El comercio siempre se ha basado en la necesidad. Poca diferencia hay en que esta sea percibida o real. Nuestro tiempo se caracteriza por una sobredimensión de lo virtual, lo percibido, lo subjetivo. También de la desmesura de la insatisfacción, ávido jinete del caballo de nuestra necesidad.
De los primitivos anuncios de los periódicos decimonónicos hemos evolucionado hasta las complejas campañas publicitarias actuales, que buscan individualizar al máximo los mensajes, parasitando toda la información que pueden conseguir de los posibles compradores. El deseo humano se alimenta y estimula todo lo posible, las costumbres se relajan y se permite el goce en todas sus formas. Hemos construido sociedades hedónicas que no paran de consumir recursos, experiencias, placeres, información, arte y contenidos de todo tipo. La presión publicitaria es tal que el ciudadano precisa tener el último teléfono móvil, aunque el del año anterior funcione perfectamente. Es urgente disponer del coche más lujoso que podamos permitirnos. Y si no es posible, pedimos un crédito. En vacaciones viajamos lo más lejos posible buscando nuevas experiencias. La sociedad consume toneladas de drogas de todo tipo, estimulantes, euforizantes, dinamizantes, psicodélicas... y otras tantas toneladas de psicofarmacos tranquilizantes, hipnóticos, antidepresivos, antipsicoticos, relajantes y una buena propina de anfetaminas para niños inquietos. Necesitamos más, siempre necesitamos más. Las pantallas se encargan de recordarlo a cada paso, desde que consultamos el whassapp al levantarnos, la tele o la radio al desayunar, el dispositivo portátil al ir al trabajo, el ordenador cuando estamos en este y de nuevo la tele al volver a casa por la noche. Este deseo no es nada nuevo, el mismo Buda se dio perfecta cuenta, tanto en su vida cortesana como príncipe como en su época asceta posterior, de que a mayor deseo, mayor sufrimiento. Lo que sí es nuevo es la inflamable forma de alimentar la llama del deseo a la que nos enfrentamos. Una llama que nos consume y nos quema reduciendo nuestro jardín interior a cenizas.
Como médico de cabecera acompaño todos los días este tipo de procesos, personas que no consiguen saciar sus deseos o sueños y se estrellan contra un muro de realidad, ciudadanos que se ven traicionados por el cartón piedra de unos anuncios que les prometen el paraíso, pero sólo les dan más sed de la que ya tenían. Muchos no pueden seguir el ritmo, no pueden vivir más deprisa. Acaban en las cunetas de la vida agotados, deprimidos, angustiados... derrotados. Solicitan ayuda médica, en forma de pastilla si es posible, para aguantar un poco más, para seguir el ritmo. Muy pocos se preguntan -o lo hacen al facultativo- por qué han acabado así. Suelen pensar que ha sido mala suerte, que la vida no les dio buenas cartas o que directamente les trató mal. Pocos se plantean que haya que cambiar algo. Como mucho, que cambie el Gobierno o lo hagan los demás, responsables subsidiarios de su desazón y malestar.
Para plantear un trabajo de toma de conciencia, al facultativo le hacen falta tres condicionantes: una buena formación, suficiente nivel de comprensión y un poco de tiempo. Lamentablemente, no se suelen dar las tres juntas, por lo que el usuario sale de las dependencias sanitarias con su receta de pastillas y otra cita en un mes. Muchos apuntarán que una consulta médica no es el lugar más conveniente para solucionar este tipo de cuestiones. Pero el personal no suele poder permitirse un psicólogo (por fata de cultura o recursos), no se acude ya a sacerdotes ni consultores espirituales y la red socio familiar es exigua. Por eso la gente acaba yendo a ver a su médico de familia o a su enfermera a contarles que les duele la cabeza y, de paso, que ya no aguantan más en el trabajo, que su novio la dejó o que no tienen energía para nada.
La sociedad está enferma. Tal vez siempre lo estuvo. Lo único que constato es el alto nivel de insatisfacción con todo que vivimos. Insatisfacción con la política y los políticos, con los servicios públicos, con el trabajo o la falta del mismo, con la familia o su ausencia, con los demás, con uno mismo. Una insatisfacción que, al ir de la mano de la impotencia y la dejadez, produce mucha indefensión.
Buda recetó para este mal un poco de conciencia. Permitirnos tiempos de silencio, reflexión, contemplación y meditación en los que podamos observar lo que nos acontece y podamos dejar de oír un instante la melosa voz de tantas sirenas que tratan de que llevemos nuestro barco hacia las rocas. No me parece mala opción. Más o menos por la misma época, los filósofos griegos llegaban por otros derroteros a las mismas conclusiones, al igual que lo han hecho sabios, eruditos y místicos de cualquier tradición. El remedio es barato y asequible, potente y eficaz. Es verdad que su sabor puede no ser del todo agradable, pero es lo que hay. Si se siente insatisfecho le recomiendo que lo pruebe antes de desarrollar una úlcera o un colon irritable.
De los primitivos anuncios de los periódicos decimonónicos hemos evolucionado hasta las complejas campañas publicitarias actuales, que buscan individualizar al máximo los mensajes, parasitando toda la información que pueden conseguir de los posibles compradores. El deseo humano se alimenta y estimula todo lo posible, las costumbres se relajan y se permite el goce en todas sus formas. Hemos construido sociedades hedónicas que no paran de consumir recursos, experiencias, placeres, información, arte y contenidos de todo tipo. La presión publicitaria es tal que el ciudadano precisa tener el último teléfono móvil, aunque el del año anterior funcione perfectamente. Es urgente disponer del coche más lujoso que podamos permitirnos. Y si no es posible, pedimos un crédito. En vacaciones viajamos lo más lejos posible buscando nuevas experiencias. La sociedad consume toneladas de drogas de todo tipo, estimulantes, euforizantes, dinamizantes, psicodélicas... y otras tantas toneladas de psicofarmacos tranquilizantes, hipnóticos, antidepresivos, antipsicoticos, relajantes y una buena propina de anfetaminas para niños inquietos. Necesitamos más, siempre necesitamos más. Las pantallas se encargan de recordarlo a cada paso, desde que consultamos el whassapp al levantarnos, la tele o la radio al desayunar, el dispositivo portátil al ir al trabajo, el ordenador cuando estamos en este y de nuevo la tele al volver a casa por la noche. Este deseo no es nada nuevo, el mismo Buda se dio perfecta cuenta, tanto en su vida cortesana como príncipe como en su época asceta posterior, de que a mayor deseo, mayor sufrimiento. Lo que sí es nuevo es la inflamable forma de alimentar la llama del deseo a la que nos enfrentamos. Una llama que nos consume y nos quema reduciendo nuestro jardín interior a cenizas.
Como médico de cabecera acompaño todos los días este tipo de procesos, personas que no consiguen saciar sus deseos o sueños y se estrellan contra un muro de realidad, ciudadanos que se ven traicionados por el cartón piedra de unos anuncios que les prometen el paraíso, pero sólo les dan más sed de la que ya tenían. Muchos no pueden seguir el ritmo, no pueden vivir más deprisa. Acaban en las cunetas de la vida agotados, deprimidos, angustiados... derrotados. Solicitan ayuda médica, en forma de pastilla si es posible, para aguantar un poco más, para seguir el ritmo. Muy pocos se preguntan -o lo hacen al facultativo- por qué han acabado así. Suelen pensar que ha sido mala suerte, que la vida no les dio buenas cartas o que directamente les trató mal. Pocos se plantean que haya que cambiar algo. Como mucho, que cambie el Gobierno o lo hagan los demás, responsables subsidiarios de su desazón y malestar.
Para plantear un trabajo de toma de conciencia, al facultativo le hacen falta tres condicionantes: una buena formación, suficiente nivel de comprensión y un poco de tiempo. Lamentablemente, no se suelen dar las tres juntas, por lo que el usuario sale de las dependencias sanitarias con su receta de pastillas y otra cita en un mes. Muchos apuntarán que una consulta médica no es el lugar más conveniente para solucionar este tipo de cuestiones. Pero el personal no suele poder permitirse un psicólogo (por fata de cultura o recursos), no se acude ya a sacerdotes ni consultores espirituales y la red socio familiar es exigua. Por eso la gente acaba yendo a ver a su médico de familia o a su enfermera a contarles que les duele la cabeza y, de paso, que ya no aguantan más en el trabajo, que su novio la dejó o que no tienen energía para nada.
La sociedad está enferma. Tal vez siempre lo estuvo. Lo único que constato es el alto nivel de insatisfacción con todo que vivimos. Insatisfacción con la política y los políticos, con los servicios públicos, con el trabajo o la falta del mismo, con la familia o su ausencia, con los demás, con uno mismo. Una insatisfacción que, al ir de la mano de la impotencia y la dejadez, produce mucha indefensión.
Buda recetó para este mal un poco de conciencia. Permitirnos tiempos de silencio, reflexión, contemplación y meditación en los que podamos observar lo que nos acontece y podamos dejar de oír un instante la melosa voz de tantas sirenas que tratan de que llevemos nuestro barco hacia las rocas. No me parece mala opción. Más o menos por la misma época, los filósofos griegos llegaban por otros derroteros a las mismas conclusiones, al igual que lo han hecho sabios, eruditos y místicos de cualquier tradición. El remedio es barato y asequible, potente y eficaz. Es verdad que su sabor puede no ser del todo agradable, pero es lo que hay. Si se siente insatisfecho le recomiendo que lo pruebe antes de desarrollar una úlcera o un colon irritable.