Levantarse temprano por la mañana, leer las noticias y los últimos comentarios en Twitter, compartir una foto del desayuno en Instagram, anunciar por Foursquare nuestra llegada al lugar de trabajo o dar "me gusta" a las fotos de vacaciones de nuestros amigos en Facebook..., todo esto es para muchos una parte de la rutina diaria, cada vez más vinculada, más que a las nuevas tecnologías, a la sociedad en red en que se han convertido las redes sociales. De hecho, muchos parece que vivan dos realidades paralelas: la de Internet y la de carne y hueso.
Es evidente que Internet, las nuevas tecnologías y las redes sociales han cambiado nuestras vidas, pero ¿puede el fenómeno 2.0 traspasar la frontera de lo personal y adueñarse también de los espacios que vivimos? Sin duda hay grandes defensores de que esto se produzca. El primer paso fueron las casas domóticas, que acabaron siendo casas en red que podemos controlar a distancia con nuestros gadgets. Ahora ha llegado el momento de las ciudades domóticas, frecuentemente llamadas Smart Cities (ciudades inteligentes, en inglés, como si la ciudad no fuese de por sí el invento más inteligente del ser humano en toda la historia).
No quiero engañar a nadie: yo soy un escéptico de esa auberge espagnole que es la smart city; un concepto que nadie tiene muy claro lo que es, pero todo el mundo defiende, hasta el punto de que parece que no hay alcalde que no quiera que su ciudad sea smart. Me cuesta convencerme de que llenar las ciudades de sensores, cámaras y tecnologías varias y hacernos -si cabe, todavía más- dependientes de las aplicaciones del smartphone sea hacer buen urbanismo.
Cuando me enseñaron los principios de la sostenibilidad urbana o la importancia de la calidad de vida y de la inclusión social en la conceptualización de los espacios urbanos, no imaginaba, ni por asomo, acabar aconsejando a los gobiernos locales que convirtiesen sus ciudades en algo a mitad de camino entre un plató de Gran Hermano y un juego de realidad virtual, llenas de carísimas tecnologías que quedaran pronto obsoletas, que están infrautilizadas y que contribuyen a marginar a quienes por edad, voluntad o situación personal no están conectados a la sociedad en red.
No se equivoquen, no me opongo a aprovechar las nuevas tecnologías para mejorar la vida urbana. Los semáforos o las farolas fueron, en algún momento, una novedad tecnológica. Hay muchas innovaciones que, en su justa medida, pueden ser muy útiles para los servicios públicos, el transporte o el tráfico, por citar algunos campos de potencial utilización de las herramientas de las que hoy disponemos. Pero como en casi todo lo bueno, los excesos son perniciosos.
Las ciudades son una creación de suma inteligencia; hablar de ciudades inteligentes es, por tanto, una redundancia. La Smart City puede que sea el concepto de moda en el urbanismo, especialmente en nuestro país, pero no deja de ser una idea pasajera que, como algunos ya han dicho, puede ser muy útil para abrir un nuevo campo de negocio para empresas tecnológicas, pero que no contribuirá a hacer mejores ciudades. Mi llamamiento desde esta tribuna no es, no obstante, a someter a las nuevas tecnologías al ostracismo en el urbanismo, sino, al contrario, a utilizarlas para hacer un urbanismo de calidad. No hacer ciudades inteligentes, sino ser inteligentes haciendo ciudad.
Es evidente que Internet, las nuevas tecnologías y las redes sociales han cambiado nuestras vidas, pero ¿puede el fenómeno 2.0 traspasar la frontera de lo personal y adueñarse también de los espacios que vivimos? Sin duda hay grandes defensores de que esto se produzca. El primer paso fueron las casas domóticas, que acabaron siendo casas en red que podemos controlar a distancia con nuestros gadgets. Ahora ha llegado el momento de las ciudades domóticas, frecuentemente llamadas Smart Cities (ciudades inteligentes, en inglés, como si la ciudad no fuese de por sí el invento más inteligente del ser humano en toda la historia).
No quiero engañar a nadie: yo soy un escéptico de esa auberge espagnole que es la smart city; un concepto que nadie tiene muy claro lo que es, pero todo el mundo defiende, hasta el punto de que parece que no hay alcalde que no quiera que su ciudad sea smart. Me cuesta convencerme de que llenar las ciudades de sensores, cámaras y tecnologías varias y hacernos -si cabe, todavía más- dependientes de las aplicaciones del smartphone sea hacer buen urbanismo.
Cuando me enseñaron los principios de la sostenibilidad urbana o la importancia de la calidad de vida y de la inclusión social en la conceptualización de los espacios urbanos, no imaginaba, ni por asomo, acabar aconsejando a los gobiernos locales que convirtiesen sus ciudades en algo a mitad de camino entre un plató de Gran Hermano y un juego de realidad virtual, llenas de carísimas tecnologías que quedaran pronto obsoletas, que están infrautilizadas y que contribuyen a marginar a quienes por edad, voluntad o situación personal no están conectados a la sociedad en red.
No se equivoquen, no me opongo a aprovechar las nuevas tecnologías para mejorar la vida urbana. Los semáforos o las farolas fueron, en algún momento, una novedad tecnológica. Hay muchas innovaciones que, en su justa medida, pueden ser muy útiles para los servicios públicos, el transporte o el tráfico, por citar algunos campos de potencial utilización de las herramientas de las que hoy disponemos. Pero como en casi todo lo bueno, los excesos son perniciosos.
Las ciudades son una creación de suma inteligencia; hablar de ciudades inteligentes es, por tanto, una redundancia. La Smart City puede que sea el concepto de moda en el urbanismo, especialmente en nuestro país, pero no deja de ser una idea pasajera que, como algunos ya han dicho, puede ser muy útil para abrir un nuevo campo de negocio para empresas tecnológicas, pero que no contribuirá a hacer mejores ciudades. Mi llamamiento desde esta tribuna no es, no obstante, a someter a las nuevas tecnologías al ostracismo en el urbanismo, sino, al contrario, a utilizarlas para hacer un urbanismo de calidad. No hacer ciudades inteligentes, sino ser inteligentes haciendo ciudad.