160.000 muertos. 6 millones de desplazados internos y 2,5 millones de refugiados fuera de las fronteras que trazaron hace ya casi un siglo británicos y franceses para sus protectorados en Oriente Próximo. Los casos de muerte por hambre rondan la cincuentena. El Observatorio Sirio de Derechos Humanos sigue con la cuenta de la hemorragia humana. A un lado, el régimen dictatorial de Bachar al-Asad. A otro, un mosaico de facciones rebeldes, desde los moderados del Ejército Libre Sirio (ELS) a los islamistas radicales de Al Nusra o el Estado Islámico de Irak y el Levante (EIIL). En medio, tratando de sobrevivir a la guerra, a las penosas condiciones de vida y a las brutales violaciones de derechos fundamentales desde uno y otro bando, la verdadera víctima de esta tragedia: el pueblo sirio.
Pero el pueblo sirio ya no protagoniza las portadas de nuestros diarios. La tragedia siria, a base de prolongarse, se ha banalizado, convirtiéndose en un continuum del que no se avista un final próximo. A ojos de Occidente, la guerra civil siria ha pasado a formar parte del estado natural de las cosas, como la pobreza en África o los incendios forestales estivales. Las fotografías, los vídeos y los testimonios que nos traen nuestros valientes corresponsales o freelancers, en los excepcionales casos en que consiguen la financiación que les permita emprender la odisea, han dejado de impactarnos. El crecimiento de las cifras de fallecidos, refugiados o víctimas de todo tipo de persecuciones no es ya más llamativo para el ciudadano occidental que el aumento de las temperaturas como consecuencia del cambio climático o de las cantidades estafadas por representantes políticos de uno y otro color.
De vez en cuando asistimos a un repunte de la atención del circo mediático a la situación en el país mediterráneo. Un alto cargo de la diplomacia occidental o de algún organismo internacional de teórica trascendencia declara su rechazo al conflicto y llama a la búsqueda de una solución por ambas partes. Quizás, algún punto álgido en la escalada militar (caracterizada en los últimos momentos por el avance de las tropas del dictador y la pérdida de posiciones del ELS) llega a merecer un sitio en el noticiero. Sobre todo si vende tanto como las crucifixiones realizadas por los fundamentalistas religiosos o la última atrocidad armamentística de al-Asad (léase bombas de racimo, bombas de barril, gas sarín, cloro gaseoso, etc.). Empieza entonces el paripé diplomático: punta, tacón, punta, una danza perfectamente calculada, pero el statu quo internacional sigue inamovible, la guerra igual de cruenta y Occidente sigue viendo las imágenes del sufrimiento sirio desde su cómodo sofá, eso sí, cada vez menos afectado, hasta el punto de llegar a olvidarlo segundos después.
¿Por qué hemos aceptado la validez universal de esta memoria de pez en lo que concierne a la política internacional? Hasta cierto punto podría resultar comprensible. Los medios de comunicación, en su mayoría empresas privadas que llevan al límite las premisas capitalistas de búsqueda del máximo beneficio y de priorizar este sobre cualquier otro valor ético o deontológico, obtienen sus ingresos de las exclusivas y las portadas capaces de atraer a más consumidores. Su función, defienden algunos, no es recordarnos los problemas del sistema-mundo, sino hacer dinero de aquello que puedan convertir en noticia. Poco importa que el argumento de la financiación pierda su validez al tratarse de los medios de comunicación públicos. El criterio para elegir las noticias sigue respondiendo a la ley de la oferta y la demanda, una ecuación en la que el sufrimiento humano ni siquiera tiene una variable propia.
Tampoco hay que cebarse con el circo mediático. También la clase política tiene su parte de responsabilidad. Pocos movimientos han efectuado representantes políticos regionales, nacionales e internacionales para tratar de frenar el desastre, o al menos de disminuir eso que el discurso hegemónico llama daños colaterales. No importa cuántos ciudadanos o por qué canales reclamen una actuación, tampoco cuántos informes desoladores publiquen las organizaciones humanitarias que logran sortear los impedimentos del Estado sirio, así como el fuego cruzado entre los contendientes. No importan las advertencias sobre el peligro que la guerra civil pueda suponer a escala internacional. No importa porque si alguna conclusión hemos sacado de los conflictos en el África subsahariana, en el Sáhara Occidental o en Palestina es que al final las tragedias humanas desaparecerán del discurso político, de las portadas y de los telediarios y serán sustituidos por los grandes partidos de fútbol o las novedades en corrupción institucional. Y Siria no será la excepción que confirme la regla.
Hace unos días, Miguel Ángel Bastenier, en una columna publicada en el diario El País, llegaba a conclusiones, cuanto menos, inquietantes. Habiéndose erigido el Estado Islámico como archienemigo de Occidente en esta parte del mundo, dice el periodista, solo queda al-Asad para frenarle los pies al demonio yihadista. ¿Saben esto nuestro líderes y nuestros diplomáticos? ¿Es ese el motivo de su silencio, de la sentencia al ostracismo a la que ha sido condenado el pueblo sirio?
Día tras día, el ELS pierde fuerzas, y con él las reivindicaciones democráticas que un día el pueblo sirio izó como bandera. Mermados sus apoyos, hostigados tanto por el ejército del dictador como por los rebeldes islamistas, olvidados por las potencias occidentales, todo apunta a que recorren un laberinto kafkiano del que difícilmente encontrarán la salida. No veremos entonces más portadas sobre el sufrimiento de los sirios: solo quedarán islamistas contra al-Asad, yihadistas contra el dictador que contó con el beneplácito del establishment durante tantos años. Imaginen, pues, quién será el bueno de la historia, y quién volverá a pagar el precio de este conflicto, quién tendrá que seguir llorando a sus muertos en silencio, en aquel país cuyas fronteras trazaron hace casi un siglo los vencedores de la Gran Guerra.
Pero el pueblo sirio ya no protagoniza las portadas de nuestros diarios. La tragedia siria, a base de prolongarse, se ha banalizado, convirtiéndose en un continuum del que no se avista un final próximo. A ojos de Occidente, la guerra civil siria ha pasado a formar parte del estado natural de las cosas, como la pobreza en África o los incendios forestales estivales. Las fotografías, los vídeos y los testimonios que nos traen nuestros valientes corresponsales o freelancers, en los excepcionales casos en que consiguen la financiación que les permita emprender la odisea, han dejado de impactarnos. El crecimiento de las cifras de fallecidos, refugiados o víctimas de todo tipo de persecuciones no es ya más llamativo para el ciudadano occidental que el aumento de las temperaturas como consecuencia del cambio climático o de las cantidades estafadas por representantes políticos de uno y otro color.
De vez en cuando asistimos a un repunte de la atención del circo mediático a la situación en el país mediterráneo. Un alto cargo de la diplomacia occidental o de algún organismo internacional de teórica trascendencia declara su rechazo al conflicto y llama a la búsqueda de una solución por ambas partes. Quizás, algún punto álgido en la escalada militar (caracterizada en los últimos momentos por el avance de las tropas del dictador y la pérdida de posiciones del ELS) llega a merecer un sitio en el noticiero. Sobre todo si vende tanto como las crucifixiones realizadas por los fundamentalistas religiosos o la última atrocidad armamentística de al-Asad (léase bombas de racimo, bombas de barril, gas sarín, cloro gaseoso, etc.). Empieza entonces el paripé diplomático: punta, tacón, punta, una danza perfectamente calculada, pero el statu quo internacional sigue inamovible, la guerra igual de cruenta y Occidente sigue viendo las imágenes del sufrimiento sirio desde su cómodo sofá, eso sí, cada vez menos afectado, hasta el punto de llegar a olvidarlo segundos después.
¿Por qué hemos aceptado la validez universal de esta memoria de pez en lo que concierne a la política internacional? Hasta cierto punto podría resultar comprensible. Los medios de comunicación, en su mayoría empresas privadas que llevan al límite las premisas capitalistas de búsqueda del máximo beneficio y de priorizar este sobre cualquier otro valor ético o deontológico, obtienen sus ingresos de las exclusivas y las portadas capaces de atraer a más consumidores. Su función, defienden algunos, no es recordarnos los problemas del sistema-mundo, sino hacer dinero de aquello que puedan convertir en noticia. Poco importa que el argumento de la financiación pierda su validez al tratarse de los medios de comunicación públicos. El criterio para elegir las noticias sigue respondiendo a la ley de la oferta y la demanda, una ecuación en la que el sufrimiento humano ni siquiera tiene una variable propia.
Tampoco hay que cebarse con el circo mediático. También la clase política tiene su parte de responsabilidad. Pocos movimientos han efectuado representantes políticos regionales, nacionales e internacionales para tratar de frenar el desastre, o al menos de disminuir eso que el discurso hegemónico llama daños colaterales. No importa cuántos ciudadanos o por qué canales reclamen una actuación, tampoco cuántos informes desoladores publiquen las organizaciones humanitarias que logran sortear los impedimentos del Estado sirio, así como el fuego cruzado entre los contendientes. No importan las advertencias sobre el peligro que la guerra civil pueda suponer a escala internacional. No importa porque si alguna conclusión hemos sacado de los conflictos en el África subsahariana, en el Sáhara Occidental o en Palestina es que al final las tragedias humanas desaparecerán del discurso político, de las portadas y de los telediarios y serán sustituidos por los grandes partidos de fútbol o las novedades en corrupción institucional. Y Siria no será la excepción que confirme la regla.
Hace unos días, Miguel Ángel Bastenier, en una columna publicada en el diario El País, llegaba a conclusiones, cuanto menos, inquietantes. Habiéndose erigido el Estado Islámico como archienemigo de Occidente en esta parte del mundo, dice el periodista, solo queda al-Asad para frenarle los pies al demonio yihadista. ¿Saben esto nuestro líderes y nuestros diplomáticos? ¿Es ese el motivo de su silencio, de la sentencia al ostracismo a la que ha sido condenado el pueblo sirio?
Día tras día, el ELS pierde fuerzas, y con él las reivindicaciones democráticas que un día el pueblo sirio izó como bandera. Mermados sus apoyos, hostigados tanto por el ejército del dictador como por los rebeldes islamistas, olvidados por las potencias occidentales, todo apunta a que recorren un laberinto kafkiano del que difícilmente encontrarán la salida. No veremos entonces más portadas sobre el sufrimiento de los sirios: solo quedarán islamistas contra al-Asad, yihadistas contra el dictador que contó con el beneplácito del establishment durante tantos años. Imaginen, pues, quién será el bueno de la historia, y quién volverá a pagar el precio de este conflicto, quién tendrá que seguir llorando a sus muertos en silencio, en aquel país cuyas fronteras trazaron hace casi un siglo los vencedores de la Gran Guerra.