Hasta hace pocos lustros las llamadas industrias culturales no gozaban de buena fama, sobre todo entre los mandarines de la crítica y el arte. A mediados del siglo XX los miembros de la Escuela de Frankfurt, pioneros en el análisis del impacto del cine, la radio y las revistas en la sociedad no veían en ellas más que distracciones para mantener la hegemonía del "capitalismo represor". Dejando de lado sus desatinadas nociones económicas, la verdad es que la rígida distinción que establecieron entre alta cultura y cultura popular se mantuvo hasta los albores del nuevo milenio. Se impuso así la superstición de que todo libro, película o lienzo que superase determinadas cotas de éxito, por brillante que fuese, quedaba mancillado por su sumisión al mercado y al aplauso de las masas, hasta el punto de poner bajo sospecha las obras de David Hockney o Mario Vargas Llosa. Ciertamente, este purismo -cuya crítica, huelga añadir, no legítima la elevación de cualquier ocurrencia al plano del arte, como a menudo sucede- estuvo más extendido en la Europa continental que en el mundo anglosajón e incluso que en España, donde la llegada de la democracia contribuyó a difuminar tales prejuicios.
Al margen del debate, hay que subrayar cómo todos los gobiernos se apresuraron a abrir ministerios y a desarrollar legislaciones encaminadas a proteger e incentivar la producción creativa autóctona. El acuerdo Blum-Byrnes de 1946, que fijaba en Francia una cuota a la emisión de filmes estadounidenses constituye un precedente de este interés nacional, cuyo lamentable acento proteccionista llega hasta hoy: de nuevo Francia, bajo amenaza de veto, ha logrado excluir al sector audiovisual de las negociaciones del TTIP. Por detrás de esta cuestión se libra un combate de imágenes, percepciones y audiencias que refleja el poderoso componente simbólico de la cultura. Aunque, como siempre, el núcleo de la controversia es económico: la liberalización del ámbito editorial europeo, sin riesgo de quedar fagocitado por EEUU, no ha suscitado contestaciones.
En todo caso, las antiguas suspicacias que levantaban las industrias culturales han quedado sepultadas por su valor comercial y su encaje natural en las dinámicas que genera la economía del conocimiento, además de por la emergencia de nuevos enclaves creativos -desde Seúl a Johannesburgo, pasando por Delhi o Sao Paulo- que pugnan por atraer la atención global. No obstante, el reconocimiento (tardío) del relieve de las industrias culturales ha coincidido en Occidente con el estallido de una doble convulsión que las afecta de lleno: la crisis financiera y la que ha propiciado la irrupción digital, trastocando los tradicionales modelos de negocio.
En España, la crisis conllevó un descenso del consumo interno y un aumento de las cargas fiscales que, afortunadamente, se está revirtiendo. A su vez, el énfasis puesto en la internacionalización, sumado al gran talento de nuestros creadores (con una nueva generación de cineastas que está fascinando al público) y de nuestros técnicos (incluidos publicistas y programadores de videojuegos) constituyen factores esperanzadores, habida cuenta de la ventaja competitiva que implica contar con un mercado de 500 millones de hispanohablantes.
Sin embargo, es preciso avanzar más en fórmulas de homologación normativa, servicios online, defensa de la propiedad intelectual y acuerdos de cofinanciación (iberoamericana y europea), en un medio -el audiovisual- seriamente damnificado por la piratería. Por lo demás, justo es recordarlo, la rebaja del IVA cultural en la adquisición de obras de arte, acometida a principios de año, supuso un acicate para intentar situar al coleccionismo patrio al nivel que nuestra excelencia pictórica merece.
Como no cesan de advertirnos grandes economistas y expertos, el emprendimiento y la innovación están delineando el cauce del crecimiento futuro. En este escenario, pese a lo prolongado del temporal, editores, productores, escenógrafos, compositores, etc., forman un ecosistema con claras opciones de verse beneficiados por las nuevas lógicas de intercambio y consumo cultural. Finalmente quizá, en vez que reclamar mayor capacidad de inventiva --sobrada, en este terreno-- haga falta concienciar a toda la sociedad sobre el coste y valor tangible de las "obras del espíritu". Más allá de las subvenciones, he aquí una verdadera responsabilidad de carácter público.
Al margen del debate, hay que subrayar cómo todos los gobiernos se apresuraron a abrir ministerios y a desarrollar legislaciones encaminadas a proteger e incentivar la producción creativa autóctona. El acuerdo Blum-Byrnes de 1946, que fijaba en Francia una cuota a la emisión de filmes estadounidenses constituye un precedente de este interés nacional, cuyo lamentable acento proteccionista llega hasta hoy: de nuevo Francia, bajo amenaza de veto, ha logrado excluir al sector audiovisual de las negociaciones del TTIP. Por detrás de esta cuestión se libra un combate de imágenes, percepciones y audiencias que refleja el poderoso componente simbólico de la cultura. Aunque, como siempre, el núcleo de la controversia es económico: la liberalización del ámbito editorial europeo, sin riesgo de quedar fagocitado por EEUU, no ha suscitado contestaciones.
En todo caso, las antiguas suspicacias que levantaban las industrias culturales han quedado sepultadas por su valor comercial y su encaje natural en las dinámicas que genera la economía del conocimiento, además de por la emergencia de nuevos enclaves creativos -desde Seúl a Johannesburgo, pasando por Delhi o Sao Paulo- que pugnan por atraer la atención global. No obstante, el reconocimiento (tardío) del relieve de las industrias culturales ha coincidido en Occidente con el estallido de una doble convulsión que las afecta de lleno: la crisis financiera y la que ha propiciado la irrupción digital, trastocando los tradicionales modelos de negocio.
En España, la crisis conllevó un descenso del consumo interno y un aumento de las cargas fiscales que, afortunadamente, se está revirtiendo. A su vez, el énfasis puesto en la internacionalización, sumado al gran talento de nuestros creadores (con una nueva generación de cineastas que está fascinando al público) y de nuestros técnicos (incluidos publicistas y programadores de videojuegos) constituyen factores esperanzadores, habida cuenta de la ventaja competitiva que implica contar con un mercado de 500 millones de hispanohablantes.
Sin embargo, es preciso avanzar más en fórmulas de homologación normativa, servicios online, defensa de la propiedad intelectual y acuerdos de cofinanciación (iberoamericana y europea), en un medio -el audiovisual- seriamente damnificado por la piratería. Por lo demás, justo es recordarlo, la rebaja del IVA cultural en la adquisición de obras de arte, acometida a principios de año, supuso un acicate para intentar situar al coleccionismo patrio al nivel que nuestra excelencia pictórica merece.
Como no cesan de advertirnos grandes economistas y expertos, el emprendimiento y la innovación están delineando el cauce del crecimiento futuro. En este escenario, pese a lo prolongado del temporal, editores, productores, escenógrafos, compositores, etc., forman un ecosistema con claras opciones de verse beneficiados por las nuevas lógicas de intercambio y consumo cultural. Finalmente quizá, en vez que reclamar mayor capacidad de inventiva --sobrada, en este terreno-- haga falta concienciar a toda la sociedad sobre el coste y valor tangible de las "obras del espíritu". Más allá de las subvenciones, he aquí una verdadera responsabilidad de carácter público.