"Descálzate y quítate la camiseta. Vale... Ahora bájate los pantalones". No, no estoy viviendo en mis carnes ninguna acalorada escena erótica. Más bien lo contrario: me hallo prácticamente en pelotas mientras una señora agente con cara de estreñida me cachea de pies a cabeza. Hay que ver qué mal ojo tiene... De las 42.000 personas que han venido al Monegros Desert Festival, debo de estar entre las únicas trece que no han consumido nada más que alcohol -las otras doce son mis amigos-. Y no ha sido por falta de oportunidades; antes de entrar nos han ofrecido tropecientos mil tipos de pildoritas que no había visto en mi vida. De hecho, en los distintos puntos de control instalados en el recinto -como en el que estoy ahora mismo-, la policía ha incautado 318 gramos de hachís, 144 de cocaína, 2,5 de heroína, 1.380 de marihuana, 23 de LSD, 149 de speed, 23 de anfetamina, 37 de GHB líquido, 167 de Cristal, 7 de quetamina, 150 de MDMA y 205 unidades de éxtasis. ¡Casi nada!
"Muy bien. Puede irse", me espeta. Yo contesto con mirada de autosuficiencia. Salgo del cuartucho prefabricado y me dirijo a los escenarios. Pues sí que me la ha liado parda la señora agente y su pésimo instinto policial; ahora he perdido al grupo, ¡y encima no me he traído el móvil! Buf... mierda. ¿Cómo voy a encontrar a los demás entre toda esta muchedumbre? Sí, soy un desastre por entrar al festival sin mi smartphone, pero por experiencia sé que no suele haber cobertura y que siempre se pierde algo. A lo tonto, éste es el tercer finde consecutivo que asisto a uno, todos de estilos distintos para poder satisfacer mi heterogéneo gusto musical.
El primero me rodeé de los roqueros catalanes del Festival Vida de Vilanova i la Geltrú. El segundo crucé la frontera para participar del ambiente hipster del Óptimus Alive lisboeta. Y éste último estoy dando salida a mi vena más macarra con la música electrónica en el desierto oscense. Y así como digo que en todos se extravían cosas, también puedo afirmar que en todos hay droga. Lo cierto es que da igual que pinche Boys Noize, que toquen The Libertines, o incluso que sea Silvia Pérez Cruz quien deleite a un tranquilo público con su maravillosa voz: los estupefacientes siempre están presentes. De hecho, en 2013 unos 2,2 millones de jóvenes europeos consumieron cocaína, y los españoles los que más (dato que no extraña nada tras la magistral anécdota del Juan Sebastian Elgramo). Dicho esto, aclararé que también existen los festivaleros que no consumen.
Mis amigos y yo en el festival de Monegros.
Yo nunca he estado tentada de probar drogas duras porque tengo la suerte de no necesitar más estímulo que la música -quizá se deba a que mi madre se ponía los cascos en la barriga cuando estaba embarazada...- . Y lo mismo le sucede a mis amigos, que tampoco tienen que recurrir a ningún estupefaciente para que el cuerpo les aguante hasta el amanecer. Siempre somos los más bailongos. Aunque yo hoy, de momento, no he hecho más que recorrer aceleradamente todas las carpas en su busca... ¿Pero dónde leches estarán?
Paro cada diez metros para pedirle a alguien que me deje el móvil. Nada. Sin éxito. Hay muy, muy poca cobertura. Dada por vencida, me abstraigo y decido ir a ver a Skrillex yo sola. Me abro hueco en medio de la muchedumbre (sí, yo soy de esas jodonas que se cuelan hasta dar con un sitio estratégico) y me pongo a danzar. Al verme sola, se ponen a hablar conmigo unos franceses majérrimos, y a falta de los propios, les adopto como colegas. Nunca es mal momento para practicar francés (el idioma, quiero decir). Rompo a bailar como loca en uno de los temas. Dos de ellos se me acercan y, sin que me dé tiempo a reaccionar, alzan mi cuerpo por encima del público, sujetando cada uno de ellos uno de mis pies.
Estoy tan metida en los beats que me cuesta oír lo que más tarde distingo como los gritos de mis perdidos amigos pronunciando mi nombre. Todavía elevada, retuerzo el cuello de un lado a otro, nerviosa, tratando de identificar el lugar del que provienen sus voces. Dios mío, hay tanta gente que tampoco logro reconocer rostros. Los francesitos, agotados por mi peso, no entienden por qué de repente me agito con tanto ímpetu. En una de éstas, la potencia de mi movimiento desplaza mi pie derecho hacia delante y el francés que lo estaba sujetando lo deja caer. Con él, caigo yo también. ¡PATAPÚM! De repente me veo en el suelo, aislada por un grupo de desconocidos que han abierto un círculo a mi alrededor, preocupados por mi estado. El dolor de mi espalda es insoportable, pero por lo menos el revuelo que se ha creado facilita que mis amigos lleguen al punto donde estoy. ¡Bieeeen! Ya todos juntos, nos ponemos a celebrar el reencuentro dando brincos al son de la música. La gente flipa tanto que más de uno se nos acerca: "Oye, ¿pasáis? ¿Qué habéis tomado?" Nada, amigo. Absolutamente nada. Energía y buen rollo, 100% natural. Keep tuned...
CAPÍTULO ANTERIOR DE DIARIO DE UNA JASP: El síndrome de FOMO
"Muy bien. Puede irse", me espeta. Yo contesto con mirada de autosuficiencia. Salgo del cuartucho prefabricado y me dirijo a los escenarios. Pues sí que me la ha liado parda la señora agente y su pésimo instinto policial; ahora he perdido al grupo, ¡y encima no me he traído el móvil! Buf... mierda. ¿Cómo voy a encontrar a los demás entre toda esta muchedumbre? Sí, soy un desastre por entrar al festival sin mi smartphone, pero por experiencia sé que no suele haber cobertura y que siempre se pierde algo. A lo tonto, éste es el tercer finde consecutivo que asisto a uno, todos de estilos distintos para poder satisfacer mi heterogéneo gusto musical.
El primero me rodeé de los roqueros catalanes del Festival Vida de Vilanova i la Geltrú. El segundo crucé la frontera para participar del ambiente hipster del Óptimus Alive lisboeta. Y éste último estoy dando salida a mi vena más macarra con la música electrónica en el desierto oscense. Y así como digo que en todos se extravían cosas, también puedo afirmar que en todos hay droga. Lo cierto es que da igual que pinche Boys Noize, que toquen The Libertines, o incluso que sea Silvia Pérez Cruz quien deleite a un tranquilo público con su maravillosa voz: los estupefacientes siempre están presentes. De hecho, en 2013 unos 2,2 millones de jóvenes europeos consumieron cocaína, y los españoles los que más (dato que no extraña nada tras la magistral anécdota del Juan Sebastian Elgramo). Dicho esto, aclararé que también existen los festivaleros que no consumen.
Mis amigos y yo en el festival de Monegros.
Yo nunca he estado tentada de probar drogas duras porque tengo la suerte de no necesitar más estímulo que la música -quizá se deba a que mi madre se ponía los cascos en la barriga cuando estaba embarazada...- . Y lo mismo le sucede a mis amigos, que tampoco tienen que recurrir a ningún estupefaciente para que el cuerpo les aguante hasta el amanecer. Siempre somos los más bailongos. Aunque yo hoy, de momento, no he hecho más que recorrer aceleradamente todas las carpas en su busca... ¿Pero dónde leches estarán?
Paro cada diez metros para pedirle a alguien que me deje el móvil. Nada. Sin éxito. Hay muy, muy poca cobertura. Dada por vencida, me abstraigo y decido ir a ver a Skrillex yo sola. Me abro hueco en medio de la muchedumbre (sí, yo soy de esas jodonas que se cuelan hasta dar con un sitio estratégico) y me pongo a danzar. Al verme sola, se ponen a hablar conmigo unos franceses majérrimos, y a falta de los propios, les adopto como colegas. Nunca es mal momento para practicar francés (el idioma, quiero decir). Rompo a bailar como loca en uno de los temas. Dos de ellos se me acercan y, sin que me dé tiempo a reaccionar, alzan mi cuerpo por encima del público, sujetando cada uno de ellos uno de mis pies.
Estoy tan metida en los beats que me cuesta oír lo que más tarde distingo como los gritos de mis perdidos amigos pronunciando mi nombre. Todavía elevada, retuerzo el cuello de un lado a otro, nerviosa, tratando de identificar el lugar del que provienen sus voces. Dios mío, hay tanta gente que tampoco logro reconocer rostros. Los francesitos, agotados por mi peso, no entienden por qué de repente me agito con tanto ímpetu. En una de éstas, la potencia de mi movimiento desplaza mi pie derecho hacia delante y el francés que lo estaba sujetando lo deja caer. Con él, caigo yo también. ¡PATAPÚM! De repente me veo en el suelo, aislada por un grupo de desconocidos que han abierto un círculo a mi alrededor, preocupados por mi estado. El dolor de mi espalda es insoportable, pero por lo menos el revuelo que se ha creado facilita que mis amigos lleguen al punto donde estoy. ¡Bieeeen! Ya todos juntos, nos ponemos a celebrar el reencuentro dando brincos al son de la música. La gente flipa tanto que más de uno se nos acerca: "Oye, ¿pasáis? ¿Qué habéis tomado?" Nada, amigo. Absolutamente nada. Energía y buen rollo, 100% natural. Keep tuned...
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