La Psicología Social distingue entre las dinámicas instituyentes y las instituidas. Las primeras son las que están orientadas al cambio y las instituidas a la conservación del status quo. En realidad, en todos los organismos o sistemas vivos conviven ambas fuerzas o tendencias formando un par inseparable, las que tienden a la conservación de la integridad del sistema y las que pretenden el cambio, aunque sea en lo que se refiere a la adaptación al medio, sin la cual es prácticamente imposible mantenerse vivo, algo así como la homeostasis en Biología. Pero se trata de un equilibrio inestable y a veces predominan unas fuerzas sobre otras.
La sociedad también atraviesa por periodos instituyentes y periodos instituidos. Y es muy difícil, por no decir imposible, ir en contra de la tendencia mayoritaria. Cuando una fuerza se opone a lo socialmente aceptado como instituido se tiende a tacharla de revolucionaria o extemporánea y a ser considerada irrelevante. Es lo que ha ocurrido en España durante el periodo de bonanza económica relacionada con el boom del ladrillo, en la que no se quería oír ninguna crítica que pusiera en cuestión el equilibrio alcanzado. Pero la profunda desigualdad económica y social actual, el tremendo fraude fiscal perpetrado por algunas de las grandes empresas y fortunas del país y la insoportable corrupción de quienes tenían el deber de velar por nuestros intereses no son cosas de un día, se han fraguado durante las décadas anteriores y, la crisis, no ha hecho más que agudizarlas. Hasta hace pocos años hablar de los más de 8 millones de personas que permanecían, año tras año, en el umbral de la pobreza, resultaba totalmente trasnochado.
Por el contrario, cuando el periodo es instituyente y coincide con una necesidad de relevo generacional, como parece ocurrir en la actualidad, tratar de conservar el status quo se percibe como inmovilismo. Durante estos periodos también se pone en evidencia la distancia entre la realidad institucional y la realidad social, es lo que en su día se denominó el divorcio entre la España oficial y la España real, y que hoy es percibida como la distancia entre los que viven en la España real y los que viven de la oficial.
Si, como todo parece indicar, estamos introduciéndonos en un periodo instituyente, veremos envejecer muchas cosas a una velocidad de vértigo. Al principio puede resultar chocante ver en los escenarios más solemnes las camisas sin chaquetas, ni corbatas o las colas de caballo de algunos dirigentes jóvenes, pero la necesidad de cambio puede subvertir el orden de la elegancia en cuestión de segundos.
Por otra parte, a todo cambio social le corresponde un cambio de representación y como estamos a punto de asistir a uno, quizá nos aproveche adivinar el género teatral que lo encarnará.
Parece fuera de toda duda que en la nueva etapa asistiremos a una renovación del vestuario y de los gestos; habrá rápidas entradas y salidas de escena de actores y actrices, con mucho flirteo y muchos cuernos políticos. O sea que, si nos atemos a la forma, tendrá muchos ingredientes para convertirse en vodevil o sainete. Ambos géneros siempre han tenido un marcado carácter popular (o populista), representaron una ruptura con la vieja retórica del teatro victoriano anglosajón y el decimonónico hispano, así como con la hipocresía de la sociedad que los alimentaba. Una cura de desintoxicación.
Pero faltan dos ingredientes para que se conviertan en géneros puros y quizá ahí resida la clave del futuro: el entretenimiento como fin último y la temática. El vodevil basaba gran parte de su eficacia en la sexualización de todas las situaciones y escenas imaginables. Lo hacía porque la sexualidad era precisamente lo que estaba prohibido y reprimido, aunque su intención no fuese, lógicamente, producir una revolución sexual, sino entretener y escandalizar. La comedia siempre ha hecho burla del poder y de las instituciones.
El nuevo género (aún por catalogar) ha tenido que encontrar otro tema prohibido para ser eficaz. Durante las décadas pasadas lo prohibido no ha sido el sexo precisamente, sino lo social en su sentido radical: la revolución, la justicia, el cambio social, el comunismo, la responsabilidad social individual, la culpa derivada de la inhibición, etc., de las que no ha querido ni oír hablar la Europa del euro. Ese, parece ser, el nuevo discurso capaz de escandalizar. Pero el hecho de elegir lo social como tema no es insignificante, porque puede conducir a un género completamente diferente: el teatro social. El teatro social suele ser menos divertido (a no ser que se renueve con un poco de humor del que siempre ha carecido), más reivindicativo y menos frívolo. También puede evolucionar hacia formas de teatro colectivo, de acción o performances (en las que acción y representación son difíciles de distinguir). Veremos.
Habrá que ver si los cambios se quedan en aspectos puramente formales más o menos efectistas -que todo cambie para que todo siga igual- o si por el contrario proponen una autentica modificación del funcionamiento del sistema y del contrato social. Dicho en términos teatrales: si la representación evoluciona hacia el entretenimiento, en el más puro estilo sainetesco (para lo que parecen dotados algunos de los personajes que se perfilan sobre el fondo de la escena), o hacia un teatro social de calidad.
La sociedad también atraviesa por periodos instituyentes y periodos instituidos. Y es muy difícil, por no decir imposible, ir en contra de la tendencia mayoritaria. Cuando una fuerza se opone a lo socialmente aceptado como instituido se tiende a tacharla de revolucionaria o extemporánea y a ser considerada irrelevante. Es lo que ha ocurrido en España durante el periodo de bonanza económica relacionada con el boom del ladrillo, en la que no se quería oír ninguna crítica que pusiera en cuestión el equilibrio alcanzado. Pero la profunda desigualdad económica y social actual, el tremendo fraude fiscal perpetrado por algunas de las grandes empresas y fortunas del país y la insoportable corrupción de quienes tenían el deber de velar por nuestros intereses no son cosas de un día, se han fraguado durante las décadas anteriores y, la crisis, no ha hecho más que agudizarlas. Hasta hace pocos años hablar de los más de 8 millones de personas que permanecían, año tras año, en el umbral de la pobreza, resultaba totalmente trasnochado.
Por el contrario, cuando el periodo es instituyente y coincide con una necesidad de relevo generacional, como parece ocurrir en la actualidad, tratar de conservar el status quo se percibe como inmovilismo. Durante estos periodos también se pone en evidencia la distancia entre la realidad institucional y la realidad social, es lo que en su día se denominó el divorcio entre la España oficial y la España real, y que hoy es percibida como la distancia entre los que viven en la España real y los que viven de la oficial.
Si, como todo parece indicar, estamos introduciéndonos en un periodo instituyente, veremos envejecer muchas cosas a una velocidad de vértigo. Al principio puede resultar chocante ver en los escenarios más solemnes las camisas sin chaquetas, ni corbatas o las colas de caballo de algunos dirigentes jóvenes, pero la necesidad de cambio puede subvertir el orden de la elegancia en cuestión de segundos.
Por otra parte, a todo cambio social le corresponde un cambio de representación y como estamos a punto de asistir a uno, quizá nos aproveche adivinar el género teatral que lo encarnará.
Parece fuera de toda duda que en la nueva etapa asistiremos a una renovación del vestuario y de los gestos; habrá rápidas entradas y salidas de escena de actores y actrices, con mucho flirteo y muchos cuernos políticos. O sea que, si nos atemos a la forma, tendrá muchos ingredientes para convertirse en vodevil o sainete. Ambos géneros siempre han tenido un marcado carácter popular (o populista), representaron una ruptura con la vieja retórica del teatro victoriano anglosajón y el decimonónico hispano, así como con la hipocresía de la sociedad que los alimentaba. Una cura de desintoxicación.
Pero faltan dos ingredientes para que se conviertan en géneros puros y quizá ahí resida la clave del futuro: el entretenimiento como fin último y la temática. El vodevil basaba gran parte de su eficacia en la sexualización de todas las situaciones y escenas imaginables. Lo hacía porque la sexualidad era precisamente lo que estaba prohibido y reprimido, aunque su intención no fuese, lógicamente, producir una revolución sexual, sino entretener y escandalizar. La comedia siempre ha hecho burla del poder y de las instituciones.
El nuevo género (aún por catalogar) ha tenido que encontrar otro tema prohibido para ser eficaz. Durante las décadas pasadas lo prohibido no ha sido el sexo precisamente, sino lo social en su sentido radical: la revolución, la justicia, el cambio social, el comunismo, la responsabilidad social individual, la culpa derivada de la inhibición, etc., de las que no ha querido ni oír hablar la Europa del euro. Ese, parece ser, el nuevo discurso capaz de escandalizar. Pero el hecho de elegir lo social como tema no es insignificante, porque puede conducir a un género completamente diferente: el teatro social. El teatro social suele ser menos divertido (a no ser que se renueve con un poco de humor del que siempre ha carecido), más reivindicativo y menos frívolo. También puede evolucionar hacia formas de teatro colectivo, de acción o performances (en las que acción y representación son difíciles de distinguir). Veremos.
Habrá que ver si los cambios se quedan en aspectos puramente formales más o menos efectistas -que todo cambie para que todo siga igual- o si por el contrario proponen una autentica modificación del funcionamiento del sistema y del contrato social. Dicho en términos teatrales: si la representación evoluciona hacia el entretenimiento, en el más puro estilo sainetesco (para lo que parecen dotados algunos de los personajes que se perfilan sobre el fondo de la escena), o hacia un teatro social de calidad.