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Sebastián en la laguna

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Algunas tardes, antes de la hora del paseo, iba a dar una vuelta en barca con Sebastián. Una barquita pequeña para cuatro personas como mucho, y apretadas. Sebastián se sentaba en el centro, con los remos, de espaldas a la laguna, y yo atrás, frente a él, mirando cómo se tensaban sus músculos dorados con el esfuerzo, cómo guiñaba los ojos con el sol de la tarde, bajo ya en el horizonte, con los reflejos del sol en la laguna. Acariciaba el agua con los remos y nos íbamos desplazando suavemente muy cerca de la orilla, bordeando los juncos en los que, de vez en cuando, una bandada de patos echaba a volar o chapoteaba escandalosamente. Hablábamos poco en aquellos paseos, yo estaba extasiado mirándole y no era capaz de pronunciar ni una sola palabra que pudiera estropear aquellos bellos momentos (tan bellos que, ahora, al cabo de los años, no sé si puedo recordar alguno mejor), y Sebastián sonreía mirando siempre al sol, te vas a quedar ciego, eso le decía yo, pero a él no le importaba e incluso creo que buscaba quemarse la nariz, como siempre hacía el pobrecico Olivier en cuanto llegaba de su brumosa y gris ciudad extranjera, y estornudaba y los patos echaban a volar y entonces yo no me aguantaba y reía salvajemente (siempre he reído salvajemente) y Sebastián reía también y me salpicaba con los remos.

No os vayáis muy lejos, eso decía mamá, a la que no le hacían ni pizca de gracia las barcas, ni las lagunas, ni los coches, ni las motos, ni las carreteras generales ni las secundarias, ni los hornos, ni las hogueras, ni las fiestas de los pueblos, ni siquiera las bicis, ni las piscinas, ni las peleas, ni los juegos nocturnos en la parte de atrás de los apartamentos, bajo la carretera (el escondite, el rescate, las tinieblas, el churro, el látigo), no os vayáis muy lejos, no metas la mano en el agua, que te arrancará los dedos un lucio, o un barbo, no te quites la gorra, no le dejes remar, Sebastián, que este no sabe, que os ahogáis, no vayáis por el canal, que hay corriente, no os separéis de la orilla, cuidado con los del esquí acuático, que están muy locos, no te pongas de pie en la barca, sentado y agarrado, ni se os ocurra saltar de la barca, os bañáis aquí, delante de mí, que sepáis que no os quito ojo, que os voy a estar mirando, no os vayáis muy lejos, como os pierda de vista llamo a la Guardia Civil.

Qué maja tu madre, qué graciosa, eso decía Sebastián, tú ni te imaginas lo que está haciendo con mi hermano, ni te imaginas, supongo que piensa que a ti te podría haber pasado lo mismo si hubieras sido algo más mayor, que podría pasarle a tus hermanas algún día, por eso tanto cuidado, tantas precauciones, no viven las madres, no viven, que se lo digan a Lola, y no sé qué va a ser de ella el día que Tadeo se muera, aunque Tadeo ya está muerto, ya no está.

Luego se callaba y seguía remando y yo tenía que saludar a mamá que, desde el balcón, lo hacía insistentemente, cada cinco minutos, sin perdernos de vista. Yo cerraba los ojos e imaginaba que Sebastián seguía remando y que la laguna no se acababa nunca y que poco a poco nos alejábamos tanto que ya solo veíamos agua azul y una inabarcable y eterna orilla verde y vacía.

Este fragmento pertenece a mi nueva novela 'Sebastián en la laguna', que acaba de ser publicada por la Editorial Egales).


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Portada del libro. Foto: HERBERT LIST.

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