La desconexión profunda con uno mismo y los demás es lo que convierte en tóxica la soledad. La soledad suele asustar. Tenemos poca tolerancia a su presencia. Tratamos de exorcizarla con música y ruido de fondo, con conversaciones superficiales, horas de televisión, navegando sin rumbo en internet y otras mil formas. Se cuentan con los dedos las personas capaces de estar en silencio, solas, largos periodos de tiempo siguiendo manteniendo la sonrisa. ¿Qué es lo que nos da miedo?
Nos asusta la sombra. Lo oscuro, la noche interna. Aquella zona donde no tenemos control, la falta de confort emocional que, como una tormenta, zarandea nuestro barco. Encerramos esos tifones con cuatro candados, esperando inútilmente que nos dejen en paz. Nunca lo hacen. No es posible someter mucho tiempo a las emociones, no existe nada más fluido, siempre encuentran un resquicio para volver a la conciencia de la que han sido barridas. Si tratamos de huir, la sombra nos encuentra por mucho que corramos. Si tratamos de reprimirla encendiendo todas las luces de la casa, tal vez la reduzcamos un instante, pero en cuanto salgamos a otro lugar allí estará.
¿Hay otra forma de manejar las emociones desagradables? Lo expertos dicen que hay muchas: negación, proyección, racionalización, represión, disociación, desplazamiento..., pero podemos resumirlas en lo ya dicho: salir corriendo.
Freud se dio cuenta de otro mecanismo que permitía canalizar el impulso hacia un destino más aceptable como la actividad artística o intelectual. Lo denominó sublimación. Esta vía es mucho más sana.
Pero sin entrar en profundidades psicoanalíticas, que no es el caso de este blog, apuntaré a una opción mucho más antigua y sencilla: el poder del darse cuenta. La conciencia humana es una propiedad emergente maravillosa. Tiene la facultad de hacernos presentes y, de esta forma, transformar por sí misma lo concienciado. Los investigadores de la física de partículas se asombraron en su día al comprobar cómo la presencia del propio investigador modificaba los resultados de las observaciones. Si observamos nuestro torrente emocional conseguimos cuatro cosas.
1. Nos damos cuenta de lo que sentimos.
2. Aceptamos que lo que sentimos emana de nosotros mismos, somos nosotros mismos.
3. Permanecemos en presencia de lo que nos disgusta contemplándolo, lo que sitúa lo contemplado a cierta distancia y empieza a quemar menos.
4. Aprendemos a ver cómo debajo de cada emoción hay una necesidad o pulsión no satisfecha.
Esto es radicalmente distinto a la conducta habitual reactiva de salir corriendo o enredarse a martillazos con las emociones que nos disgustan. Al dejarlas estar, favoreciendolas de alguna manera con nuestra conciencia, permitimos que éstas cumplan su misión de expresión, fluyan y desaparezcan. No hacerlo es como empeñarse en mantener en el intestino un exceso de gas o residuos que nos están molestando. Sólo si nos damos cuenta de la necesidad de evacuar y nos permitimos sentirla se producirá la misma con el consiguiente alivio. De hecho, la causa del molesto estreñimiento es la pérdida de esta sensibilidad.
La desconexión con nuestros propios sentimientos nos termina envenenado y hace intolerable la soledad. Ese desierto solo se puede cruzar llevándose bien consigo mismo, por eso este tema es de vital importancia para nuestra salud y nuestra enfermedad. La enfermedad a la que no se encuentra sentido o que nos sorprende con un pobre nivel de conciencia interna se vive mal.
No descubrimos nada nuevo. Esta situación afecta a la totalidad de la especie humana desde el paleolítico, y ha llovido desde entonces. Lo increíble es que seguimos casi en el punto de partida. Por muchos adelantos que tengamos, seguimos siendo tan novatos en este arte como nuestros antecesores. La maravilla es que todos tenemos al alcance de la mano la forma de hacer las cosas de otra manera. Sólo quien se atreva a probarlo verá cómo su vida es realmente transformable.
Nos asusta la sombra. Lo oscuro, la noche interna. Aquella zona donde no tenemos control, la falta de confort emocional que, como una tormenta, zarandea nuestro barco. Encerramos esos tifones con cuatro candados, esperando inútilmente que nos dejen en paz. Nunca lo hacen. No es posible someter mucho tiempo a las emociones, no existe nada más fluido, siempre encuentran un resquicio para volver a la conciencia de la que han sido barridas. Si tratamos de huir, la sombra nos encuentra por mucho que corramos. Si tratamos de reprimirla encendiendo todas las luces de la casa, tal vez la reduzcamos un instante, pero en cuanto salgamos a otro lugar allí estará.
¿Hay otra forma de manejar las emociones desagradables? Lo expertos dicen que hay muchas: negación, proyección, racionalización, represión, disociación, desplazamiento..., pero podemos resumirlas en lo ya dicho: salir corriendo.
Freud se dio cuenta de otro mecanismo que permitía canalizar el impulso hacia un destino más aceptable como la actividad artística o intelectual. Lo denominó sublimación. Esta vía es mucho más sana.
Pero sin entrar en profundidades psicoanalíticas, que no es el caso de este blog, apuntaré a una opción mucho más antigua y sencilla: el poder del darse cuenta. La conciencia humana es una propiedad emergente maravillosa. Tiene la facultad de hacernos presentes y, de esta forma, transformar por sí misma lo concienciado. Los investigadores de la física de partículas se asombraron en su día al comprobar cómo la presencia del propio investigador modificaba los resultados de las observaciones. Si observamos nuestro torrente emocional conseguimos cuatro cosas.
1. Nos damos cuenta de lo que sentimos.
2. Aceptamos que lo que sentimos emana de nosotros mismos, somos nosotros mismos.
3. Permanecemos en presencia de lo que nos disgusta contemplándolo, lo que sitúa lo contemplado a cierta distancia y empieza a quemar menos.
4. Aprendemos a ver cómo debajo de cada emoción hay una necesidad o pulsión no satisfecha.
Esto es radicalmente distinto a la conducta habitual reactiva de salir corriendo o enredarse a martillazos con las emociones que nos disgustan. Al dejarlas estar, favoreciendolas de alguna manera con nuestra conciencia, permitimos que éstas cumplan su misión de expresión, fluyan y desaparezcan. No hacerlo es como empeñarse en mantener en el intestino un exceso de gas o residuos que nos están molestando. Sólo si nos damos cuenta de la necesidad de evacuar y nos permitimos sentirla se producirá la misma con el consiguiente alivio. De hecho, la causa del molesto estreñimiento es la pérdida de esta sensibilidad.
La desconexión con nuestros propios sentimientos nos termina envenenado y hace intolerable la soledad. Ese desierto solo se puede cruzar llevándose bien consigo mismo, por eso este tema es de vital importancia para nuestra salud y nuestra enfermedad. La enfermedad a la que no se encuentra sentido o que nos sorprende con un pobre nivel de conciencia interna se vive mal.
No descubrimos nada nuevo. Esta situación afecta a la totalidad de la especie humana desde el paleolítico, y ha llovido desde entonces. Lo increíble es que seguimos casi en el punto de partida. Por muchos adelantos que tengamos, seguimos siendo tan novatos en este arte como nuestros antecesores. La maravilla es que todos tenemos al alcance de la mano la forma de hacer las cosas de otra manera. Sólo quien se atreva a probarlo verá cómo su vida es realmente transformable.