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'Boyhood': el tiempo que pasa

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Somos tiempo. Apenas nada más. El tiempo que irremediablemente pasa y que nos hace conscientes de nuestra mortalidad. Como hombres y mujeres modernos hemos intentado expulsar de nuestras vidas a la muerte, pero no hemos conseguido acabar con los calendarios. Intentamos agarrarnos a la ficticia eternidad de la belleza física, a las tenencias materiales que nos atan, a una sucesión líquida de amores con los que huimos del miedo a la soledad. Pero todo es una batalla perdida frente a las horas que, pese a todo, y como diría Virginia Woolf, nadie sabe por qué amamos tanto.

El interesante experimento de Richard Linklater -que ha rodado una semana al año durante 12 años con los mismos actores y las mismas actrices-, a través del cual asistimos al crecimiento de Mason (un estupendo Ellar Coltrane) y a los avatares de su familia, es una bellísima reflexión sobre la arena que nos va consumiendo y los días que nos van hiriendo de muerte. La película termina justo en ese momento vital en el que la juventud nos hace pensar que no existe más que el presente, el "ahora mismo" que vive la joven pareja que protagoniza las escenas finales. Pero ese presente no es más que un capítulo más que pasa, el que lleva por cierto a la madre de Mason (una Patricia Arquette en el mejor papel de su carrera) a sentir con más fuerza que nunca el drama que supone ver cómo su hijo deja la casa y se va a la Universidad. El pliegue que le muestra que la vida camina hacia el inevitable final después de haberse casado en dos ocasiones, haberse divorciado otras tantas, haber buscado una salida profesional y haber criado a sus hijos. La madre que llora al comprobar que lo que había dado en gran medida sentido a sus días dejará de ser la energía que la mantenía en lucha. La mujer que, en definitiva, descubre al ver que el hijo se marcha, cómo el tiempo, inexorablemente, marca arrugas y trata de consolarnos con la memoria.

Además del recorrido por esos doce años que convierten a Mason en un joven entusiasmado por el arte de la fotografía, y de lo que supone de mirada sobre el crecimiento intelectual y emocional de un individuo, Boyhood es también un extraordinario relato sobre la familia. Sobre sus luces y sus miserias. Sobre lo que supone de tronco pero también de cárcel. Sobre el papel que hombres y mujeres parecen condenados a desempeñar en una estructura que nos da seguridad, pero que también en ocasiones aprieta. La misma evolución de Mason, que es en definitiva la que ha vivido cualquiera de nosotros, le lleva de mirar el mundo desde dentro de ella a mirarla a ella desde el mundo. En ese salto, que es el que finalmente nos lleva a lo que podríamos identificar como el inicio de la madurez, se marca todo el arduo proceso mediante el que un individuo conquista su autonomía.


Linklater nos regala un primoroso retrato de la figura del padre - un Ethan Hawke que siempre saca lo mejor de sí mismo con el director de la trilogía Antes del amanecer, en la que también el director nos plantea una emocionada mirada sobre el paso del tiempo y sus efectos en las relaciones personales - y de la madre. Vemos cómo ésta se convierte en una especie de heroína al tener que sacar a sus hijos adelante sola, al tiempo que no renuncia a estudiar y a hacer realidad su sueño profesional. La vemos cargada de responsabilidades, sin tiempo para ella misma, pero sin renunciar al ejercicio tierno y cuidadoso que supone la maternidad. Y la vemos, en algunos de los momentos más dramáticos de la película, sufriendo los terribles efectos de la relación que tiene con un hombre violento que la maltrata física y psicológicamente.

Boyhood nos ofrece una más que interesante reflexión sobre diversos modelos de masculinidad. De una parte, el más patriarcal, el hombre violento y autoritario, el que ordena y manda sobre su mujer y sus hijastros, el que ahoga en alcohol sus inseguridades y es incapaz de mostrarse vulnerable. Así es el padrastro que hace de la vida de Mason, de su hermana Samantha y de su madre un auténtico infierno. Frente a él, el padre al que solo ven los fines de semana y en vacaciones. El que se nos presenta como un ser frágil, dubitativo a veces, incluso fracasado, el padre cómplice que no renuncia a hablar con sus hijos de emociones, de sentimientos o de política. El que hace todo lo posible por que, a pesar de la separación de su madre, se mantengan los vínculos afectivos y finalmente sea posible la construcción de un modelo familiar que poco o nada tiene que ver con el tradicional. El que sugiere a un Mason ya adolescente que mejor que no lleve a casa el rifle que le regalan en uno de sus cumpleaños. Una Biblia y un rifle, como símbolos además del peculiar Sur estadounidense, y como atributos de una masculinidad que también para el joven acaba actuando como una especie de imperativo categórico.

Boyhood no nos habla de grandes episodios ni hazañas, sino precisamente de esas pequeñas cosas que forjan nuestra memoria, que acaban configurando el hombre o la mujer que somos, las que permanecen cuando uno echa la vista atrás. Como esas fotografías del álbum familiar que podrían ser perfectamente intercambiables con la de otro individuo. En esa apuesta por retratar cómo afecta el paso del tiempo a lo cotidiano, reside la belleza de esta película. La solidez de una historia que nos recuerda cómo el cine, el buen cine, nos habla insistentemente de la vida, y de nosotros mismos. Y que es al fin también un perfecto aliado en nuestra lucha contra la mortalidad.

Este post fue publicado inicialmente en el blog del autor

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