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A veces me gusta pensar en nada, a veces me gusta no pensar

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Me pregunto a veces si soy demasiado radical. Otras me pregunto si simplemente soy cabezón, un pesado repetitivo que todo el mundo odia. También me suelo plantear si seré demasiado vago. Si seré yo el culpable, esa gota ausente que, con otras miles de gotas puede romper esa presa obstructora, pero no lo hace. Otras veces, simplemente, me dan ganas de olvidarme de todo y me siento a pensar en nada o simplemente a no pensar, no sé muy bien cómo definirlo. Olvidarme de toda esta mierda de sociedad. Al fin y al cabo podemos prescindir de ella y vivir al margen en algún que otro lugar del mundo que haya conseguido resistir al sistema-mundo, ya sea en el corazón del Amazonas, en la sabana africana o en los poblados Amish de EEUU. Olvidarme de mi entorno, de la inventada nación a la que pertenezco o quieren que pertenezca y pasar de sus problemas. Problemas que, por ese mismo concepto inventado de nación, que después se convertirá en Estado-nación (o viceversa, como os apetezca) puedo hacer mías, o no.

El caso es que esta vez he decidido ser cabezón, ser pesado, que todos me odien (y creedme, lo he conseguido) y he decidido, junto a mis compañeros de piso, mantener la bandera republicana más allá del día 19 de junio puesta en la ventana. Ese día glorioso para la nación a la que pertenezco, o quieren que pertenezca. He decidido hacer míos sus problemas. He decidido ser parte de esa marea republicana que gota a gota ha dejado en entredicho la legitimidad del sistema de Estado al que pertenezco, o quieren que pertenezca. He decidido ser radical, y romper con las normas, ser revolucionario... O eso creía.

Eso creía hasta que la bandera ha aparecido manchada de huevos, el felpudo de casa (que amablemente decía: ¡Bienvenido!) ha desaparecido, y mi compañera de piso se ha sobresaltado al escuchar un golpe en su ventana. Golpe que probablemente procedía del edificio de en frente, y que nos ha roto los cristales. He puesto en entredicho entonces quién es el radical.

La calle Ferraz de Madrid, esa calle en el cual, unos cuantos números más adelante, se toman decisiones más importantes para esa nación a la que pertenezco, o quieren que pertenezca, se ha vuelto en contra de cuatro estudiantes universitarios, empezando una especie de escalada nuclear vecinal unilateral, dejando en evidencia la falta de tolerancia y democracia que supone la institución monárquica, representada en cierto modo por sus seguidores, entre los cuales se encuentran algún que otro policía que han ignorado nuestras quejas.

Tras esta declaración de guerra (que yo no estoy dispuesto a aceptar) me he puesto a pensar en nada, o a no pensar de nuevo. Me he preguntando si merece la pena seguir con la bandera puesta. Bandera de esa nación a la que pertenezco, o quieren que pertenezca, o es mejor retirarla, y ser un vago, retirarme de esa marea que hace unos pocos días inundaba las calles de la capital de ese Estado al que pertenezco, o quieren que pertenezca, pero que hoy apenas llega a ser un riachuelo.

Pero esta vez me daba miedo hacerlo enfrente de la ventana. Me gusta pensar en nada, o no pensar enfrente de la ventana, pero está rota, por lo que me he sentado en frente del ordenador y me ha salido esto. Espero no haber resultado demasiado pesado.

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