Un hombre semidesnudo respira con fuerza sobre el escenario. Es joven y está muy delgado. Suda. Se le marcan las costillas cuando coge aire.
Se llama Orfeo y canta ópera sin abrir la boca.
En alrededor de dos horas de función llora dos veces a su esposa Eurídice, muerta, resucitada y de nuevo muerta a manos de los nervios de su amado. Orfeo y Eurídice, la ópera basada en el mito griego con música de Christoph W. Gluck, se despidió este lunes del Teatro Real con una función de gran belleza y sensibilidad. En el sobrio escenario no había un Orfeo, sino dos. No había una Eurídice, sino dos.
La coreografía de Pina Bausch, otro mito -en este caso de la danza contemporánea-, convirtió la obra en una ópera danzada. Bausch ideó en 1975 un Orfeo en el que no se entiende a las cantantes sin su respectivo bailarín. Cada personaje se desdobla en una cantante y un cuerpo en movimiento. Ambos dialogan entre sí y con el resto de personajes, todo un reto para la gestión de la escena (puedes ver más abajo vídeo y fotos).
Bausch murió en 2009, pero cuatro años antes vio cómo la obra pasaba a engrosar el repertorio del Ballet de la Ópera de París, encargado también del montaje que se pudo ver en Madrid en las tres funciones del Teatro Real.
La propuesta era de antemano muy atractiva y venía apuntalada por dos grandes y alargadas sombras. La de la propia Bausch y la de Gerard Mortier, el ex director artístico del teatro, encargado de la programación del espectáculo y que falleció este mismo año.
Junto al coro y ensemble Balthasar-Neumann, el ballet de la Ópera de París desplegó un espectáculo que abre la puerta de unas merecidas vacaciones al coliseo madrileño, cuya temporada ha sido mucho más que una montaña rusa de emociones y cambios.
UNA ÚLTIMA ESCENA QUE CORTA LA RESPIRACIÓN
La desbordante creatividad de Bausch tejió una obra basada en cuatro escenas (Duelo, Violencia, Paz y Muerte), con un final que corta la respiración. En el último retablo, Orfeo y Eurídice juguetean, se contorsionan y se persiguen por el escenario sin poder mirarse, ya que de hacerlo prematuramente, Eurídice moriría. La tensión sostenida durante minutos da lugar, casi de repente, al fugaz encuentro, emocionante y dolorosísimo, y el célebre Che farò senza Eurídice (Qué haré sin Eurídice, en este caso, como toda la obra, en alemán), el ária con la que Orfeo llora a su amada. El bailarín (Stéphane Bullion) permanece entonces de espaldas, sobre sus rodillas, petrificado, mientras su cuerpo inmóvil digiere la muerte.
El resto de escenas, comenzando por un Duelo y una Violencia repletas de ingenio y picardía, demostraron el ingente trabajo intelectual y la profundidad de la obra, que es doblemente original. Si Gluck consiguió reformar la ópera como género deshaciéndose de convenciones pasadas, Pina Bausch logra convertir en un espectáculo contemporáneo una partitura clásica del repertorio operístico que lleva casi 250 años escrita.
El conjunto Balthasar-Neumann, dirigido con precisión y solvencia por Thomas Hengelbrock, dio al Che farò una delicadeza e intensidad poco habituales, con un tempo lento y el lucimiento de la mezzo Maria Riccarda Wesseling. Los silencios dramáticos que rodean a la muerte de Eurídice, excelentemente introducidos, aceleraron los latidos de más de uno. Casi tanto como la pobre actuación de la soprano Jaël Azzaretti, en el papel de Amor, el tercer personaje en la trama.
Probablemente para no distraer al espectador, el teatro prescindió en esta ocasión de los sobretítulos con el texto cantado, una elección que bien podría ser complementada con el texto en el programa de mano para no hurtar una parte fundamental de la obra.
Toda la obra está impregnada de una gran musicalidad. El vestuario, muy blanco y muy negro, mete al espectador en un mundo de vivos y muertos bien cimentado por la presencia de un árbol caído, una Eurídice muerta y gigante, Furias que tejen un laberinto en el infierno o temibles cancerberos. Mención aparte merecen las ofrendas fallidas de las mujeres, en especial la de una manzana inalcanzable que introduce comicidad y dramatismo. Finalmente, Eurídice (Yun Jung Choi cantaba, Marie-Agnès Gillot bailaba) se vistió de rojo pasión para recordar, con sus elegantes pasos, que la tragedia puede ser infinitamente bella.
El coro y el propio Hengelbrock recibieron una gran ovación en unos saludos que tuvieron al público aplaudiendo alrededor de siete minutos. Orfeo y Eurídice (dos cantantes y dos bailarines) también recibieron el cariño de un teatro que valoró el emocionante dolor de la obra, pero sobre todo la originalidad del lenguaje y la profesionalidad en la puesta en escena.
Lo complejo se hizo sencillo en una experiencia que tardará en ser olvidada. Costillas que cantaban ópera.
Se llama Orfeo y canta ópera sin abrir la boca.
En alrededor de dos horas de función llora dos veces a su esposa Eurídice, muerta, resucitada y de nuevo muerta a manos de los nervios de su amado. Orfeo y Eurídice, la ópera basada en el mito griego con música de Christoph W. Gluck, se despidió este lunes del Teatro Real con una función de gran belleza y sensibilidad. En el sobrio escenario no había un Orfeo, sino dos. No había una Eurídice, sino dos.
La coreografía de Pina Bausch, otro mito -en este caso de la danza contemporánea-, convirtió la obra en una ópera danzada. Bausch ideó en 1975 un Orfeo en el que no se entiende a las cantantes sin su respectivo bailarín. Cada personaje se desdobla en una cantante y un cuerpo en movimiento. Ambos dialogan entre sí y con el resto de personajes, todo un reto para la gestión de la escena (puedes ver más abajo vídeo y fotos).
Bausch murió en 2009, pero cuatro años antes vio cómo la obra pasaba a engrosar el repertorio del Ballet de la Ópera de París, encargado también del montaje que se pudo ver en Madrid en las tres funciones del Teatro Real.
La propuesta era de antemano muy atractiva y venía apuntalada por dos grandes y alargadas sombras. La de la propia Bausch y la de Gerard Mortier, el ex director artístico del teatro, encargado de la programación del espectáculo y que falleció este mismo año.
Junto al coro y ensemble Balthasar-Neumann, el ballet de la Ópera de París desplegó un espectáculo que abre la puerta de unas merecidas vacaciones al coliseo madrileño, cuya temporada ha sido mucho más que una montaña rusa de emociones y cambios.
UNA ÚLTIMA ESCENA QUE CORTA LA RESPIRACIÓN
La desbordante creatividad de Bausch tejió una obra basada en cuatro escenas (Duelo, Violencia, Paz y Muerte), con un final que corta la respiración. En el último retablo, Orfeo y Eurídice juguetean, se contorsionan y se persiguen por el escenario sin poder mirarse, ya que de hacerlo prematuramente, Eurídice moriría. La tensión sostenida durante minutos da lugar, casi de repente, al fugaz encuentro, emocionante y dolorosísimo, y el célebre Che farò senza Eurídice (Qué haré sin Eurídice, en este caso, como toda la obra, en alemán), el ária con la que Orfeo llora a su amada. El bailarín (Stéphane Bullion) permanece entonces de espaldas, sobre sus rodillas, petrificado, mientras su cuerpo inmóvil digiere la muerte.
El resto de escenas, comenzando por un Duelo y una Violencia repletas de ingenio y picardía, demostraron el ingente trabajo intelectual y la profundidad de la obra, que es doblemente original. Si Gluck consiguió reformar la ópera como género deshaciéndose de convenciones pasadas, Pina Bausch logra convertir en un espectáculo contemporáneo una partitura clásica del repertorio operístico que lleva casi 250 años escrita.
El conjunto Balthasar-Neumann, dirigido con precisión y solvencia por Thomas Hengelbrock, dio al Che farò una delicadeza e intensidad poco habituales, con un tempo lento y el lucimiento de la mezzo Maria Riccarda Wesseling. Los silencios dramáticos que rodean a la muerte de Eurídice, excelentemente introducidos, aceleraron los latidos de más de uno. Casi tanto como la pobre actuación de la soprano Jaël Azzaretti, en el papel de Amor, el tercer personaje en la trama.
Probablemente para no distraer al espectador, el teatro prescindió en esta ocasión de los sobretítulos con el texto cantado, una elección que bien podría ser complementada con el texto en el programa de mano para no hurtar una parte fundamental de la obra.
Toda la obra está impregnada de una gran musicalidad. El vestuario, muy blanco y muy negro, mete al espectador en un mundo de vivos y muertos bien cimentado por la presencia de un árbol caído, una Eurídice muerta y gigante, Furias que tejen un laberinto en el infierno o temibles cancerberos. Mención aparte merecen las ofrendas fallidas de las mujeres, en especial la de una manzana inalcanzable que introduce comicidad y dramatismo. Finalmente, Eurídice (Yun Jung Choi cantaba, Marie-Agnès Gillot bailaba) se vistió de rojo pasión para recordar, con sus elegantes pasos, que la tragedia puede ser infinitamente bella.
El coro y el propio Hengelbrock recibieron una gran ovación en unos saludos que tuvieron al público aplaudiendo alrededor de siete minutos. Orfeo y Eurídice (dos cantantes y dos bailarines) también recibieron el cariño de un teatro que valoró el emocionante dolor de la obra, pero sobre todo la originalidad del lenguaje y la profesionalidad en la puesta en escena.
Lo complejo se hizo sencillo en una experiencia que tardará en ser olvidada. Costillas que cantaban ópera.