Sin embargo, el termino "pingüino" deriva de una especie ártica, cuyo nombre científico es el Pinguinus impennis, llamado alca gigante o gran pingüino en español. Este ave estaba distribuida desde latitudes templadas en el Atlántico Norte hasta el Ártico. Tuve ocasión de contemplar un especimen disecado en la sede del Instituto de la Naturaleza en Groenlandia (en la fotografía). Se trataba de un ave marina de gran talla, superando los 50 cm de altura, y, como los pingüinos del hemisferio sur, inicialmente llamados pájaros bobos, incapaz de volar y torpe en tierra aunque muy ágil en el agua y, por lo tanto, extremadamente vulnerable a los cazadores y a aquellos que robaban los huevos de sus nidos.
El Pinguinus impennis se extinguió en 1844 debido a la caza, robo de huevos y al afán de museos y coleccionistas de hacerse con uno de los últimos ejemplares existentes. Es entonces cuando la afirmación de que no hay pingüinos en el Ártico deviene trágicamente cierta. Y digo trágicamente porque la extinción de una especie debido a la estupidez humana es ciertamente una tragedia irreparable, sin marcha atrás, y que se debe frecuentemente a la más absoluta ignorancia.
Leyendo literatura sobre cambios en el Ártico para un proyecto científico en el que estoy inmerso, me topé con una descripción de la extinción de Pinguinus impennis por la muerte de la ultima pareja conocida que quiero compartir con los lectores de El Huffington Post como ejemplo de las dramáticas e irreversibles consecuencias de la frustrante ignorancia humana. El ornitólogo sueco Sven-Axel Bengston recoge en su articulo de 1984 sobre la extinción de Pinguinus impennis un diario de Mr. J Wolley que describe cómo una partida de islandeses desembarcaron en la punta Edley, en el suroeste de Islanda, entre el 2 y 5 de Junio de 1844 para dar caza a los dos últimos ejemplares de Pinguinus impennis y destruyeron ademas sus últimos huevos. El pasaje reza así:
"Al subir a la cima, los hombres vieron dos alcas gigantes entre un numeroso grupo de aves marinas e inmediatamente se pusieron a perseguirlos. Las alcas gigantes no mostraron ninguna intención de rechazar a los intrusos, pero inmediatamente corrieron hacia el borde del acantilado, con sus cabezas erectas y sus pequeñas alas extendidas. No emitieron ningún ruido de alarma y se desplazaban con cortos pasos no más rápidamente de lo que un hombre puede caminar. Jon Brandsson acorraló a una de las aves y se hizo con ella. Signurdr Islefsson y Ketil Ketilson persiguieron a la otra ave, y de nuevo la acorralaron al borde del acantilado, que se elevaban muchos metros sobre el agua. Tras apresarla, Ketil Ketilson regreso a la colonia y vio un huevo de Alca en el suelo y al tomarlo comprobó que estaba roto."
Estas dos aves, los últimos ejemplares de Pinguinus impennis, fueron vendidas a un comerciante acabando sus cuerpos y órganos en la colección del Museo de Zoología de la Universidad de Copenhage, donde aún se conservan en formol.
La lectura de este pasaje me sumió en una profunda tristeza y melancolía, no solo por constatar la ignorancia, brutalidad y codicia que llevaron a la extinción de Pinguinus impennis, sino porque no pude rechazar la idea de que ese mismo o parecido episodio volverá a ocurrir en pleno siglo XXI, y probablemente esté ocurriendo ahora mismo. Lamentablemente, el instinto de causar muerte a otros seres vivos, incluidos los de nuestra propia especie, sigue estando terriblemente enraizado en el ser humano. De hecho, las elevadísimas tasas de extinción actuales, debidas en su mayor parte a la destrucción de hábitat, han llevado a la comunidad científica a afirmar que nos encontramos inmersos en la sexta gran extinción, una que no está causada por cataclismos sino por la ignorancia de una especie dotada de una enorme capacidad y voluntad de destrucción.
Descansando este verano tras una hora larga de buceo en apnea admirando la vida marina en la todavía bien conservada costa norte de Menorca, pude observar cómo tres hermanos, posiblemente entre 7 y 10 años de edad, capturaban y daban muerte a cuantos cangrejos, erizos de mar y estrellas de mar que conseguían capturar. Se lamentaban de no poder hacer lo mismo con los peces, a los que no conseguían atrapar, ante la indiferencia de sus padres, que conversaban en una roca junto al lugar de esta matanza. La excitación de estos niños por la captura y muerte de cuanto animal marino caía en sus manos me retrotrajo a recuerdos de la infancia, en la que compartía esa misma excitación por la captura de todo tipo de animales marinos. Y es que el marisqueo ha sido una actividad humana desde hace mas de 250.000 años, con lo que es normal que la predación de la vida marina sea un instinto innato. Aunque curiosamente diría - como observación personal por la que podrían tacharme de sexismo - que ese instinto de destrucción está mas extendido entre los niños que las niñas, habitualmente mas respetuosas con la vida marina, posiblemente fruto de una educación diferencial temprana.
Mientras que el maltratar o dar muerte a animales puede ser un instinto innato en los niños, corresponde sobre todo a los padres, y también a los educadores, reconducir esa fascinación y excitación por la vida marina desde la tortura y muerte de los animales, a su conocimiento y observación como vía hacia el respeto. Esto parece aún un objetivo lejano en una sociedad particularmente cruel con los animales, con costumbres tan injustificables como el toreo como seña cultural nacional.
Cuando era adolescente oía, e incluso llegué a ponderar como legítimos, los argumentos que se esgrimen típicamente para justificar la carnicería del toreo: que sin el toreo el toro de lidia desaparecería, que si el toreo ha inspirado expresiones artísticas que sin esta actividad no se hubiesen gestado. Basta contemplar la litografía titulada 'Diversión de España', de la serie Los toros de Burdeos de Goya, para darnos cuenta de que el artista no quiere ensalzar esa actividad, sino que a través de ella refleja la brutalidad e ignorancia del pueblo español. El verdadero amante de los toros no tendría inconveniente en seguir manteniendo en sus cortijos toros de lidia simplemente por el placer de contemplar esos bellos animales sin que sea para ello imprescindible la continuidad de las corridas de toros.
Argumentos similares se suelen esgrimir en defensa de la caza, que presentan a los cazadores como los primeros defensores de la naturaleza, llegando a alabar el papel de los cotos de caza en la conservación de nuestro patrimonio natural, cuando existen figuras de protección como parques nacionales que no requieren que en ellos se mate animales por placer para conseguir su conservación. Tragarse estos argumentos absolutamente falaces y cínicos solo es posible en un pueblo ignorante, hipócrita y también cobarde, pues nada tiene de valiente torturar o matar animales por el placer que su contemplación ocasiona en el publico o en el cazador. Un pueblo educado y culto busca la inspiración artística en otras fuentes, no en el sufrimiento y muerte de los animales.
La comunidad científica española de biólogos o ecólogos no es ajena tampoco al afán coleccionista de especímenes para conservar en colecciones, o de muestras para analizar. Incluso cuando esta conlleva daños a especies protegidas. Al toparme en el pasado con colecciones científicas en instituciones científicas españolas, cuyo valor se explica por el hecho de que contienen especies o subespecies ya extintas, no pude evitar preguntarme si estas extinciones se produjeron precisamente para nutrir las colecciones, como ilustra el caso de Pinguinus impennis.
Recientemente oía unas declaraciones de una especialista en violencia de género que se lamentaba de que el instrumento mas poderoso para prevenirla, la educación en el respecto de genero, había sido borrada de un plumazo de los contenidos de la nueva ley de educación. Igualmente, cabría preguntarse qué contenidos sobre respeto de la naturaleza y la biodiversidad tienen los nuevos planes de estudio. Únicamente la educación, impartida desde los primeros años en casa y la escuela, es capaz de asegurar el respeto por las diferencias, sean estas de género, de opciones sexuales, étnicas, de creencias o las diferencias más profundas en la diversidad de formas de vida. Se trata, al fin y al cabo, de convertir la diversidad, incluida la biodiversidad, en un valor que provoca interés y deseo de comprender, no en una amenaza a destruir.