"¡Oh, mi yo! ¡Oh, vida!, de sus preguntas que vuelven, / Del desfile interminable de los desleales, de las / ciudades llenas de necios, / De mí mismo, que me reprocho siempre (pues, / ¿quién es más necio que yo, ni más desleal?)". Un actor irrumpe en la pantalla con unos versos de Walt Whitman y la emoción, para los que amamos la armoniosa tragedia de la literatura, se nos desborda.
Estábamos entonces los muchachos del colegio preocupados con los primeros enamoramientos, pues no sabíamos definir aquel sentimiento que convertía nuestras vidas en un perpetuo sobresalto -los padres tampoco estaban ahí para explicarte que te habías enamorado-, y un compañero nos habló de que en el cine un profesor de literatura inglesa hablaba del carpe diem y de aprovechar el momento, porque la vida se nos iba de las manos y teníamos que amar: "Coged las rosas mientras podáis, / veloz el tiempo vuela", decía también Robert Herrick homenajeando a Virgilio. La idea nos sedujo y pronto asistimos a la epifanía gozosa del profesor Keating, que nos enamoró para siempre.
La pasión por aquel maestro de vida de ficción tan real, aquel quijote de celuloide, se extendió como la pólvora en el patio del cole y repetíamos una y otra vez sus máximas -alguno llegó a romper alguna página inútil de algún libro-: "Que tú estás aquí, que existe la vida y la identidad, que prosigue el poderoso drama y tú puedes contribuir con un verso" y "Les contaré un secreto: no leemos y escribimos poesía porque es bonita. Leemos y escribimos poesía porque pertenecemos a la raza humana; [...] la poesía, la belleza, el romanticismo, el amor son cosas que nos mantienen vivos." Aquel singular personaje hablaba abiertamente y sin tapujos de la tragedia del amor, como Shakespeare, como Éric Rohmer. Cómo no amar a aquel profesor que nos hablaba de Tennyson, si nos instaba a examinarnos "de la asignatura fundamental: el amor. Para que un día no lamentes haber malgastado egoístamente tu capacidad de amar y dar vida". Qué puede haber tan maravilloso como descubrir a los demás a través de la docencia -si se practica así- las cimas de la cultura y la excelencia de las obras inmortales; "desconfiad de quien no os recomiende nada nunca", me dijo en una ocasión un sabio... ¿o lo leí en un libro? El club de los poetas muertos, (1989) del australiano Peter Weir con guion de Tom Schulman, marcó un antes y un después en toda una generación de enamorados de la poesía.
Williams militaba en papeles cómicos y ponía en escena una poética única hecha de melancólica empatía. Pertenecía a la alcurnia de la buena interpretación -El rey pescador es una de sus cimas- y nos hacía reír y pensar, mientras el veneno de la depresión bullía en él en secreto silencio, en medio de la trama confusa de la vida hollywoodense: había visto antes que otros el absurdo del mundo. Y sacaba fuerzas de flaqueza, se ponía el traje de payaso sensato, hecho rehén de su propia y secreta tristeza. A pesar de sus lágrimas, Williams practicó la aristocracia interpretativa de la excelencia y nadie notó que se iba rompiendo por dentro. Le pasa como a Jim Carrey, que cuando se contiene hace papeles sublimes: ahí nos deja una gavilla de roles aseados de histrionismo como El mundo según Garp (1982), Un ruso en Nueva York (1984), Despertares (1990), El rey pescador (1991), Más allá de los sueños (1998), El indomable Will Hunting (1997), Ilusiones de un mentiroso (1999) y el thriller Insomnio (2002).
Necesitábamos tener cerca a Robin Williams, imaginar que saltaría de un planeta de colores para plantarnos en la cara un drama profundo, como la vida, dando vacaciones a nuestros desvelos con una risa hecha de espinas, haciéndonos sentir que los ochenta no se habían ido tan lejos. Con ese rostro sonriente de belleza difícil, cual vecina muy mayor de nariz rutilante y carnavalesca y ojos pitañosos, Williams igual te hacía un Osric de Shakespeare que un talludito Peter Pan o un historiador enajenado en busca del Santo Grial en Nueva York.
La escueta nota de la policía dice que ha muerto por asfixia. A Williams le ahogaba esta vida, la que había elegido, y se tramitó él solito un protocolo de necrológica sin pedirle permiso a nadie. Nosotros nos quedamos aquí para creernos que no se ha muerto, cuando encendamos la televisión y nos ponga el vello de punta al escucharle aquellos versos, rodeado de alumnos: "Oh, Capitán, mi Capitán, / Terminó nuestro / espantoso viaje, / El navío ha salvado todos los escollos, hemos ganado / el premio codiciado." Son, simplemente, historias de dioses.
Williams se ha ido, pero "no olviden que, a pesar de todo lo que les digan, las palabras y las ideas pueden cambiar el mundo".
Edición: una cita ha sido atribuida erróneamente a Walt Whitman, pero su verdadero autor fue el poeta Robert Herrik.
Estábamos entonces los muchachos del colegio preocupados con los primeros enamoramientos, pues no sabíamos definir aquel sentimiento que convertía nuestras vidas en un perpetuo sobresalto -los padres tampoco estaban ahí para explicarte que te habías enamorado-, y un compañero nos habló de que en el cine un profesor de literatura inglesa hablaba del carpe diem y de aprovechar el momento, porque la vida se nos iba de las manos y teníamos que amar: "Coged las rosas mientras podáis, / veloz el tiempo vuela", decía también Robert Herrick homenajeando a Virgilio. La idea nos sedujo y pronto asistimos a la epifanía gozosa del profesor Keating, que nos enamoró para siempre.
La pasión por aquel maestro de vida de ficción tan real, aquel quijote de celuloide, se extendió como la pólvora en el patio del cole y repetíamos una y otra vez sus máximas -alguno llegó a romper alguna página inútil de algún libro-: "Que tú estás aquí, que existe la vida y la identidad, que prosigue el poderoso drama y tú puedes contribuir con un verso" y "Les contaré un secreto: no leemos y escribimos poesía porque es bonita. Leemos y escribimos poesía porque pertenecemos a la raza humana; [...] la poesía, la belleza, el romanticismo, el amor son cosas que nos mantienen vivos." Aquel singular personaje hablaba abiertamente y sin tapujos de la tragedia del amor, como Shakespeare, como Éric Rohmer. Cómo no amar a aquel profesor que nos hablaba de Tennyson, si nos instaba a examinarnos "de la asignatura fundamental: el amor. Para que un día no lamentes haber malgastado egoístamente tu capacidad de amar y dar vida". Qué puede haber tan maravilloso como descubrir a los demás a través de la docencia -si se practica así- las cimas de la cultura y la excelencia de las obras inmortales; "desconfiad de quien no os recomiende nada nunca", me dijo en una ocasión un sabio... ¿o lo leí en un libro? El club de los poetas muertos, (1989) del australiano Peter Weir con guion de Tom Schulman, marcó un antes y un después en toda una generación de enamorados de la poesía.
Williams militaba en papeles cómicos y ponía en escena una poética única hecha de melancólica empatía. Pertenecía a la alcurnia de la buena interpretación -El rey pescador es una de sus cimas- y nos hacía reír y pensar, mientras el veneno de la depresión bullía en él en secreto silencio, en medio de la trama confusa de la vida hollywoodense: había visto antes que otros el absurdo del mundo. Y sacaba fuerzas de flaqueza, se ponía el traje de payaso sensato, hecho rehén de su propia y secreta tristeza. A pesar de sus lágrimas, Williams practicó la aristocracia interpretativa de la excelencia y nadie notó que se iba rompiendo por dentro. Le pasa como a Jim Carrey, que cuando se contiene hace papeles sublimes: ahí nos deja una gavilla de roles aseados de histrionismo como El mundo según Garp (1982), Un ruso en Nueva York (1984), Despertares (1990), El rey pescador (1991), Más allá de los sueños (1998), El indomable Will Hunting (1997), Ilusiones de un mentiroso (1999) y el thriller Insomnio (2002).
Necesitábamos tener cerca a Robin Williams, imaginar que saltaría de un planeta de colores para plantarnos en la cara un drama profundo, como la vida, dando vacaciones a nuestros desvelos con una risa hecha de espinas, haciéndonos sentir que los ochenta no se habían ido tan lejos. Con ese rostro sonriente de belleza difícil, cual vecina muy mayor de nariz rutilante y carnavalesca y ojos pitañosos, Williams igual te hacía un Osric de Shakespeare que un talludito Peter Pan o un historiador enajenado en busca del Santo Grial en Nueva York.
La escueta nota de la policía dice que ha muerto por asfixia. A Williams le ahogaba esta vida, la que había elegido, y se tramitó él solito un protocolo de necrológica sin pedirle permiso a nadie. Nosotros nos quedamos aquí para creernos que no se ha muerto, cuando encendamos la televisión y nos ponga el vello de punta al escucharle aquellos versos, rodeado de alumnos: "Oh, Capitán, mi Capitán, / Terminó nuestro / espantoso viaje, / El navío ha salvado todos los escollos, hemos ganado / el premio codiciado." Son, simplemente, historias de dioses.
Williams se ha ido, pero "no olviden que, a pesar de todo lo que les digan, las palabras y las ideas pueden cambiar el mundo".
Edición: una cita ha sido atribuida erróneamente a Walt Whitman, pero su verdadero autor fue el poeta Robert Herrik.