Una colonoscopia. Ya sólo la palabrita me produce miedo. Es algo que llevo posponiendo un tiempo. Es lo que te suelen regalar por tu 50 cumpleaños. "¡Eh, felicidades! Aquí tienes: ¡una colonoscopia envuelta en papel de regalo!" Afortunadamente, todavía no venden kits de colonoscopias para llevar a casa; en ese caso, todo el mundo mentiría sobre su edad y se quedarían en 49. Mi marido tuvo que arrastrarme a la consulta del médico mientras yo pataleaba y gritaba, porque me rebelaba contra la idea de que me metiesen una cámara ya sabes donde. ¿A quién demonios le puede gustar? "¡Oh, qué preciosa mañana! Hoy es el día perfecto para hacerse una colonoscopia".
Por desgracia, es algo a lo que te tienes que enfrentar cuando alcanzas cierta edad. Yo dije que sólo lo pasaría por ahí si mi marido lo hacía el mismo día que yo. "¡La familia que se hace una colonoscopia unida, permanece unida!". Mi marido iba con cuatro años de retraso, así que estaba deseando hacérsela. Él tiene un problema de pólipos, así que se llevó el dos por uno: te meten una cámara por dos orificios y todo por el mismo precio. La primera pregunta que le hizo al médico fue para asegurarse de que la cámara que iban a utilizar para explorar su colon no iba a ser la misma que usarían para la garganta. El sonriente doctor le dijo que sí se trataba de la misma cámara, pero que no se preocupara, porque antes de bajar al sur le explorarían la garganta. Ahí fue cuando interrumpí su conversación y dije: "Ni se os ocurra utilizar la misma cámara conmigo! ¡Yo paso primero!"
Después de muchas bromas por parte de nuestros amigos y de muchos consejos ("Tomaos los medicamentos mezclados con Gatorade", "Utilizad toallitas húmedas, las vais a necesitar"), tuvimos que enfrentarnos a la dura tarea del día de preparación, que es el día antes de la prueba. No está permitido comer en 24 horas, solamente se pueden tomar líquidos. Bueno, y ese medicamento en polvo que está asqueroso, que tienes que mezclar con líquido y beber a litros para limpiar el colon. Dicho de otra manera, no salgas de casa, porque tus partes traseras van a darte un buen viaje a la velocidad de la luz. Ah, otro consejo más: si vas a pasar por este pequeño ejercicio de gimnasia de colon, no comas maíz la misma semana de la prueba. Confía en mí; te arrepentirás si lo haces.
El día de preparación, me sentí como una concursante de Supervivientes. El hecho de no poder comer, para una glotona como yo, es el equivalente a estar en una cárcel en la que 24 horas parecen más bien 24 años. Empecé dando sorbos a un caldo de pollo y a un zumo de manzana hasta que sentí que iba a empezar a cacarear y a picotear las frutas. Mi marido estaba igual de mal que yo. Nunca le he visto mirar con esa cara de deseo al puñado de bretzels que mi hijo se estaba comiendo delante de nosotros. Estaba muriéndome de hambre, dispuesta a rebuscar entre las flores de mi jardín o a mordisquear las patas de madera del sofá. Hasta el perro me empezaba a parecer apetitoso. Pero el médico había dicho: "Sólo líquidos". Me preguntaba si eso incluiría ginebra o vodka.
A las dos de la tarde se suponía que teníamos que empezar a beber el líquido de lavado, esa cosa que te limpia todo el sistema. Así que mezclamos los polvos con Gatorade de lima-limón y empezamos a sorber. Fue como en esos juegos de la universidad: mi marido y yo, frente a frente junto al fregadero, intentando superar al contrincante. Podía oír a los chicos animando: "¡Traga, traga, traga!".
Hasta aquí, todo bien.
Quince minutos más tarde, cuando estábamos sentados en el sofá viendo el canal de comidas (somos comilones hasta para eso), escuché el primer trueno. Era como el Vesubio preparándose para estallar. Miré a mi marido: "¿Ha sido tu estómago o el mío?". Gluglú, gluglú... Y luego: "¡OH, DIOS MÍO!" Ahí empezó la carrera hacia el baño. Afortunadamente, tenemos dos lavabos en la casa porque, si no fuera así, uno de los dos tendría que haber utilizado un cubo. No se trataba de una necesidad, sino de una exigencia por parte de los intestinos, que gritaban: "¡AHORA!". Una pena que no tengamos televisión en el baño, porque estoy segura de que la habría utilizado después de estar cinco horas sentada ahí.
El día de la prueba ya no me daba miedo lo que me iban a hacer, pues estaba híper concentrada en lo que iba a comer una vez que me despertara de la anestesia. Me preguntaba si podrían servirme un filete y una patata asada en la sala de observación. Habría sido genial después del asunto de la camarita.
Como me habían prometido, me llevaron al quirófano antes que a mi marido. Apenas pude pronunciar un "adiós", y él me miró con los pulgares para arriba. Fue un poco desconcertante ver a tantos médicos y enfermeros esperándome en la sala, como si fuese una operación importante o algo así. Allí, me puse a observar a mi alrededor y descubrí un armario medio escondido en el que había colgados unos tubos largos y negros que parecían serpientes. Parecían lo suficientemente largos como para cruzar toda Rusia. ¿En serio me iban a meter esa cosa? Antes de que pudiera arrancarme las vías y salir huyendo, el anestesista me dio una palmadita en el hombro y me envió al país de La La La con Propofol.
Lo siguiente que recuerdo es que las enfermeras -ángeles, diría yo- me despertaron con delicadeza y me preguntaron si quería café y unas galletas. Me incorporé como una foca y di palmas. ¡Comida! ¡Comida! Esas galletas nunca me han sabido tan bien.
En cuanto llegamos a casa (sin pólipos), mi marido y yo asaltamos el frigorífico. Ni siquiera cerramos la puerta; simplemente, nos sentamos allí, picoteando fiambre y queso, con la luz y el aire frío dándonos en la cara.
Después de todo, la colonoscopia no es tan mala ni tan terrorífica como puedas llegar a pensar. Al menos, puedes perder unos cuantos kilos en el proceso. Se le debería llamar la dieta de la colonoscopia, porque, además de que te mueres de hambre, luego pierdes en el baño todo lo que has estado comiendo el último mes. Al final de la prueba, nos deberían dar un recuerdo, como una camiseta que diga: Sobreviví a una colonoscopia. O quizás valga con darle un filete al superviviente.
Este post se publicó orginalmente en el blog de Marcia: www.menopausalmom.com.
Traducción de Marina Velasco Serrano
Por desgracia, es algo a lo que te tienes que enfrentar cuando alcanzas cierta edad. Yo dije que sólo lo pasaría por ahí si mi marido lo hacía el mismo día que yo. "¡La familia que se hace una colonoscopia unida, permanece unida!". Mi marido iba con cuatro años de retraso, así que estaba deseando hacérsela. Él tiene un problema de pólipos, así que se llevó el dos por uno: te meten una cámara por dos orificios y todo por el mismo precio. La primera pregunta que le hizo al médico fue para asegurarse de que la cámara que iban a utilizar para explorar su colon no iba a ser la misma que usarían para la garganta. El sonriente doctor le dijo que sí se trataba de la misma cámara, pero que no se preocupara, porque antes de bajar al sur le explorarían la garganta. Ahí fue cuando interrumpí su conversación y dije: "Ni se os ocurra utilizar la misma cámara conmigo! ¡Yo paso primero!"
Después de muchas bromas por parte de nuestros amigos y de muchos consejos ("Tomaos los medicamentos mezclados con Gatorade", "Utilizad toallitas húmedas, las vais a necesitar"), tuvimos que enfrentarnos a la dura tarea del día de preparación, que es el día antes de la prueba. No está permitido comer en 24 horas, solamente se pueden tomar líquidos. Bueno, y ese medicamento en polvo que está asqueroso, que tienes que mezclar con líquido y beber a litros para limpiar el colon. Dicho de otra manera, no salgas de casa, porque tus partes traseras van a darte un buen viaje a la velocidad de la luz. Ah, otro consejo más: si vas a pasar por este pequeño ejercicio de gimnasia de colon, no comas maíz la misma semana de la prueba. Confía en mí; te arrepentirás si lo haces.
El día de preparación, me sentí como una concursante de Supervivientes. El hecho de no poder comer, para una glotona como yo, es el equivalente a estar en una cárcel en la que 24 horas parecen más bien 24 años. Empecé dando sorbos a un caldo de pollo y a un zumo de manzana hasta que sentí que iba a empezar a cacarear y a picotear las frutas. Mi marido estaba igual de mal que yo. Nunca le he visto mirar con esa cara de deseo al puñado de bretzels que mi hijo se estaba comiendo delante de nosotros. Estaba muriéndome de hambre, dispuesta a rebuscar entre las flores de mi jardín o a mordisquear las patas de madera del sofá. Hasta el perro me empezaba a parecer apetitoso. Pero el médico había dicho: "Sólo líquidos". Me preguntaba si eso incluiría ginebra o vodka.
A las dos de la tarde se suponía que teníamos que empezar a beber el líquido de lavado, esa cosa que te limpia todo el sistema. Así que mezclamos los polvos con Gatorade de lima-limón y empezamos a sorber. Fue como en esos juegos de la universidad: mi marido y yo, frente a frente junto al fregadero, intentando superar al contrincante. Podía oír a los chicos animando: "¡Traga, traga, traga!".
Hasta aquí, todo bien.
Quince minutos más tarde, cuando estábamos sentados en el sofá viendo el canal de comidas (somos comilones hasta para eso), escuché el primer trueno. Era como el Vesubio preparándose para estallar. Miré a mi marido: "¿Ha sido tu estómago o el mío?". Gluglú, gluglú... Y luego: "¡OH, DIOS MÍO!" Ahí empezó la carrera hacia el baño. Afortunadamente, tenemos dos lavabos en la casa porque, si no fuera así, uno de los dos tendría que haber utilizado un cubo. No se trataba de una necesidad, sino de una exigencia por parte de los intestinos, que gritaban: "¡AHORA!". Una pena que no tengamos televisión en el baño, porque estoy segura de que la habría utilizado después de estar cinco horas sentada ahí.
El día de la prueba ya no me daba miedo lo que me iban a hacer, pues estaba híper concentrada en lo que iba a comer una vez que me despertara de la anestesia. Me preguntaba si podrían servirme un filete y una patata asada en la sala de observación. Habría sido genial después del asunto de la camarita.
Como me habían prometido, me llevaron al quirófano antes que a mi marido. Apenas pude pronunciar un "adiós", y él me miró con los pulgares para arriba. Fue un poco desconcertante ver a tantos médicos y enfermeros esperándome en la sala, como si fuese una operación importante o algo así. Allí, me puse a observar a mi alrededor y descubrí un armario medio escondido en el que había colgados unos tubos largos y negros que parecían serpientes. Parecían lo suficientemente largos como para cruzar toda Rusia. ¿En serio me iban a meter esa cosa? Antes de que pudiera arrancarme las vías y salir huyendo, el anestesista me dio una palmadita en el hombro y me envió al país de La La La con Propofol.
Lo siguiente que recuerdo es que las enfermeras -ángeles, diría yo- me despertaron con delicadeza y me preguntaron si quería café y unas galletas. Me incorporé como una foca y di palmas. ¡Comida! ¡Comida! Esas galletas nunca me han sabido tan bien.
En cuanto llegamos a casa (sin pólipos), mi marido y yo asaltamos el frigorífico. Ni siquiera cerramos la puerta; simplemente, nos sentamos allí, picoteando fiambre y queso, con la luz y el aire frío dándonos en la cara.
Después de todo, la colonoscopia no es tan mala ni tan terrorífica como puedas llegar a pensar. Al menos, puedes perder unos cuantos kilos en el proceso. Se le debería llamar la dieta de la colonoscopia, porque, además de que te mueres de hambre, luego pierdes en el baño todo lo que has estado comiendo el último mes. Al final de la prueba, nos deberían dar un recuerdo, como una camiseta que diga: Sobreviví a una colonoscopia. O quizás valga con darle un filete al superviviente.
Este post se publicó orginalmente en el blog de Marcia: www.menopausalmom.com.
Traducción de Marina Velasco Serrano