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El otro Alex

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El pasado 20 de julio por la tarde, cuando se dirigía a Zaragoza con su coche, el actor bilbaíno Álex Angulo sufrió un accidente mortal. Tenía 61 años, una mujer y una hija. Podía presumir, aunque nunca lo hacía, de una vida y una carrera ejemplares. La noticia cayó como un hachazo: era un ser adorado por todos los que le conocían y un intérprete muy apreciado por el público. Si ese instante fatal no hubiese sucedido, Álex se habría reincorporado el lunes 21 al rodaje de Bendita calamidad, una película que había desatado muchas ilusiones. Se trata del primer largometraje dirigido por Gaizka Urresti, una comedia basada en la novela de Miguel Mena. Álex interpretaba el papel del obispo de Tarazona que, en la trama, es secuestrado por error. La vida nos ha vuelto a recordar su terrorífica capacidad para ensañarse con cualquiera, del modo más cruel e insospechado: Álex es la primera figura del cine español fallecida en accidente de tráfico. Maldita calamidad. Hay párrafos que parecen el relato de una pesadilla y este que acabo de escribir es uno de ellos.

La muerte de Álex enseguida se convirtió en trending topic, invadió la red y ocupó un pedazo de las portadas de todos los diarios. Pero, en realidad, él jamás había disparado tanto interés mediático y social. Álex pertenecía al paisaje de la gente pero la gente solo reparaba en él cuando lo veía trabajar. Eso, a él, ya no le podía gustar más. Como sostenía Fernando Fernán-Gómez, la profesión de actor es muy propicia para que hacia ella se vean atraídas personas profundamente tímidas a las que la actuación les permite quitarse el miedo a hacer cosas que ni locos harían si no fuera porque un guión se lo exige. Álex era uno de esos tímidos. Pero tampoco era de los que, en la vida real, para esconder su timidez y sus inseguridades, sobreactúan y no cesan de subrayar que ellos son eso, actores. Álex era el antiexhibicionista, el antidivo. Si alguien que no lo conocía se lo encontraba en un bar, lo último que podía pensar de él es que se dedicaba a la interpretación. El oficio de actor es uno de los más raros que se pueden elegir si se aspira a pasar inadvertido por la calle pero Álex, en cierta manera, lo consiguió.

Su afán de no adquirir protagonismo en la vida cotidiana era una metáfora descarada de la clase de actor que era. Antes de irse, Álex ya había pasado a la historia de los grandes secundarios españoles, una tradición muy ilustre que incluye a Pepe Isbert, Juan Espantaleón, Félix Fernández, Rafaela Aparicio, María Luisa Ponte o Chus Lampreave. Álex no daba la sensación de ser la estrella ni siquiera cuando lo era. El día de la bestia es un ejemplo perfecto. Su trabajo como el padre Ángel Berriatúa, uno de sus escasísimos protagonistas, era antológico y fue candidato al Goya. Sin embargo, el que atrajo la mayoría de las miradas fue Santiago Segura y el que ganó el Goya al actor protagonista fue Javier Bardem. Por descontado, a Álex le hubiera gustado ganar ese Goya o alguno de los otros dos en los que fue finalista. Pero, en el fondo, él se sentía muy cómodo caminando por carreteras secundarias, en un segundo plano, en el lugar justo para disfrutar del sol sin que le cegara los ojos.

Álex era eficaz, disciplinado, versátil y siempre lo hacía todo muy fácil. Ofrecía con una naturalidad apabullante una gama muy extensa de colores interpretativos y recorría con enorme solvencia el cine, el teatro, la televisión, el drama, la comedia, la tragedia, la tragicomedia, el esperpento, el sainete, lo patético o lo tierno. Se adaptaba a todo tipo de personajes, historias, ambientes, presupuestos y directores. En los 80 fue un actor fetiche de los cineastas vascos que comenzaban a brillar (Imanol Uribe, Enrique Urbizu, Álex de la Iglesia) y, en los últimos tiempos, se había convertido en el actor fetiche de los cineastas aragoneses en sus operas primas. Es muy llamativo advertir cómo los cuatro directores aragoneses que han debutado en el largometraje en los tres últimos años contaron con Álex. Además de Gaizka, Paula Ortiz (De tu ventana a la mía), Alejandro Cortés ("Refugios) e Ignacio Estaregui, director de Justi&Cia, que se estrenará en noviembre. A Álex le privaba la pasión de los que empiezan.

Nada más conocer su muerte Álex de la Iglesia escribió este tuit: "Dios". Y, a los 22 minutos, este otro: "No me lo puedo creer. Estoy en un bus volviendo a Madrid. No sé qué hacer". En el rodaje de Todo por la pasta, donde él era director artístico, le propuso protagonizar su primer corto, Mirindas asesinas, una genialidad brutal de once minutos. Luego, vinieron Acción mutante, El día de la bestia y todo lo demás. Álex de la Iglesia fue quien me lo presentó en aquella época, primeros 90, cuando algunos no tenían muy claro cómo se apellidaba pero todos sabían que se llamaba Álex, como Álex de la Iglesia. La coincidencia hizo que yo escuchara más de una vez un diálogo que tenía su aquel. "¿Habéis visto a Álex?", preguntaba uno. "¿Qué Álex, de la Iglesia?", decía alguien. Y el primero respondía: "No, el otro Álex".

Era sencillo que Álex pasara inadvertido pero, a su estilo, resultaba inolvidable. Mi madre no lo había visto en los últimos 18 años pero lo recordaba muy bien. Él e Icíar Bollaín se quedaron en casa cuando vinieron a Zaragoza a presentar Hola, ¿estás sola?, otra buena opera prima que buscó su humildad y su talento. Una noche que disfrutamos mucho fue la que compartimos en la Nicolasa, una noche de diciembre de 2000, cuando el Festival de Jóvenes Realizadores de Zaragoza rindió homenaje a Álex de la Iglesia y él y Carmen Maura se acercaron a darle una sorpresa a su amigo. Cada vez que nos veíamos, Álex me preguntaba por mi familia. La última vez que lo vi fue en el Paraninfo de la Universidad, cuando vino a presenciar un coloquio con David Trueba, Javier Cámara y Jorge Sanz. Álex se encontraba camuflado entre el público pero no se manifestó ni se acercó a saludarnos hasta que todo había acabado y ya estábamos en la calle. Le invitamos a acompañarnos a cenar pero nos explicó que a las diez tenía que estar en la cama: al día siguiente Ignacio Estaregui le aguardaba para rodar.

Álex también era el antiplasta. No te daba la brasa con sus cosas, no resultaba invasivo ni inoportuno. Siempre era confortable, encantador, divertido y cómplice. Nunca pedía nada, ni un favor, ni un papel, ni una portada de esas que algunos sólo protagonizan cuando se van.


Este artículo se publicó originalmente en el diario 'Heraldo de Aragón'.





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