El sentimiento es uno y es múltiple, la mayoría de las veces es, por suerte, un agregado. Si se presenta puro, uno casi no lo aguanta: el amor o el odio puros hacen tanto daño que uno preferiría no sentirlos. La noche en que decidí acabar con nuestro matrimonio odié a mi mujer de esa manera en que el odio puede llevar al asesinato. La odié hasta desear su muerte con el más despiadado de los desprecios. La odié con esa fuerza que se acumula en la garganta, una energía que, desatada, pronunciada, podría descuartizar un alma. Solo nos separaba un tabique, pero había una unión malsana que nos estrechaba en un mismo abrazo, la unión de mi odio, de la que no lograba zafarme. Lloraba, tal vez también lloraba para neutralizar ese odio.
De tiempo en tiempo, a través de la pared oía sollozar a Regina, pero imaginarla no me conmovía, sino, al contrario, con cada gemido mi rencor se blindaba más firmemente contra cualquier compasión. Recordé las pocas escenas de muerte en mi vida, la mayoría de animales sacrificados o de humanos inertes: el cadáver de una mujer recientemente atropellada por un tren, expuesto junto a las vías; el chorro de sangre que manaba de la cabeza desplumada de las gallinas que mi madre cocinaba luego; el cuerpo presente del abuelo de un amiguito, en la infancia, opaco en medio de una habitación velada por llantos ahogados y lutos de personas mayores; conejos ajusticiados de un golpe seco en la nuca; gatos aplastados por los coches; erizos, ratas, moscas... En su mayor parte eran escenas sin acción. La muerte es el efecto de una acción, a veces visible, a veces invisible, pero muy pocas veces había sido testigo del encadenamiento fatal. Ahora tampoco presentía las acciones que acabarían con la vida de mi mujer para así saciar mi rencor. No. Me contentaba con representarme su cuerpo roto sobre la cama o en el suelo de la habitación. No había sangre, sólo inmovilidad, una torsión nueva en su boca, su sien izquierda hundida, pero sin hematomas, sus miembros levemente dislocados.
Comencé a rascarme la base del cuello igual que se rasca un perro. Ladré dos veces con violencia y me revolví en el sofá sobre un costado, como para lamerme, pero sin dejar de contemplar la visión de mi derrota.
De tiempo en tiempo, a través de la pared oía sollozar a Regina, pero imaginarla no me conmovía, sino, al contrario, con cada gemido mi rencor se blindaba más firmemente contra cualquier compasión. Recordé las pocas escenas de muerte en mi vida, la mayoría de animales sacrificados o de humanos inertes: el cadáver de una mujer recientemente atropellada por un tren, expuesto junto a las vías; el chorro de sangre que manaba de la cabeza desplumada de las gallinas que mi madre cocinaba luego; el cuerpo presente del abuelo de un amiguito, en la infancia, opaco en medio de una habitación velada por llantos ahogados y lutos de personas mayores; conejos ajusticiados de un golpe seco en la nuca; gatos aplastados por los coches; erizos, ratas, moscas... En su mayor parte eran escenas sin acción. La muerte es el efecto de una acción, a veces visible, a veces invisible, pero muy pocas veces había sido testigo del encadenamiento fatal. Ahora tampoco presentía las acciones que acabarían con la vida de mi mujer para así saciar mi rencor. No. Me contentaba con representarme su cuerpo roto sobre la cama o en el suelo de la habitación. No había sangre, sólo inmovilidad, una torsión nueva en su boca, su sien izquierda hundida, pero sin hematomas, sus miembros levemente dislocados.
Comencé a rascarme la base del cuello igual que se rasca un perro. Ladré dos veces con violencia y me revolví en el sofá sobre un costado, como para lamerme, pero sin dejar de contemplar la visión de mi derrota.