Gaza, allá lejos, donde habita el olvido.
Gaza, un campo de concentración de palestinos convertido en una pesadilla por un Gobierno israelí que vuelve a bañar sus manos en la sangre de los gazatíes. ¿Por qué? Razones hay muchas: las que escuchamos, las que sospechamos, las que ni siquiera nos atrevemos a evocar por miedo a enfrentarnos con la desnuda inhumanidad del hombre. En Gaza se ha asesinado por miedo, por la tierra, por los recursos y por la patria, pero sobre todo se ha asesinado por la paz, una paz para unos pocos, algunos de los cuales jamás pisaron suelo palestino. La Historia, en su paciente sabiduría, nos ha enseñado que sobre aquella tierra que alguna vez fue sagrada no pesa ahora maldición alguna, pero sí caminan por sus senderos los fantasmas de todas las traiciones y todos los sueños de aquellos que fueron, o quisieron ser, sus hijos.
Pero algún día dejarán de llover bombas y sus habitantes podrán volver a dormir sin temer ser despertados por el atronador recuerdo del asedio. Algún día, los ejércitos de Israel se retirarán, aunque quizás nunca lleguemos a entender las razones de por qué fueron o por qué volvieron; la mayoría de las veces es difícil desentrañar los inextricables designios de quienes dan estas órdenes.
Si llega ese día, Gaza dejará de copar las portadas. Se detendrá el recuento de víctimas, aunque nunca se les dará nombre a todos esos números. Una vez más, la tormenta habrá pasado. Hay quien sueña con un final definitivo; las predicciones, sin embargo, apuntan a una prolongación del conflicto, un tiempo muerto para un partido entre dos equipos muy desiguales cuyo arbitrio fue asumido por intereses bien parciales. ¿Qué pasará entonces, cuando las bombas dejen de tronar en Gaza?
Imagínense la escena. Palestinos y palestinas podrán salir de sus escondites y refugios para contemplar la destrucción y la masacre en que se habrá convertido su tierra. Muchos no querrán nunca salir a la luz del día, traumatizados por el sonido de las bombas, el rostro de los muertos o la pérdida de todo aquello que daba sentido a su vida antes del 8 de julio de 2014. Aquellos que tengan valor para seguir adelante, recomenzar no desde cero, sino desde mucho más abajo, tendrán que reponerse de la tragedia a marcha forzada para reconstruir el sueño palestino de la libertad y la paz. Muchos no tendrán agua corriente, trabajo para ganarse el pan de cada día o medios para garantizarse a sí mismos y a su familia una existencia digna y saludable. Una vez más, los palestinos de Gaza tendrán que depender de la ayuda externa, del dinero y la buena voluntad de una comunidad internacional que, como dioses en un Monte Olimpo ajenos al sufrimiento terrestre, no ha querido hacer frente al problema más que cuando para muchos era ya demasiado tarde. Nueva traición de esta al pueblo palestino, llámese el juego de marionetas Sociedad de Naciones u Organización de las Naciones Unidas.
¿Cómo recordarán los gazatíes este último episodio del engrosado libro de agravios que llevan en sus corazones? Desde Occidente, la respuesta será la misma de siempre: nuestros representantes políticos y diplomáticos llamarán a la paz y la conciliación, a la comprensión mutua, a la resolución consensual de los problemas de aquello que se ha hecho llamar conflicto palestino-israelí. Todo ello en un nuevo alarde de simplicidad y cinismo por parte de quienes defienden la democracia y la libertad, pero dan la mano con la cartera abierta a dictaduras, arman a ejércitos asesinos y financian nuevas formas de colonización y opresión. Si los palestinos vuelven a respaldar a Hamás con sus votos, se encenderán las alarmas ante el posible auge del radicalismo y el terrorismo en Gaza. Pocos se atreverán a defender que los palestinos también tienen derecho a la legítima defensa, que la Historia ha demostrado una y otra vez que el diálogo es difícil para el oprimido cuando el opresor lleva décadas silenciando las voces de la paz con la retórica de las armas. Muy pocos se atreverán a condenar y exigir el amordazamiento del terrorismo de Estado de Israel, verdadero origen de la radicalización de la acción armada palestina. Las soluciones se centrarán en tratar de paliar las consecuencias más graves del conflicto, lejos de buscar acabar con el régimen de apartheid que, se me ocurre pensar, podría ser la clave del problema.
Será difícil alcanzar esta solución política, pero más difícil aún será encontrar una solución social y humana. A pocos días del cumplimiento de un mes desde el comienzo de la operación Margen Protector israelí, las heridas abiertas en el alma de Gaza y sus habitantes alcanzan una magnitud aterradora. Cuando ya no estallen las bombas, el silencio lo romperán los lamentos y el llanto por los muertos de Gaza, que se han convertido ya en mártires de la causa palestina, pero que no volverán, historias que van más allá de las cifras y tienen rostro: el rostro de los escudos humanos, bebés, niños, jóvenes, adultos, mayores. Médicos, enfermeros voluntarios, periodistas, ciudadanos y personas en definitiva; en su mayoría, probablemente, inocentes. Condenados a morir violenta y repentinamente... ¿por qué? Por parecer, a ojos de quienes han ideado y practicado esta masacre, escudos humanos de Hamás, cuya implicación en el asesinato de tres jóvenes israelíes que supuestamente desencadenó el ataque se dio por supuesta y más que probada desde el principio, a pesar de haberse demostrado a posteriori la falsedad de la acusación. Y no solo por Israel, sino por toda la maquinaria mediática occidental, que una vez más ha demostrado estar dispuesta a lavar la imagen del régimen en un magistral ejercicio de propaganda.
Traten ustedes de explicarles a esos padres y madres, hijos y abuelos, hermanos y huérfanos, que el problema tenía difícil solución, que los radicales, los malos de la historia, no son quienes graban la estrella de David en los tanques y aviones que invaden su tierra y asesinan a sus seres queridos. Y es que los escudos humanos siguen sin poder ser enterrados, y sus crímenes siguen sin poder ser probados. Pídanles que perdonen a quienes siguen manteniéndoles en ese campo de concentración en el que se ha convertido la franja de Gaza.
La solución no está en dejar que la causa palestina abrace inocentemente los medios de grupos cuyas manos también están manchadas de sangre. La solución radica en la implicación de todas las partes, incluyendo en el banco de los acusados a todos los agentes externos cuyos intereses está representados en el conflicto. Habrá que hacer justicia, pero que esta no entienda de etnias ni de religiones, ni tampoco de cargos políticos, ideologías o cuentas bancarias. Habrá que hacer recordar a palestinos e israelíes todo el daño que ha hecho una historia de malentendidos y discordia, intentar cimentar en el recuerdo una comprensión y tolerancia mutuas. Habrá que democratizar la etnocracia, laicizar la política, desterrar el racismo y derrumbar el apartheid. Pero, sobre todo, cuando las bombas dejen de tronar en Gaza, habrá que hacer mucho más de lo que se ha hecho hasta ahora.
Gaza, un campo de concentración de palestinos convertido en una pesadilla por un Gobierno israelí que vuelve a bañar sus manos en la sangre de los gazatíes. ¿Por qué? Razones hay muchas: las que escuchamos, las que sospechamos, las que ni siquiera nos atrevemos a evocar por miedo a enfrentarnos con la desnuda inhumanidad del hombre. En Gaza se ha asesinado por miedo, por la tierra, por los recursos y por la patria, pero sobre todo se ha asesinado por la paz, una paz para unos pocos, algunos de los cuales jamás pisaron suelo palestino. La Historia, en su paciente sabiduría, nos ha enseñado que sobre aquella tierra que alguna vez fue sagrada no pesa ahora maldición alguna, pero sí caminan por sus senderos los fantasmas de todas las traiciones y todos los sueños de aquellos que fueron, o quisieron ser, sus hijos.
Pero algún día dejarán de llover bombas y sus habitantes podrán volver a dormir sin temer ser despertados por el atronador recuerdo del asedio. Algún día, los ejércitos de Israel se retirarán, aunque quizás nunca lleguemos a entender las razones de por qué fueron o por qué volvieron; la mayoría de las veces es difícil desentrañar los inextricables designios de quienes dan estas órdenes.
Si llega ese día, Gaza dejará de copar las portadas. Se detendrá el recuento de víctimas, aunque nunca se les dará nombre a todos esos números. Una vez más, la tormenta habrá pasado. Hay quien sueña con un final definitivo; las predicciones, sin embargo, apuntan a una prolongación del conflicto, un tiempo muerto para un partido entre dos equipos muy desiguales cuyo arbitrio fue asumido por intereses bien parciales. ¿Qué pasará entonces, cuando las bombas dejen de tronar en Gaza?
Imagínense la escena. Palestinos y palestinas podrán salir de sus escondites y refugios para contemplar la destrucción y la masacre en que se habrá convertido su tierra. Muchos no querrán nunca salir a la luz del día, traumatizados por el sonido de las bombas, el rostro de los muertos o la pérdida de todo aquello que daba sentido a su vida antes del 8 de julio de 2014. Aquellos que tengan valor para seguir adelante, recomenzar no desde cero, sino desde mucho más abajo, tendrán que reponerse de la tragedia a marcha forzada para reconstruir el sueño palestino de la libertad y la paz. Muchos no tendrán agua corriente, trabajo para ganarse el pan de cada día o medios para garantizarse a sí mismos y a su familia una existencia digna y saludable. Una vez más, los palestinos de Gaza tendrán que depender de la ayuda externa, del dinero y la buena voluntad de una comunidad internacional que, como dioses en un Monte Olimpo ajenos al sufrimiento terrestre, no ha querido hacer frente al problema más que cuando para muchos era ya demasiado tarde. Nueva traición de esta al pueblo palestino, llámese el juego de marionetas Sociedad de Naciones u Organización de las Naciones Unidas.
¿Cómo recordarán los gazatíes este último episodio del engrosado libro de agravios que llevan en sus corazones? Desde Occidente, la respuesta será la misma de siempre: nuestros representantes políticos y diplomáticos llamarán a la paz y la conciliación, a la comprensión mutua, a la resolución consensual de los problemas de aquello que se ha hecho llamar conflicto palestino-israelí. Todo ello en un nuevo alarde de simplicidad y cinismo por parte de quienes defienden la democracia y la libertad, pero dan la mano con la cartera abierta a dictaduras, arman a ejércitos asesinos y financian nuevas formas de colonización y opresión. Si los palestinos vuelven a respaldar a Hamás con sus votos, se encenderán las alarmas ante el posible auge del radicalismo y el terrorismo en Gaza. Pocos se atreverán a defender que los palestinos también tienen derecho a la legítima defensa, que la Historia ha demostrado una y otra vez que el diálogo es difícil para el oprimido cuando el opresor lleva décadas silenciando las voces de la paz con la retórica de las armas. Muy pocos se atreverán a condenar y exigir el amordazamiento del terrorismo de Estado de Israel, verdadero origen de la radicalización de la acción armada palestina. Las soluciones se centrarán en tratar de paliar las consecuencias más graves del conflicto, lejos de buscar acabar con el régimen de apartheid que, se me ocurre pensar, podría ser la clave del problema.
Será difícil alcanzar esta solución política, pero más difícil aún será encontrar una solución social y humana. A pocos días del cumplimiento de un mes desde el comienzo de la operación Margen Protector israelí, las heridas abiertas en el alma de Gaza y sus habitantes alcanzan una magnitud aterradora. Cuando ya no estallen las bombas, el silencio lo romperán los lamentos y el llanto por los muertos de Gaza, que se han convertido ya en mártires de la causa palestina, pero que no volverán, historias que van más allá de las cifras y tienen rostro: el rostro de los escudos humanos, bebés, niños, jóvenes, adultos, mayores. Médicos, enfermeros voluntarios, periodistas, ciudadanos y personas en definitiva; en su mayoría, probablemente, inocentes. Condenados a morir violenta y repentinamente... ¿por qué? Por parecer, a ojos de quienes han ideado y practicado esta masacre, escudos humanos de Hamás, cuya implicación en el asesinato de tres jóvenes israelíes que supuestamente desencadenó el ataque se dio por supuesta y más que probada desde el principio, a pesar de haberse demostrado a posteriori la falsedad de la acusación. Y no solo por Israel, sino por toda la maquinaria mediática occidental, que una vez más ha demostrado estar dispuesta a lavar la imagen del régimen en un magistral ejercicio de propaganda.
El País. (vía @revistamongolia) #reírpornollorar pic.twitter.com/MqOIngH4c5
— Enrique Anarte (@enriqueanarte) agosto 3, 2014
Traten ustedes de explicarles a esos padres y madres, hijos y abuelos, hermanos y huérfanos, que el problema tenía difícil solución, que los radicales, los malos de la historia, no son quienes graban la estrella de David en los tanques y aviones que invaden su tierra y asesinan a sus seres queridos. Y es que los escudos humanos siguen sin poder ser enterrados, y sus crímenes siguen sin poder ser probados. Pídanles que perdonen a quienes siguen manteniéndoles en ese campo de concentración en el que se ha convertido la franja de Gaza.
La solución no está en dejar que la causa palestina abrace inocentemente los medios de grupos cuyas manos también están manchadas de sangre. La solución radica en la implicación de todas las partes, incluyendo en el banco de los acusados a todos los agentes externos cuyos intereses está representados en el conflicto. Habrá que hacer justicia, pero que esta no entienda de etnias ni de religiones, ni tampoco de cargos políticos, ideologías o cuentas bancarias. Habrá que hacer recordar a palestinos e israelíes todo el daño que ha hecho una historia de malentendidos y discordia, intentar cimentar en el recuerdo una comprensión y tolerancia mutuas. Habrá que democratizar la etnocracia, laicizar la política, desterrar el racismo y derrumbar el apartheid. Pero, sobre todo, cuando las bombas dejen de tronar en Gaza, habrá que hacer mucho más de lo que se ha hecho hasta ahora.