(Resumen de lo publicado: El mismo día en que mi padre moría en Madrid, mi mujer, Regina, me engañaba con un gitano bosnio en Viena. De regreso a la ciudad imperial, decidí separarme de ella. Pasamos la noche llorando, y antes de que amaneciera, salí de nuestra casa. En el American Bar, encontré a Petra Marjak.)
-A mí no me interesa matar a nadie -me soltó Petra.
-Quiero decir: ¿eres capaz de imaginar una situación en la que matarías? -insistí, a sabiendas de que ella y yo nos movíamos en dimensiones diferentes. Nada le había dicho de lo que me había ocurrido durante mi estancia en España. Había mencionado que acababa de llegar de viaje para explicar mi aspecto ("¡Pareces un actor, un modelo!"), pero le había ocultado mi consternación.
-Nadie ha nacido para matar -se encerró en una sonrisa que me desconcertó, como si quisiera zanjar seriamente el juego que le proponía.
-No me creo que alguna vez no hayas deseado la muerte a alguien, Petra. Estoy seguro de que es un sentimiento de lo más común. Actúa como alivio del odio y es perfectamente inocuo. Se parece a las lágrimas.
-Mira, a pesar de mi aspecto, yo odio mucho. En eso soy tan humana como el que más. Pero mi odio no da para tanto, nunca he necesitado desahogarlo con un deseo como el que dices. Además, una cosa es matar a una persona y otra, muy distinta, desearle la muerte.
-¿Sí? ¿Y cuál es la diferencia? -me aventuré, pensando que había ganado un terreno en el campo de su desgana por hablar de un asunto así.
-Bueno, está claro. Una cosa es la realidad y otra el deseo -y volvió a sonreír. Petra sonreía siempre, aunque estuviera seria. El entusiasmo le rebosaba por el pecho, asomando a su escote e iluminando su rostro como flechado por la dicha. Hasta la ropa que lucía estaba de verdad encendida por la energía de su ser. Esa madrugada llevaba un vestido negro sin mangas, ceñido y corto.
Ambos abrazábamos con las manos los vasos ya viejos de nuestras consumiciones como quien abraza una deserción. Teníamos conciencia de desplazados, fugitivos en una noche única. Petra, sin embargo, sabía estar incluso cuando se hallaba fuera de sitio. Yo, en cambio, comenzaba a perder pie. Demasiado cansancio y demasiadas lágrimas. Nunca he aprendido además, a comportarme en un bar, territorio público demasiado expuesto, donde viven agazapadas toda clase de humillaciones para un tímido, tal vez para un cobarde.
Los hombres se habían ido, y Petra y yo nos callamos. Luego enlazamos nuestras manos mediante una caricia lenta. Las yemas de mis dedos recogían el fluido irracional del contacto y lo estancaban en un placer tenso que me trasladaba a la adolescencia. No sé qué era más delicioso, si descubrir el roce de su piel o advertir la sensibilidad nueva de mis manos, renovada con cada deslizamiento, con cada oscilación.
No supe seguir, más allá de disfrutar por segundos de aquel deleite juvenil. ¿Era esta la venganza que quería tomarme de mi mujer? ¿Dejarme acariciar por otra? ¿Tan poco hondo era mi resentimiento? Hubiera podido pensar que no odiaba tanto a Regina, cuando bastaba una caricia de Petra para compensarme de su traición. ¿Cuál es la diferencia entre dejarse acariciar, llorar, y desear que alguien muera? ¿Son pesos iguales que restituyen un equilibrio perdido? Lo único claro es que mi rencor no estaba maduro. La exaltación de Petra, sí.
-¡Qué dedos más jóvenes tienes! -me dijo.
(Continuará.)
-A mí no me interesa matar a nadie -me soltó Petra.
-Quiero decir: ¿eres capaz de imaginar una situación en la que matarías? -insistí, a sabiendas de que ella y yo nos movíamos en dimensiones diferentes. Nada le había dicho de lo que me había ocurrido durante mi estancia en España. Había mencionado que acababa de llegar de viaje para explicar mi aspecto ("¡Pareces un actor, un modelo!"), pero le había ocultado mi consternación.
-Nadie ha nacido para matar -se encerró en una sonrisa que me desconcertó, como si quisiera zanjar seriamente el juego que le proponía.
-No me creo que alguna vez no hayas deseado la muerte a alguien, Petra. Estoy seguro de que es un sentimiento de lo más común. Actúa como alivio del odio y es perfectamente inocuo. Se parece a las lágrimas.
-Mira, a pesar de mi aspecto, yo odio mucho. En eso soy tan humana como el que más. Pero mi odio no da para tanto, nunca he necesitado desahogarlo con un deseo como el que dices. Además, una cosa es matar a una persona y otra, muy distinta, desearle la muerte.
-¿Sí? ¿Y cuál es la diferencia? -me aventuré, pensando que había ganado un terreno en el campo de su desgana por hablar de un asunto así.
-Bueno, está claro. Una cosa es la realidad y otra el deseo -y volvió a sonreír. Petra sonreía siempre, aunque estuviera seria. El entusiasmo le rebosaba por el pecho, asomando a su escote e iluminando su rostro como flechado por la dicha. Hasta la ropa que lucía estaba de verdad encendida por la energía de su ser. Esa madrugada llevaba un vestido negro sin mangas, ceñido y corto.
Ambos abrazábamos con las manos los vasos ya viejos de nuestras consumiciones como quien abraza una deserción. Teníamos conciencia de desplazados, fugitivos en una noche única. Petra, sin embargo, sabía estar incluso cuando se hallaba fuera de sitio. Yo, en cambio, comenzaba a perder pie. Demasiado cansancio y demasiadas lágrimas. Nunca he aprendido además, a comportarme en un bar, territorio público demasiado expuesto, donde viven agazapadas toda clase de humillaciones para un tímido, tal vez para un cobarde.
Los hombres se habían ido, y Petra y yo nos callamos. Luego enlazamos nuestras manos mediante una caricia lenta. Las yemas de mis dedos recogían el fluido irracional del contacto y lo estancaban en un placer tenso que me trasladaba a la adolescencia. No sé qué era más delicioso, si descubrir el roce de su piel o advertir la sensibilidad nueva de mis manos, renovada con cada deslizamiento, con cada oscilación.
No supe seguir, más allá de disfrutar por segundos de aquel deleite juvenil. ¿Era esta la venganza que quería tomarme de mi mujer? ¿Dejarme acariciar por otra? ¿Tan poco hondo era mi resentimiento? Hubiera podido pensar que no odiaba tanto a Regina, cuando bastaba una caricia de Petra para compensarme de su traición. ¿Cuál es la diferencia entre dejarse acariciar, llorar, y desear que alguien muera? ¿Son pesos iguales que restituyen un equilibrio perdido? Lo único claro es que mi rencor no estaba maduro. La exaltación de Petra, sí.
-¡Qué dedos más jóvenes tienes! -me dijo.
(Continuará.)