tú no has visto, y te asombras de que entienden mejor que tú aspectos que te parecían inescrutables. Pero esto siempre puedes también hablarlo con tus doctorandos: qué valientes, decidirse por un doctorado en historia en una época en la que el poder político odia y persigue todo lo que tenga que ver con ella si no sirve para sus fines inmediatos y mezquinos.
Y dejadme ahora que recuerde a algunos de ellos: a Cristina, que se pasó meses en el duro invierno de Varsovia rebuscando la memoria de los opositores polacos al comunismo; a Fernando, que tiene las manos hasta los codos de sangre -metafórica- de tanto trabajo con los siniestros archivos de la Causa General; a Daniel, que se ha buscado la vida como pocos que conozco para poder investigar en los archivos rumanos, sin apoyo alguno y con una madurez envidiable y al que le debo el haber conocido la experiencia de don Emilio, el último prisionero español del Gulag; a Nasrine, que se hizo decenas de entrevistas en Argel sobre los Tiempos Negros, y muchas de ellas muy difíciles e incluso dolorosas; y a Gloria, ahora mismo en una pequeña ciudad polaca, examinando y revisando materiales para una idea que fue sólo suya y que le surgió de la propia vida. Y es que el final son ellos, los estudiantes, los que harán que esta profesión siga rodando, con su criterio y por sus razones, mejor o peor, y uno sólo siente que en este sistema académico preñado de injusticia y capado de financiación no les pueda ofrecer más posibilidades que la de luchar y aguantar. Y sabiendo que ni el esfuerzo ni el talento aseguran nada.
Ojalá alguno de ellos consiga por fin tener la suerte de poder dedicarse a esta profesión. Ojalá, al menos alguno, pueda mantener con los años la pasión por la historia y puedan vivir dignamente de ella. Y entonces, quizá, tengan la suerte de poder encontrar algún día un documento, un papel, unas cartas, unas imágenes, que les reafirmen en la sensación de que tanto esfuerzo ha servido para algo. Como estos papeles manchados de sangre que yo tengo en estos días entre mis manos.