Creemos que que la paz es simplemente la ausencia de guerra. Este error de reducir la paz a una forma de pasividad legitima en realidad a todos los belicistas. Si seguimos esta lógica, siempre será mejor tomar las armas, porque es la única verdadera acción. En realidad, la paz es todo salvo inacción. Es tan fácil hacer la guerra y tan difícil construir la paz...
Crisis tras crisis y guerra tras guerra, hace años que trato de desmontar los argumentos simplistas que llevan a responder por la fuerza. Me digo que si eso no basta para cambiar una crisis, al menos se aprovechará en la próxima.
Y sin embargo, ahí está la evidencia. Ahí sigue la enfermiza repetición de la guerra. Responde a la angustia de nuestro mundo agitado y de nuestras democracias mediáticas, aunque sea a costa de la impotencia provocada por una rabia ciega. Ya no sabemos hacer la paz.
Primero porque los últimos grandes conflictos que atormentan a nuestra memoria se saldaron con colapsos, como el de la Alemania nazi bajo las bombas en 1945 o el de la Unión Soviética, que se desplomó desde dentro en 1991.
Después, porque Estados Unidos es desde siempre una potencia que sabe hacer la guerra, pero que ignora todo sobre la paz. Una nación empapada de mesianismo teocrático -como Francia, dirán algunos- pero que, como Inglaterra, puede atrincherarse en su espléndido aislamiento cuando las realidades no le dan la razón. Estados Unidos necesita un enemigo para darse un papel en el mundo. Necesita un enemigo cuyo mal sea proporcional al Bien que ellos encarnan, corriendo el riesgo de endurecerlo e incluso de contribuir a crearlo, desde el bolchevique con cuchillo entre los dientes hasta el yihadista bárbaro.
Pero la paz es una idea europea que la Unión, dedicada a su sueño postnacional, ha desaprendido. Aunque le ha costado lo suficientemente caro para que podamos alegar sin pestañear que la idea de paz pertenece a Europa. La paz perpetua de Kant, el equilibrio organizado de las grandes potencias en el Congreso de Viena - cuyo bicentenario no se celebra cuando conmemoramos con muchos gastos la guerra de 1914-, la tolerancia civil del edicto de Nantes o los tratados de Westfalia de 1648 -que instituyeron la paz confesional- han llegado tras siglos de barbarie. No eran acuerdos de paz vacíos o fruto de la inacción. Por el contrario, eran rituales, fiestas conmemorativas organizadas para mantener la unidad y la reconciliación a través de la memoria de los horrores de la guerra; eran instituciones y procedimientos para domesticar a Estados siempre tentados por la guerra.
La paz no es resignación o agotamiento. Es iniciativa, tiempo y diálogo. Estas tres armas están al servicio de una única exigencia que es la reconciliación. Porque lo que cuenta no es el armisticio, sino la paz. Hay guerras que al terminarse siembran nuevas guerras, como fue el caso de la paz fracasada y mutilada del Tratado de Versalles en 1919. Es la razón por la cual la paz es tan escasa en nuestro siglo. Los ejemplos se pueden contar con los dedos de una mano. Podemos citar a Europa después de 1945, que sigue siendo el ejemplo más esperanzador. También está Sudáfrica después del apartheid. O Irlanda del Norte después del IRA. Hoy Colombia se encuentra en vías de superar el trauma de cincuenta años de una guerra civil que ha provocado, por lo menos. 200.000 muertos y cinco millones de desplazados. En cambio, en Asia Oriental, entre Japón, China y Corea, en los Grandes Lagos de África, en el Oriente Próximo y en el Oriente Medio, en Argelia -que debe hacer frente a la herencia colonial y a la memoria del islamismo-, todo queda por hacer, por construir, el camino está por imaginar.
La paz es iniciativa, porque siempre hace falta un elemento de activación, un hombre que lleve un mensaje y una voluntad, una movilización que supere las divisiones. Es lo que hizo Nelson Mandela por Sudáfrica, lo que inició Yitzhak Rabin en Oslo en 1994 y lo que hizo el general De Gaulle después de 1958 en Argelia. Fueron hombres que tras haber medido el sufrimiento de su pueblo, la absurdidad de los sacrificios y, sobre todo, la posibilidad de un cambio, eligieron decir que la paz era posible.
La paz es tiempo, porque siempre hay un proceso. Y este aspecto a menudo crea frustraciones. Un bombardeo se hace rápido, mientras que un proceso de paz implica compromisos e imperfecciones. Es la razón por la cual la paz suscita debates y negativas, como lo mostró en Colombia el enfrentamiento del antiguo presidente Uribe, partidario de la fuerza por la fuerza, con el presidente reelegido Santos, partidario de una paz negociada. Hay que asumir una parte inacabada y el dolor de ver crímenes impunes en nombre de la paz por venir. Si la paz camina, no avanza en línea recta, sino por sacudidas provocadas por las tomas de conciencia, los reveses militares y las sinuosidades de la diplomacia. Los ejemplos de Indochina y de Argelia lo han mostrado: la paz impone su propio calendario y sus propias incertidumbres.
La paz es diálogo y eso impone aceptar el cara a cara con el enemigo. También supone tener un sentido del momento histórico. Porque no nos engañemos, la paz no es posible en todo momento. Porque las dos partes deben aceptar pagar su precio. Aceptar salir de la economía de guerra que se ha constituido, desarraigar la cultura de guerra que ha proliferado con los años. Es una vez más lo que se esfuerzan por hacer los colombianos, conscientes de que la paz es una inversión en el porvenir que exige sacrificios simbólicos y financieros para crear un nuevo orden social. En Colombia, el precio de la justicia social es un impuesto sobre el patrimonio que incrementará el fondo de compensación para las regiones desheredadas por culpa de la guerilla.
Porque la paz también es una promesa económica. Colombia en paz, dicen los economistas, tendría un crecimiento de dos puntos más cada año. Si el Maghreb superara sus odios recocidos en el Sáhara Occidental y entrara en una unión política, conocería un crecimiento similar. Hoy nos toca aprovechar las enseñanzas del trabajo que está cumpliendo Colombia: un diálogo inclusivo que no cede ningún derecho fundamental de las víctimas, pero que está dispuesto a acondicionar el tratamiento de los arrepentidos de la guerrilla, un diálogo completo que aborda la totalidad de las cuestiones económicas y sociales que han formado el substrato de la guerrilla de las FARC y del ELN durante tantos años y un diálogo que toma en cuenta el entorno regional y las complejas relaciones con vecinos como Venezuela.
Es imposible hacer la paz en lugar de los demás. La reconciliación es un acto íntimo y difícil que implica perdón, olvido y sacrificio personal. Pero nosotros, europeos miembros de la comunidad internacional, herederos de los artesanos de la paz, tenemos una responsabilidad respecto a ella. Vuelvo de Colombia, donde he podido ver el proceso de paz en marcha, y unas semanas antes del viaje del presidente Santos a Europa. Y quisiera decir que los europeos tenemos la posibilidad de contribuir directamente a la paz.
Podemos contribuir a la paz en Colombia con ayuda financiera, con apoyo político y un verdadero reconocimiento al proceso, con motivo de la próxima visita del presidente colombiano a Europa. Pero también podemos volver a estar activos al servicio de la paz en el mundo entero. Podemos aportar capacidades de anticipación para prevenir las crisis antes de que estallen. Las divergencias confesionales, étnicas, identitarias, se hacen incontrolables cuando salen a la luz.
Pero mientras incuben, se pueden tratar. Esto supone estar atentos a las regiones, donde los conflictos latentes se enquistan, y apoyar a los que buscan el diálogo, las soluciones por medio del derecho y de la voz política frente a los que promueven ideas simples. Esto supone, por parte de los think tank, aportar esclarecimientos, informes, pedagogía para que podamos entrever las dificultades de mañana desde ya mismo. ¿ Pero quién hace hoy este trabajo ?
Podemos optar por la interposición para evitar la gangrena de la violencia entre las comunidades. Es una opción difícil y arriesgada que supone nuevas fuerzas internacionales de mantenimiento de la paz, especializadas, entrenadas, reactivas y dotadas de un estado mayor único.
Podemos imponer una mediación a través de un tercero en confianza en algunos conflictos que parecen no tener fin. No se trata de inventar la paz, sino de imponer sus condiciones iniciales. Es el deber que nos incumbe en el Oriente Próximo, ahora que un mecanismo infernal empuja a israelíes y a palestinos hacia una radicalización creciente. La diplomacia europea debería estar a la vanguardia, en vez de usar la diplomacia del cheque para pagar los platos rotos.
Por fin podemos acompañar la paz por medio del esfuerzo de reconstrucción, única garantía de la estabilidad. Porque los procesos son frágiles y las divisiones sociales siempre son las brasas que alimentan el fuego de las identidades. Los países en camino hacia la paz necesitan ayuda económica y administrativa para hacer frente a sus desafíos. Tal es nuestra responsabilidad en Ucrania para permitir que el alto el fuego no sea el anuncio de una deterioro, sino el principio de un trabajo serio de acercamiento basado en una amplia autonomía regional en el marco del Estado ucraniano. Estoy convencido de que Europa, que tiene un papel de líder en las Naciones Unidas, debe dotarse de una Administración particular encargada de proponer tales capacidades para ayudar a los países afectados a salir de sus conflictos. Reconstruir el Estado de derecho, rehabilitar los servicios públicos de estados desfallecidos, sentar las bases de la reconciliación, he aquí una misión a la altura de las ambiciones de paz de Europa.
La labor de la paz está por reinventar. Entonces liberémonos de la tentación del atajo de la fuerza para tomarnos un tiempo para la paz. Molestémonos en observar a los países en los que la paz se construye día tras día, modestamente. Volvamos a dar sentido al proyecto europeo. Europa ha logrado el gran reto histórico de la paz en su continente. Debe compartir sus convicciones poniendo la paz en el centro de sus políticas. Tal vez así encontremos el antídoto a las pulsiones del fuego purificador.
Crisis tras crisis y guerra tras guerra, hace años que trato de desmontar los argumentos simplistas que llevan a responder por la fuerza. Me digo que si eso no basta para cambiar una crisis, al menos se aprovechará en la próxima.
Y sin embargo, ahí está la evidencia. Ahí sigue la enfermiza repetición de la guerra. Responde a la angustia de nuestro mundo agitado y de nuestras democracias mediáticas, aunque sea a costa de la impotencia provocada por una rabia ciega. Ya no sabemos hacer la paz.
Primero porque los últimos grandes conflictos que atormentan a nuestra memoria se saldaron con colapsos, como el de la Alemania nazi bajo las bombas en 1945 o el de la Unión Soviética, que se desplomó desde dentro en 1991.
Después, porque Estados Unidos es desde siempre una potencia que sabe hacer la guerra, pero que ignora todo sobre la paz. Una nación empapada de mesianismo teocrático -como Francia, dirán algunos- pero que, como Inglaterra, puede atrincherarse en su espléndido aislamiento cuando las realidades no le dan la razón. Estados Unidos necesita un enemigo para darse un papel en el mundo. Necesita un enemigo cuyo mal sea proporcional al Bien que ellos encarnan, corriendo el riesgo de endurecerlo e incluso de contribuir a crearlo, desde el bolchevique con cuchillo entre los dientes hasta el yihadista bárbaro.
Pero la paz es una idea europea que la Unión, dedicada a su sueño postnacional, ha desaprendido. Aunque le ha costado lo suficientemente caro para que podamos alegar sin pestañear que la idea de paz pertenece a Europa. La paz perpetua de Kant, el equilibrio organizado de las grandes potencias en el Congreso de Viena - cuyo bicentenario no se celebra cuando conmemoramos con muchos gastos la guerra de 1914-, la tolerancia civil del edicto de Nantes o los tratados de Westfalia de 1648 -que instituyeron la paz confesional- han llegado tras siglos de barbarie. No eran acuerdos de paz vacíos o fruto de la inacción. Por el contrario, eran rituales, fiestas conmemorativas organizadas para mantener la unidad y la reconciliación a través de la memoria de los horrores de la guerra; eran instituciones y procedimientos para domesticar a Estados siempre tentados por la guerra.
La paz no es resignación o agotamiento. Es iniciativa, tiempo y diálogo. Estas tres armas están al servicio de una única exigencia que es la reconciliación. Porque lo que cuenta no es el armisticio, sino la paz. Hay guerras que al terminarse siembran nuevas guerras, como fue el caso de la paz fracasada y mutilada del Tratado de Versalles en 1919. Es la razón por la cual la paz es tan escasa en nuestro siglo. Los ejemplos se pueden contar con los dedos de una mano. Podemos citar a Europa después de 1945, que sigue siendo el ejemplo más esperanzador. También está Sudáfrica después del apartheid. O Irlanda del Norte después del IRA. Hoy Colombia se encuentra en vías de superar el trauma de cincuenta años de una guerra civil que ha provocado, por lo menos. 200.000 muertos y cinco millones de desplazados. En cambio, en Asia Oriental, entre Japón, China y Corea, en los Grandes Lagos de África, en el Oriente Próximo y en el Oriente Medio, en Argelia -que debe hacer frente a la herencia colonial y a la memoria del islamismo-, todo queda por hacer, por construir, el camino está por imaginar.
La paz es iniciativa, porque siempre hace falta un elemento de activación, un hombre que lleve un mensaje y una voluntad, una movilización que supere las divisiones. Es lo que hizo Nelson Mandela por Sudáfrica, lo que inició Yitzhak Rabin en Oslo en 1994 y lo que hizo el general De Gaulle después de 1958 en Argelia. Fueron hombres que tras haber medido el sufrimiento de su pueblo, la absurdidad de los sacrificios y, sobre todo, la posibilidad de un cambio, eligieron decir que la paz era posible.
La paz es tiempo, porque siempre hay un proceso. Y este aspecto a menudo crea frustraciones. Un bombardeo se hace rápido, mientras que un proceso de paz implica compromisos e imperfecciones. Es la razón por la cual la paz suscita debates y negativas, como lo mostró en Colombia el enfrentamiento del antiguo presidente Uribe, partidario de la fuerza por la fuerza, con el presidente reelegido Santos, partidario de una paz negociada. Hay que asumir una parte inacabada y el dolor de ver crímenes impunes en nombre de la paz por venir. Si la paz camina, no avanza en línea recta, sino por sacudidas provocadas por las tomas de conciencia, los reveses militares y las sinuosidades de la diplomacia. Los ejemplos de Indochina y de Argelia lo han mostrado: la paz impone su propio calendario y sus propias incertidumbres.
La paz es diálogo y eso impone aceptar el cara a cara con el enemigo. También supone tener un sentido del momento histórico. Porque no nos engañemos, la paz no es posible en todo momento. Porque las dos partes deben aceptar pagar su precio. Aceptar salir de la economía de guerra que se ha constituido, desarraigar la cultura de guerra que ha proliferado con los años. Es una vez más lo que se esfuerzan por hacer los colombianos, conscientes de que la paz es una inversión en el porvenir que exige sacrificios simbólicos y financieros para crear un nuevo orden social. En Colombia, el precio de la justicia social es un impuesto sobre el patrimonio que incrementará el fondo de compensación para las regiones desheredadas por culpa de la guerilla.
Porque la paz también es una promesa económica. Colombia en paz, dicen los economistas, tendría un crecimiento de dos puntos más cada año. Si el Maghreb superara sus odios recocidos en el Sáhara Occidental y entrara en una unión política, conocería un crecimiento similar. Hoy nos toca aprovechar las enseñanzas del trabajo que está cumpliendo Colombia: un diálogo inclusivo que no cede ningún derecho fundamental de las víctimas, pero que está dispuesto a acondicionar el tratamiento de los arrepentidos de la guerrilla, un diálogo completo que aborda la totalidad de las cuestiones económicas y sociales que han formado el substrato de la guerrilla de las FARC y del ELN durante tantos años y un diálogo que toma en cuenta el entorno regional y las complejas relaciones con vecinos como Venezuela.
Es imposible hacer la paz en lugar de los demás. La reconciliación es un acto íntimo y difícil que implica perdón, olvido y sacrificio personal. Pero nosotros, europeos miembros de la comunidad internacional, herederos de los artesanos de la paz, tenemos una responsabilidad respecto a ella. Vuelvo de Colombia, donde he podido ver el proceso de paz en marcha, y unas semanas antes del viaje del presidente Santos a Europa. Y quisiera decir que los europeos tenemos la posibilidad de contribuir directamente a la paz.
Podemos contribuir a la paz en Colombia con ayuda financiera, con apoyo político y un verdadero reconocimiento al proceso, con motivo de la próxima visita del presidente colombiano a Europa. Pero también podemos volver a estar activos al servicio de la paz en el mundo entero. Podemos aportar capacidades de anticipación para prevenir las crisis antes de que estallen. Las divergencias confesionales, étnicas, identitarias, se hacen incontrolables cuando salen a la luz.
Pero mientras incuben, se pueden tratar. Esto supone estar atentos a las regiones, donde los conflictos latentes se enquistan, y apoyar a los que buscan el diálogo, las soluciones por medio del derecho y de la voz política frente a los que promueven ideas simples. Esto supone, por parte de los think tank, aportar esclarecimientos, informes, pedagogía para que podamos entrever las dificultades de mañana desde ya mismo. ¿ Pero quién hace hoy este trabajo ?
Podemos optar por la interposición para evitar la gangrena de la violencia entre las comunidades. Es una opción difícil y arriesgada que supone nuevas fuerzas internacionales de mantenimiento de la paz, especializadas, entrenadas, reactivas y dotadas de un estado mayor único.
Podemos imponer una mediación a través de un tercero en confianza en algunos conflictos que parecen no tener fin. No se trata de inventar la paz, sino de imponer sus condiciones iniciales. Es el deber que nos incumbe en el Oriente Próximo, ahora que un mecanismo infernal empuja a israelíes y a palestinos hacia una radicalización creciente. La diplomacia europea debería estar a la vanguardia, en vez de usar la diplomacia del cheque para pagar los platos rotos.
Por fin podemos acompañar la paz por medio del esfuerzo de reconstrucción, única garantía de la estabilidad. Porque los procesos son frágiles y las divisiones sociales siempre son las brasas que alimentan el fuego de las identidades. Los países en camino hacia la paz necesitan ayuda económica y administrativa para hacer frente a sus desafíos. Tal es nuestra responsabilidad en Ucrania para permitir que el alto el fuego no sea el anuncio de una deterioro, sino el principio de un trabajo serio de acercamiento basado en una amplia autonomía regional en el marco del Estado ucraniano. Estoy convencido de que Europa, que tiene un papel de líder en las Naciones Unidas, debe dotarse de una Administración particular encargada de proponer tales capacidades para ayudar a los países afectados a salir de sus conflictos. Reconstruir el Estado de derecho, rehabilitar los servicios públicos de estados desfallecidos, sentar las bases de la reconciliación, he aquí una misión a la altura de las ambiciones de paz de Europa.
La labor de la paz está por reinventar. Entonces liberémonos de la tentación del atajo de la fuerza para tomarnos un tiempo para la paz. Molestémonos en observar a los países en los que la paz se construye día tras día, modestamente. Volvamos a dar sentido al proyecto europeo. Europa ha logrado el gran reto histórico de la paz en su continente. Debe compartir sus convicciones poniendo la paz en el centro de sus políticas. Tal vez así encontremos el antídoto a las pulsiones del fuego purificador.