No lo ha dicho el Tribunal Constitucional, sino el Consejo de Garantías Estatutarias (CGE) de Cataluña, que ha considerado que la propuesta de Ley de Consultas no Refrendarias era conforme a la Constitución. Eso sí, lo ha dicho por cinco votos contra cuatro. Este resultado tan estrecho tendría que ser motivo de reflexión por parte de las autoridades que, bajo el amparo de esta ley, pretenden convocar, en el cercano 9 de noviembre, una consulta trascendental en la que se preguntará a los catalanes si queremos que Cataluña se convierta en un Estado independiente.
Si uno se adentra en los motivos que han llevado a los cuatro juristas a considerar que la mencionada propuesta es contraria a la legalidad, pasaríamos de la reflexión a la preocupación. No pretendo hacer una síntesis de lo que han dicho, porque es mejor leerlos directamente (a partir de la pág. 85 del documento enlazado). La claridad y contundencia de sus argumentos es comprensible para cualquier ciudadano mínimamente inquieto con lo que está pasando. Más bien querría trasladar algunas de mis impresiones resultantes de la lectura del dictamen y de los cuatro votos en contra.
La primera es que la consulta programada para el 9 de noviembre es un referéndum camuflado y, como tal, vulnera la Constitución Española y el Estatuto de Autonomía de Cataluña. La segunda es que, como legalmente no se le puede llamar referéndum, no disfrutará de las garantías exigidas en este tipo de procesos. Y la tercera es que no se están explicando todas las consecuencias que podrían producirse si se celebrara este referéndum camuflado.
¿Por qué la consulta del 9N no se puede llamar referéndum? Porque, si lo consideráramos así, requeriría de la autorización del Estado y esto es lo que se trata de evitar. La figura de las consultas generales de ámbito nacional prevista en la propuesta de ley, y en la que se convoca al conjunto de la ciudadanía, es un referéndum, sea cual sea el nombre que se le quiera dar a la consulta.
Al no ser un referéndum, ¿los ciudadanos saldríamos perjudicados? Parece que sí. Para que se pueda celebrar un referéndum con todas las garantías, se tiene que contar con una administración electoral que vele por la objetividad del proceso. Además, por ejemplo, el referéndum tiene que pasar unos controles parlamentarios, en vez de dejar el poder de convocatoria y las preguntas al Gobierno de la Generalitat. Estos controles se entenderían para evitar acciones más propias de regímenes autoritarios que democráticos. Así mismo, los votantes tienen que disfrutar de tutela judicial (por ejemplo, poder acudir a los tribunales si se consideran perjudicados en la igualdad de voto o sus datos personales no han sido tratados debidamente). En definitiva, exigencias que la consulta programada para el 9N no podría reunir plenamente, dado que, legalmente, no es un referéndum.
Al leer la interpretación flexible de las disposiciones constitucionales y estatutarias que se hace en el documento y compararlas con los votos particulares, un jurista normal puede llegar a la conclusión de que es imposible estirar más las interpretaciones sin caer en fraude de ley. Es más honesto admitir que el ordenamiento jurídico vigente no ampara la consulta del 9N. O como mínimo, reconocer que los requisitos para llevarla a cabo con garantías democráticas están fuertemente cuestionados en Cataluña.
Incluso me sorprende que se pueda discutir casi de cualquier aspecto relativo a la consulta menos de una premisa que lo condiciona todo: en el dictamen se alude a que, a pesar de que la cultura constitucional se fundamenta en las libertades individuales, esta tiene que ser compatible con las aspiraciones colectivas. Pues bien, tales aspiraciones son de un colectivo de catalanes, o de muchos, pero no son de todos los catalanes. Hay una parte de la sociedad catalana que no tiene aspiraciones colectivas y que, además, no quiere tenerlas, ni ahora, ni más adelante.
Esta incertidumbre sobre cuál es el colectivo con aspiraciones y cuáles son las consecuencias de que pudieran conseguirlas, incide en aspectos fundamentales de la consulta. Por ejemplo, la propuesta de ley establece que los catalanes que podrán votar son los que residen en Cataluña y, con matices, los que viven en el extranjero. En cambio, los que viven en el resto de España, no. ¿Esto significa que este último grupo de catalanes no tiene aspiraciones ? Y si las tienen, ¿se tienen que aguantar? Tal es la situación que uno de los juristas discrepantes ha considerado, incluso, que el hecho que no puedan votar ha sido intencionado (pág. 157 del documento).
Otro de los aspectos clave en un referéndum es garantizar la igualdad de voto. Se considera que el voto tiene que tener el mismo valor para que los resultados obtenidos sean legítimos. Dicho de otro modo, las diferentes opciones que se plantean en un referéndum tienen que estar en igualdad de condiciones para poderse confrontar. Pues bien, en la consulta programada para el 9N, estas opciones no tienen el mismo valor. Los referéndums de autodeterminación tienen unos efectos jurídico-políticos muy particulares que no se pueden ignorar. Los catalanes, aunque saliera un no a la independencia, sólo por el hecho de ir a votar estaríamos asumiendo (y de paso también lo estaría haciendo el conjunto de la ciudadanía española) que este colectivo con aspiraciones (y que no ha quedado bastante claro quiénes son) tiene derecho, jurídicamente hablando, a convertirse en un Estado.
No se trataría de decidir, como popularmente se dice, entre mi padre o mi madre. Es mucho más que esto: es poner entre la espada y la pared a una parte de la sociedad catalana. Si no voy a votar, porque estoy en desacuerdo con el colectivo con aspiraciones, me juego que gane el sí , y no quiero arriesgarme. Pero si voy a las urnas a votar que no a la secesión, estoy dando a entender que acepto que hay un colectivo con aspiraciones que habla en nombre de Cataluña, del que formo parte, y que tiene derecho a decidir su condición. Poner a la ciudadanía que no tiene aspiraciones colectivas de autodeterminación en este dilema es inaceptable y no se juega en igualdad.
No tenemos un conflicto entre nacionalidades que se pueda resolver con una consulta pactada entre el Estado y las instituciones autonómicas de Cataluña, al estilo de la sobrevalorada solución del Québec (Canadá). Tenemos un gravísimo problema en el seno de la sociedad catalana que no queremos afrontar. El resultado (5 contra 4) del Consejo de Garantías Estatutarias es un preludio de lo que vendrá, y sólo veo, por parte del Gobierno de la Generalitat, una huida hacia adelante.
Si uno se adentra en los motivos que han llevado a los cuatro juristas a considerar que la mencionada propuesta es contraria a la legalidad, pasaríamos de la reflexión a la preocupación. No pretendo hacer una síntesis de lo que han dicho, porque es mejor leerlos directamente (a partir de la pág. 85 del documento enlazado). La claridad y contundencia de sus argumentos es comprensible para cualquier ciudadano mínimamente inquieto con lo que está pasando. Más bien querría trasladar algunas de mis impresiones resultantes de la lectura del dictamen y de los cuatro votos en contra.
La primera es que la consulta programada para el 9 de noviembre es un referéndum camuflado y, como tal, vulnera la Constitución Española y el Estatuto de Autonomía de Cataluña. La segunda es que, como legalmente no se le puede llamar referéndum, no disfrutará de las garantías exigidas en este tipo de procesos. Y la tercera es que no se están explicando todas las consecuencias que podrían producirse si se celebrara este referéndum camuflado.
¿Por qué la consulta del 9N no se puede llamar referéndum? Porque, si lo consideráramos así, requeriría de la autorización del Estado y esto es lo que se trata de evitar. La figura de las consultas generales de ámbito nacional prevista en la propuesta de ley, y en la que se convoca al conjunto de la ciudadanía, es un referéndum, sea cual sea el nombre que se le quiera dar a la consulta.
Al no ser un referéndum, ¿los ciudadanos saldríamos perjudicados? Parece que sí. Para que se pueda celebrar un referéndum con todas las garantías, se tiene que contar con una administración electoral que vele por la objetividad del proceso. Además, por ejemplo, el referéndum tiene que pasar unos controles parlamentarios, en vez de dejar el poder de convocatoria y las preguntas al Gobierno de la Generalitat. Estos controles se entenderían para evitar acciones más propias de regímenes autoritarios que democráticos. Así mismo, los votantes tienen que disfrutar de tutela judicial (por ejemplo, poder acudir a los tribunales si se consideran perjudicados en la igualdad de voto o sus datos personales no han sido tratados debidamente). En definitiva, exigencias que la consulta programada para el 9N no podría reunir plenamente, dado que, legalmente, no es un referéndum.
Al leer la interpretación flexible de las disposiciones constitucionales y estatutarias que se hace en el documento y compararlas con los votos particulares, un jurista normal puede llegar a la conclusión de que es imposible estirar más las interpretaciones sin caer en fraude de ley. Es más honesto admitir que el ordenamiento jurídico vigente no ampara la consulta del 9N. O como mínimo, reconocer que los requisitos para llevarla a cabo con garantías democráticas están fuertemente cuestionados en Cataluña.
Incluso me sorprende que se pueda discutir casi de cualquier aspecto relativo a la consulta menos de una premisa que lo condiciona todo: en el dictamen se alude a que, a pesar de que la cultura constitucional se fundamenta en las libertades individuales, esta tiene que ser compatible con las aspiraciones colectivas. Pues bien, tales aspiraciones son de un colectivo de catalanes, o de muchos, pero no son de todos los catalanes. Hay una parte de la sociedad catalana que no tiene aspiraciones colectivas y que, además, no quiere tenerlas, ni ahora, ni más adelante.
Esta incertidumbre sobre cuál es el colectivo con aspiraciones y cuáles son las consecuencias de que pudieran conseguirlas, incide en aspectos fundamentales de la consulta. Por ejemplo, la propuesta de ley establece que los catalanes que podrán votar son los que residen en Cataluña y, con matices, los que viven en el extranjero. En cambio, los que viven en el resto de España, no. ¿Esto significa que este último grupo de catalanes no tiene aspiraciones ? Y si las tienen, ¿se tienen que aguantar? Tal es la situación que uno de los juristas discrepantes ha considerado, incluso, que el hecho que no puedan votar ha sido intencionado (pág. 157 del documento).
Otro de los aspectos clave en un referéndum es garantizar la igualdad de voto. Se considera que el voto tiene que tener el mismo valor para que los resultados obtenidos sean legítimos. Dicho de otro modo, las diferentes opciones que se plantean en un referéndum tienen que estar en igualdad de condiciones para poderse confrontar. Pues bien, en la consulta programada para el 9N, estas opciones no tienen el mismo valor. Los referéndums de autodeterminación tienen unos efectos jurídico-políticos muy particulares que no se pueden ignorar. Los catalanes, aunque saliera un no a la independencia, sólo por el hecho de ir a votar estaríamos asumiendo (y de paso también lo estaría haciendo el conjunto de la ciudadanía española) que este colectivo con aspiraciones (y que no ha quedado bastante claro quiénes son) tiene derecho, jurídicamente hablando, a convertirse en un Estado.
No se trataría de decidir, como popularmente se dice, entre mi padre o mi madre. Es mucho más que esto: es poner entre la espada y la pared a una parte de la sociedad catalana. Si no voy a votar, porque estoy en desacuerdo con el colectivo con aspiraciones, me juego que gane el sí , y no quiero arriesgarme. Pero si voy a las urnas a votar que no a la secesión, estoy dando a entender que acepto que hay un colectivo con aspiraciones que habla en nombre de Cataluña, del que formo parte, y que tiene derecho a decidir su condición. Poner a la ciudadanía que no tiene aspiraciones colectivas de autodeterminación en este dilema es inaceptable y no se juega en igualdad.
No tenemos un conflicto entre nacionalidades que se pueda resolver con una consulta pactada entre el Estado y las instituciones autonómicas de Cataluña, al estilo de la sobrevalorada solución del Québec (Canadá). Tenemos un gravísimo problema en el seno de la sociedad catalana que no queremos afrontar. El resultado (5 contra 4) del Consejo de Garantías Estatutarias es un preludio de lo que vendrá, y sólo veo, por parte del Gobierno de la Generalitat, una huida hacia adelante.