La reciente propuesta avanzada por el Partido Popular de elegir de forma directa a los alcaldes ha sido tachada por muchos como un mero ejercicio de oportunismo político. Más allá de que tras la retórica sobre la "regeneración democrática" se esconda probablemente un simple cálculo electoral, sería un error desaprovechar la ocasión para empezar un debate más amplio sobre cómo devolver credibilidad a las instituciones.
En tiempos en que la democracia contemporánea vive momentos críticos y es cuestionada por los discursos de numerosas fuerzas políticas, tanto de izquierda como de derecha, es útil discutir aquellas propuestas que, dentro del marco representativo, pueden devolver protagonismo a los ciudadanos y exigir responsabilidad a los políticos. No se trata tanto de negar el interés intelectual y práctico que puedan tener otras perspectivas, como de evitar el error de creer que la democracia representativa ha dado ya lo mejor de sí. Antes de darla por acabada, se debería considerar que, en la mayoría de los casos, ésta se aplica de forma parcial o confusa y que existen, por tanto, amplios márgenes de mejora. En este sentido, frente a las limitaciones que se han hecho patentes en nuestras democracias y a la necesidad de enmendarlas, cabe atender al refrán que advierte frente al riesgo de acabar tirando al niño con el agua sucia.
La crítica a la democracia representativa suele centrarse en tres aspectos. Por un lado, se imputa la escasa representación del interés común a favor de intereses particulares, sobre todo económicos. Por otro, se lamenta la incapacidad por parte de los ciudadanos de incidir en las decisiones públicas. Finalmente, se denuncia la consolidación de castas que viven la política más como un privilegio que como un servicio. A partir de estas críticas se han generado una serie de propuestas, muy diferentes entre ellas, que tienen en común, sin embargo, la voluntad de superar la democracia representativa para sustituirla con formas de democracia directa.
Una de estas propuestas apunta a un cambio hacia una democracia asamblearia. La idea es que las decisiones sean tomadas de forma continua por parte de asambleas ciudadanas que, desde lo local hasta lo nacional, ejerzan un control constante sobre los actores políticos. Movimientos como el 15-M en España u Occupy Wall Street en Estados Unidos han experimentado de manera interesante con estas metodologías. Sin embargo, una serie de límites se han hecho patentes. Por un lado, este tipo de participación requiere de mucho tiempo y dedicación, lo cual, a la larga, tiende a traducirse en una baja participación inclusive entre activistas. La voluntad de llegar a decisiones consensuadas, por otra parte, complica demasiado el proceso decisional, generando un constante riesgo de parálisis decisional.
Otra propuesta apunta a la llamada web-cracia. Según el proyecto de movimientos como el de Beppe Grillo en Italia o de los Piratas en Alemania, el empleo de la tecnología hace posible un control directo del elector sobre los políticos a través de decisiones tomadas en tiempo real en la red para aprobar o rechazar propuestas. Lo que se presenta como un desarrollo interesante y prometedor para la política futura, despierta, en la actualidad, una serie de interrogantes: ¿Quién decide lo que se somete a la decisión de la red y lo que no? ¿Qué garantías se tiene respecto al carácter anónimo y por lo tanto independiente del sufragio online? ¿Estaría la gente dispuesta a aprobar medidas que impliquen sacrificios? ¿Cuanta corresponsabilidad se puede exigir al compartir las decisiones?
Hay, finalmente, propuestas de reforma de la democracia en sentido populista. Aquí, el pueblo es entendido como una entidad homogénea y, por lo general, traicionada por la política. Solo una relación más directa e inmediata entre el líder y la gente, que limite el peso de las instituciones y reduzca el papel mediador de los cuerpos intermedios (partidos, sindicatos), puede devolver la voz a la ciudadanía. Los riesgos de esta solución son múltiples: la concentración excesiva del poder en las manos del jefe de Gobierno; la creación de liderazgos personalistas que tienden a perpetuarse ya que se vuelven insustituibles; el debilitamiento de esos contrapoderes tanto institucionales como sociales que representan un freno frente a posibles derivas autoritarias.
A la luz de estas limitaciones, podría ser que la mejor respuesta para la regeneración de la democracia representativa, paradójicamente, esté en tener más y mejor democracia representativa. Esto quiere decir generar las condiciones para que los ciudadanos puedan escoger de la forma más abierta y competitiva posible a los que tendrán que gobernarles a todos los niveles. En esta dirección, parecen necesarios una serie de correctivos. Es fundamental implementar un sistema de elecciones primarias que estén abiertas a la participación de todos y no solo de los militantes. Sería una manera de acabar con el dominio de las cúpulas partidarias a la hora de nombrar a los candidatos y de generar una relación más directa entre electores y gobernantes.
La implantación de procesos permanentes de competición entre candidatos permitiría además una mejor vinculación entre las demandas de la sociedad civil y la política. Otra reforma va en la dirección de establecer límites claros a la duración de los cargos políticos para desfavorecer la esclerotización de las élites y sobre todo la mediocridad de políticos que, sintiéndose insustituibles, tienen un menor interés en comprometerse en riesgosas batallas políticas. Estas intervenciones, en su conjunto, dotarían a los representados de instrumentos más eficaces para premiar o castigar a sus representantes. Esto no solo obligaría a una mayor responsabilidad por parte de la política sino que la abriría de forma más eficiente a las demandas de la sociedad civil.
Un ejemplo interesante de cómo este tipo de reformas puedan reactivar la participación ciudadana viene de Italia. Tras años de creciente desafección política, un referéndum popular en el año 1993 impuso la elección directa de los alcaldes. Con la reforma, el candidato que obtuviera la mayoría absoluta de los votos asumía el cargo sin tener que pasar por los opacos acuerdos entre partidos, como había sido hasta ese momento. La calidad de los candidatos mejoró notablemente, puesto que las primarias abiertas permitieron que se seleccionen personajes ilustres o profesionales reconocidos que nunca hubieran tenido la fuerza de imponer su candidatura frente a los barones de partido. Por otra parte, el proceso se volvió más transparente y directo puesto que para los electores se hizo más fácil identificar al responsable de las políticas de su ciudad.
La propuesta del PP llega probablemente demasiado cercana a las elecciones municipales del próximo año como para parecer libre de oportunismo. Sin embargo, sería bueno que los partidos españoles no perdieran esta oportunidad para abrir un fundamental debate sobre cómo reactivar la democracia representativa. Un sistema basado en la competición continua, a todos los niveles, entre candidatos de distintas procedencias y el establecimiento de términos fijos para los cargos de gobierno, permitiría probablemente tirar el agua sucia en la que flota la actual democracia, salvando al niño, es decir, a ese conjunto de reglas, instituciones y cuerpos intermedios que limitan el poder de los gobiernos, y que impiden que la democracia se transforme en una dictadura de la mayoría.
En tiempos en que la democracia contemporánea vive momentos críticos y es cuestionada por los discursos de numerosas fuerzas políticas, tanto de izquierda como de derecha, es útil discutir aquellas propuestas que, dentro del marco representativo, pueden devolver protagonismo a los ciudadanos y exigir responsabilidad a los políticos. No se trata tanto de negar el interés intelectual y práctico que puedan tener otras perspectivas, como de evitar el error de creer que la democracia representativa ha dado ya lo mejor de sí. Antes de darla por acabada, se debería considerar que, en la mayoría de los casos, ésta se aplica de forma parcial o confusa y que existen, por tanto, amplios márgenes de mejora. En este sentido, frente a las limitaciones que se han hecho patentes en nuestras democracias y a la necesidad de enmendarlas, cabe atender al refrán que advierte frente al riesgo de acabar tirando al niño con el agua sucia.
La crítica a la democracia representativa suele centrarse en tres aspectos. Por un lado, se imputa la escasa representación del interés común a favor de intereses particulares, sobre todo económicos. Por otro, se lamenta la incapacidad por parte de los ciudadanos de incidir en las decisiones públicas. Finalmente, se denuncia la consolidación de castas que viven la política más como un privilegio que como un servicio. A partir de estas críticas se han generado una serie de propuestas, muy diferentes entre ellas, que tienen en común, sin embargo, la voluntad de superar la democracia representativa para sustituirla con formas de democracia directa.
Una de estas propuestas apunta a un cambio hacia una democracia asamblearia. La idea es que las decisiones sean tomadas de forma continua por parte de asambleas ciudadanas que, desde lo local hasta lo nacional, ejerzan un control constante sobre los actores políticos. Movimientos como el 15-M en España u Occupy Wall Street en Estados Unidos han experimentado de manera interesante con estas metodologías. Sin embargo, una serie de límites se han hecho patentes. Por un lado, este tipo de participación requiere de mucho tiempo y dedicación, lo cual, a la larga, tiende a traducirse en una baja participación inclusive entre activistas. La voluntad de llegar a decisiones consensuadas, por otra parte, complica demasiado el proceso decisional, generando un constante riesgo de parálisis decisional.
Otra propuesta apunta a la llamada web-cracia. Según el proyecto de movimientos como el de Beppe Grillo en Italia o de los Piratas en Alemania, el empleo de la tecnología hace posible un control directo del elector sobre los políticos a través de decisiones tomadas en tiempo real en la red para aprobar o rechazar propuestas. Lo que se presenta como un desarrollo interesante y prometedor para la política futura, despierta, en la actualidad, una serie de interrogantes: ¿Quién decide lo que se somete a la decisión de la red y lo que no? ¿Qué garantías se tiene respecto al carácter anónimo y por lo tanto independiente del sufragio online? ¿Estaría la gente dispuesta a aprobar medidas que impliquen sacrificios? ¿Cuanta corresponsabilidad se puede exigir al compartir las decisiones?
Hay, finalmente, propuestas de reforma de la democracia en sentido populista. Aquí, el pueblo es entendido como una entidad homogénea y, por lo general, traicionada por la política. Solo una relación más directa e inmediata entre el líder y la gente, que limite el peso de las instituciones y reduzca el papel mediador de los cuerpos intermedios (partidos, sindicatos), puede devolver la voz a la ciudadanía. Los riesgos de esta solución son múltiples: la concentración excesiva del poder en las manos del jefe de Gobierno; la creación de liderazgos personalistas que tienden a perpetuarse ya que se vuelven insustituibles; el debilitamiento de esos contrapoderes tanto institucionales como sociales que representan un freno frente a posibles derivas autoritarias.
A la luz de estas limitaciones, podría ser que la mejor respuesta para la regeneración de la democracia representativa, paradójicamente, esté en tener más y mejor democracia representativa. Esto quiere decir generar las condiciones para que los ciudadanos puedan escoger de la forma más abierta y competitiva posible a los que tendrán que gobernarles a todos los niveles. En esta dirección, parecen necesarios una serie de correctivos. Es fundamental implementar un sistema de elecciones primarias que estén abiertas a la participación de todos y no solo de los militantes. Sería una manera de acabar con el dominio de las cúpulas partidarias a la hora de nombrar a los candidatos y de generar una relación más directa entre electores y gobernantes.
La implantación de procesos permanentes de competición entre candidatos permitiría además una mejor vinculación entre las demandas de la sociedad civil y la política. Otra reforma va en la dirección de establecer límites claros a la duración de los cargos políticos para desfavorecer la esclerotización de las élites y sobre todo la mediocridad de políticos que, sintiéndose insustituibles, tienen un menor interés en comprometerse en riesgosas batallas políticas. Estas intervenciones, en su conjunto, dotarían a los representados de instrumentos más eficaces para premiar o castigar a sus representantes. Esto no solo obligaría a una mayor responsabilidad por parte de la política sino que la abriría de forma más eficiente a las demandas de la sociedad civil.
Un ejemplo interesante de cómo este tipo de reformas puedan reactivar la participación ciudadana viene de Italia. Tras años de creciente desafección política, un referéndum popular en el año 1993 impuso la elección directa de los alcaldes. Con la reforma, el candidato que obtuviera la mayoría absoluta de los votos asumía el cargo sin tener que pasar por los opacos acuerdos entre partidos, como había sido hasta ese momento. La calidad de los candidatos mejoró notablemente, puesto que las primarias abiertas permitieron que se seleccionen personajes ilustres o profesionales reconocidos que nunca hubieran tenido la fuerza de imponer su candidatura frente a los barones de partido. Por otra parte, el proceso se volvió más transparente y directo puesto que para los electores se hizo más fácil identificar al responsable de las políticas de su ciudad.
La propuesta del PP llega probablemente demasiado cercana a las elecciones municipales del próximo año como para parecer libre de oportunismo. Sin embargo, sería bueno que los partidos españoles no perdieran esta oportunidad para abrir un fundamental debate sobre cómo reactivar la democracia representativa. Un sistema basado en la competición continua, a todos los niveles, entre candidatos de distintas procedencias y el establecimiento de términos fijos para los cargos de gobierno, permitiría probablemente tirar el agua sucia en la que flota la actual democracia, salvando al niño, es decir, a ese conjunto de reglas, instituciones y cuerpos intermedios que limitan el poder de los gobiernos, y que impiden que la democracia se transforme en una dictadura de la mayoría.