Existe un precio muy alto que debemos pagar los profesionales sanitarios por dedicarnos a la salud de las personas. Un precio que pasa siempre inadvertido para los ciudadanos en general y que está directamente relacionado con el conocimiento. Y es que, si bien es cierto que por lo general, el saber es un privilegio para el ser humano, también lo es el hecho de que, en ocasiones muy concretas, ese conocimiento tan preciado que nos acompaña en nuestro trabajo, puede convertirse en una losa que arrastraremos para siempre.
Cuando un familiar nuestro, un amigo auténtico o, por qué no, nosotros mismos caemos enfermos, los profesionales que nos dedicamos a la salud no nos enfrentamos a esta circunstancia de la misma manera que cualquier otra persona. Porque, a diferencia del ciudadanos de a pie, nosotros tenemos la poca suerte de conocer el desenlace que puede llegar a tener dicha enfermedad. Sabemos, aproximadamente, a qué cotas de dolor y sufrimiento va a tener que enfrentarse un ser humano y, lo que quizá sea lo más duro, cuántas esperanzas reales hay de salir adelante.
Y lo conocemos en profundidad porque, además de haber estudiado la patología en las aulas y congresos, contamos con la experiencia de acompañar en su enfermedad a los pacientes que diariamente pasan por nuestras manos. Hemos vivido con ellos su diagnóstico, su tratamiento, su lucha por la vida y el desenlace final. Y por mucho que uno quiera distanciarse de los pacientes, cuando llega a su casa, les puedo asegurar que uno recuerda el rostro de cada persona que dejó este mundo a nuestro lado, luchando.
Por todo ello, cuando estos últimos días veía en las cadenas de televisión, escuchaba en las emisoras de radio y leía en la prensa escrita y digital, las declaraciones del consejero de Sanidad de Madrid, Javier Rodríguez, intentando criminalizar a nuestra compañera Teresa, es difícil no caer directamente en el insulto y la descalificación de un político que, en apenas 48 horas, ha demostrado una indignidad sin precedentes. Más aún si tenemos en cuenta que es médico y, por tanto, se le supone el humanismo y el sometimiento a la deontología profesional, la ética y a las buenas prácticas. Todo lo contrario de lo que viene demostrando en estos pocos días.
Porque por mucho que el consejero descargue la culpa en Teresa, nuestra compañera tiene probada su categoría, profesionalidad y calidad humana desde el día en que entró a cuidar, primero a Miguel Pajares y después a Manuel García Viejo, los misioneros contagiados de ébola repatriados a España. Y lo hizo sabiendo perfectamente que se estaba jugando la vida, porque en la asistencia sanitaria el riesgo cero no existe.
Teresa vivió en primera persona cómo Miguel Pajares sufría las consecuencias de una de las infecciones más mortales que existen en el mundo, le ayudó a afrontar la enfermedad con la mayor dignidad posible, compartiendo su agonía. Ayudándole, cuidándole, acompañándole y siendo consciente de cómo el ébola destrozaba por dentro el cuerpo de este ser humano excepcional, que era enfermero como ella y había dedicado su vida a cuidar de cientos de víctimas de esta misma enfermedad que se cobró su vida y de otras dolencias que se ceban con los más pobres.
Mes y medio más tarde, Teresa volvió a demostrar su valía y entrega cuando, después de conocer de primera mano el riesgo al que se exponía, se presentó voluntaria para cuidar del segundo religioso contagiado, y ayudarle, primero en su lucha por la vida, y después, en su entrega a la muerte. Fue entonces cuando lamentablemente se contagió de la enfermedad y comenzó este infierno en el que se ha visto ahora envuelta.
Teresa está ahora en el mismo lugar que sus pacientes más famosos, y no puedo dejar de pensar en que, desde el primer minuto, ha sido consciente como nadie de todo lo que se le venía encima. Porque lo había vivido en primera persona, acompañando a Miguel y a Manuel. Está pagando, por tanto, ese precio del conocimiento, de la experiencia, en la soledad de su habitación del Carlos III donde al menos tiene a sus compañeros ayudándole en la titánica tarea de ganar la batalla al virus.
Y mientras Teresa lucha por su vida, el consejero de Sanidad que supuestamente es la máxima autoridad autonómica en la materia, en vez de mostrar su gratitud por este acto de generosidad sin precedentes, lleva días sembrando la duda y el desprestigio con falsedades e insultos, criminalizando e, incluso, facilitando datos personales e íntimos... En definitiva, poniendo en marcha uno de los espectáculos más bochornosos y lamentables que he vivido en toda mi carrera como enfermero.
Teresa sabía mejor que nadie el peligro que suponía exponerse a un paciente con ébola, y aun así, eligió voluntariamente jugarse su vida por la de otro. Y aquel nefasto día en el que se enteró que se había infectado, seguro que recordó sus rostros, cada momento, y se preparó para la batalla que iba a librar, porque conocía lo que le esperaba. Por todo ello, yo me siento tremendamente orgulloso de ser enfermero como ella y, pase lo que pase, los españoles tendremos que estarle siempre agradecidos por su trabajo y dedicación.
Cuando un familiar nuestro, un amigo auténtico o, por qué no, nosotros mismos caemos enfermos, los profesionales que nos dedicamos a la salud no nos enfrentamos a esta circunstancia de la misma manera que cualquier otra persona. Porque, a diferencia del ciudadanos de a pie, nosotros tenemos la poca suerte de conocer el desenlace que puede llegar a tener dicha enfermedad. Sabemos, aproximadamente, a qué cotas de dolor y sufrimiento va a tener que enfrentarse un ser humano y, lo que quizá sea lo más duro, cuántas esperanzas reales hay de salir adelante.
Y lo conocemos en profundidad porque, además de haber estudiado la patología en las aulas y congresos, contamos con la experiencia de acompañar en su enfermedad a los pacientes que diariamente pasan por nuestras manos. Hemos vivido con ellos su diagnóstico, su tratamiento, su lucha por la vida y el desenlace final. Y por mucho que uno quiera distanciarse de los pacientes, cuando llega a su casa, les puedo asegurar que uno recuerda el rostro de cada persona que dejó este mundo a nuestro lado, luchando.
Por todo ello, cuando estos últimos días veía en las cadenas de televisión, escuchaba en las emisoras de radio y leía en la prensa escrita y digital, las declaraciones del consejero de Sanidad de Madrid, Javier Rodríguez, intentando criminalizar a nuestra compañera Teresa, es difícil no caer directamente en el insulto y la descalificación de un político que, en apenas 48 horas, ha demostrado una indignidad sin precedentes. Más aún si tenemos en cuenta que es médico y, por tanto, se le supone el humanismo y el sometimiento a la deontología profesional, la ética y a las buenas prácticas. Todo lo contrario de lo que viene demostrando en estos pocos días.
Porque por mucho que el consejero descargue la culpa en Teresa, nuestra compañera tiene probada su categoría, profesionalidad y calidad humana desde el día en que entró a cuidar, primero a Miguel Pajares y después a Manuel García Viejo, los misioneros contagiados de ébola repatriados a España. Y lo hizo sabiendo perfectamente que se estaba jugando la vida, porque en la asistencia sanitaria el riesgo cero no existe.
Teresa vivió en primera persona cómo Miguel Pajares sufría las consecuencias de una de las infecciones más mortales que existen en el mundo, le ayudó a afrontar la enfermedad con la mayor dignidad posible, compartiendo su agonía. Ayudándole, cuidándole, acompañándole y siendo consciente de cómo el ébola destrozaba por dentro el cuerpo de este ser humano excepcional, que era enfermero como ella y había dedicado su vida a cuidar de cientos de víctimas de esta misma enfermedad que se cobró su vida y de otras dolencias que se ceban con los más pobres.
Mes y medio más tarde, Teresa volvió a demostrar su valía y entrega cuando, después de conocer de primera mano el riesgo al que se exponía, se presentó voluntaria para cuidar del segundo religioso contagiado, y ayudarle, primero en su lucha por la vida, y después, en su entrega a la muerte. Fue entonces cuando lamentablemente se contagió de la enfermedad y comenzó este infierno en el que se ha visto ahora envuelta.
Teresa está ahora en el mismo lugar que sus pacientes más famosos, y no puedo dejar de pensar en que, desde el primer minuto, ha sido consciente como nadie de todo lo que se le venía encima. Porque lo había vivido en primera persona, acompañando a Miguel y a Manuel. Está pagando, por tanto, ese precio del conocimiento, de la experiencia, en la soledad de su habitación del Carlos III donde al menos tiene a sus compañeros ayudándole en la titánica tarea de ganar la batalla al virus.
Y mientras Teresa lucha por su vida, el consejero de Sanidad que supuestamente es la máxima autoridad autonómica en la materia, en vez de mostrar su gratitud por este acto de generosidad sin precedentes, lleva días sembrando la duda y el desprestigio con falsedades e insultos, criminalizando e, incluso, facilitando datos personales e íntimos... En definitiva, poniendo en marcha uno de los espectáculos más bochornosos y lamentables que he vivido en toda mi carrera como enfermero.
Teresa sabía mejor que nadie el peligro que suponía exponerse a un paciente con ébola, y aun así, eligió voluntariamente jugarse su vida por la de otro. Y aquel nefasto día en el que se enteró que se había infectado, seguro que recordó sus rostros, cada momento, y se preparó para la batalla que iba a librar, porque conocía lo que le esperaba. Por todo ello, yo me siento tremendamente orgulloso de ser enfermero como ella y, pase lo que pase, los españoles tendremos que estarle siempre agradecidos por su trabajo y dedicación.