Evo Morales, recién elegido presidente de Bolivia por tercera vez, al ser preguntado por sus planes tras la política, ha declarado que el día que se retire "abrirá un restaurante junto con otros amigos alcaldes..., son excelentes parrilleros, y yo serviré comida". En el universo místico boliviano, es posible que las puertas giratorias del poder conduzcan a una sala con pucheros, sin más pretensión que influir en los condimentos de un buen asado. También dijo que "no le gusta debatir", a pesar de que no se le debe dar mal para tener tanto éxito electoral.
Bolivia no es fácil de descifrar; contiene siempre dosis de realidad, ficción y, sobre todo, misterio.
Hay que estar preparado para llegar a la ciudad de La Paz, la capital más alta del mundo, 3650 metros más cerca del cielo. A esas alturas, conviene administrar bien las dosis de oxígeno, como quien alarga las horas de un sueño que si se corta puede convertirse en pesadilla.
Poderosos, pero desordenados, los chinos viajan ahora por todas partes, desafiando la vieja costumbre occidental de identificar al turista omnipresente de ojos rasgados como japonés. Viajan fascinados por América Latina, casi siempre sin hablar su idioma, pero eso no hace falta probablemente para comprender su magia.
Aterrizar en el aeropuerto de El Alto, a 4000 metros de altura, es forzosamente inquietante. Tras esperar unos minutos a su apertura y desaparecida la niebla, el comandante anuncia nuestra llegada, al tiempo que una mujer china que me acompaña cae desmayada. En el tumulto de la aduana le dan oxígeno, como al viajero que ha caminado largas horas por el desierto y necesita agua. Descendiendo a La Paz de madrugada se adivina un gran manto de luces extendido sobre las montañas, con casas colgadas en equilibrios imposibles.
La mañana, algo fría, viene acompañada con un sol cercano. El vértigo ante el paisaje deslumbrante de Los Andes requiere ser administrado con respiración pausada. He aprendido que sólo la naturaleza, en sus formas más verticales, retorcidas y bellas es capaz de tornar un instante de miedo en un empujón de esperanza ante la belleza y la sensación única de estar lleno de vida.
Hay pastillas para combatir el soroche, el mal de altura, pero la receta favorita, aunque aburrida, del viajero informado consiste en "caminar despacito, beber poquito y dormir solito". Hay quienes respetan esta regla no escrita y caen enfermos igualmente, y quienes se arriman a sus placeres y salen ilesos. Hay poca certidumbre en la ciudad de La Paz.
Asisto a la fiesta de la Hispanidad en la embajada de España, celebrada 3 días antes para evitar coincidir con las elecciones presidenciales. En muchas partes de Latinoamérica se sigue conociendo como "el día de la raza". Bromeo con algunos españoles y les digo que no conviene perderse ninguno de estos aniversarios; Dado nuestro estado de descomposición moral y territorial cualquier 12 de octubre podría ser el último.
La celebración no parece tener lugar en una embajada. En el jardín hay un ambiente popular y festivo, adornado de colores vivos y mezclas diversas. Hombres con corbata al lado de mujeres con vestimentas indígenas, que siguen sin cambiar un ápice desde hace siglos. Al leído y calculado discurso del embajador de España, le sigue el del canciller boliviano, improvisado y con una breve interpretación de El cóndor pasa. Habla de la pachamama, la tierra, como eje sobre el que articular un futuro compartido entre antiguos esclavos y colonos. Rezuma espiritualidad. Por un momento creo asistir a una misa. Es lo que tiene el liderazgo mágico latinoamericano. Suena el himno europeo como preludio del español y un invitado autóctono se confunde y grita "¡viva España!".
El trafico de La Paz es caótico y desafía las leyes de lo posible, con calles verticales, carros viejos y peatones que cimbrean el parque móvil en los semáforos con destreza y bastante inconsciencia. A cada sobresalto le sigue una carcajada, porque la ciudad invita a vivir la vida al minuto y la realidad se confunde a veces con la ficción. La circulación está tan concentrada que un presidente de Bolivia, Gonzalo Sánchez Losada, ahora exiliado en EEUU, tuvo que huir en helicóptero en 2003, tras las protestas por corrupción y miseria. Quien no gobierna con los pies en la tierra se marcha de la misma forma, debieron pensar quienes todavía recuerdan haber visto el helicóptero sobre el cielo.
Hay cientos de ríos por debajo de La Paz. Muchos apenas tienen caudal, quizás como metáfora de un pasado en que servían para separar barrios de colonos y poblaciones autóctonas. La orografía paceña asegura que el transporte suburbano no llegará jamás, pero la reciente construcción de un teleférico cambiará la vida de miles de bolivianos. Hace tan solo unos meses fueron inauguradas dos líneas (una más está en pruebas). Me subo en una cabina que trepa por las montañas hasta El Alto. Al fondo me observa el monte Illimani, con su cumbre nevada y sus 6.462 metros de altura. El viaje con retorno a la ciudad no llega a un dólar. Hay unas 300.000 personas que cada día tardan más de una hora en bajar a trabajar a La Paz desde El Alto. El teleférico tarda 15 minutos. Ojalá les cambie la vida como lo hizo la llegada del metro a Londres en el siglo XIX, cuando muchos ingleses dejaron atrás sus caminatas de varias horas para llegar a sus puestos de trabajo.
Evo Morales, de origen amerindio y hablante materno del aymará, ganó sus primeras elecciones en diciembre de 2005, con la sencilla pero novedosa formula de integrar en el sistema a los indígenas, que representan alrededor del 80% de la población. Hasta entonces, la minoría blanca había dominado el establishment, sin prestar suficiente atención a las necesidades básicas de una mayoría de piel más oscura. Morales ha ganado ahora por tercera vez y ha logrado la mayoría en departamentos donde antiguamente no lograba pasear sin ser abucheado. Desde Europa, observar a un dirigente cuya popularidad crece en el ejercicio del poder invita a la reflexión.
El discurso del presidente boliviano se mantiene ideológico, trufado de retórica anticolonialista y antiimperialista, pero Morales se ha vuelto pragmático en el ejercicio del poder. Ha llegado a acuerdos con las elites empresariales del país y ha reducido notablemente la pobreza (del 60% de la población en 2006 al 45% en 2011). La economía creció al 5,1% en 2013 y lo hará este año al 5,2%, según el Banco Mundial. Bolivia tiene recursos naturales, gas, minerales y petróleo, y el alza de los precios ha situado el viento a favor. Su dependencia abrumadora de estos recursos limitados invita, no obstante, a cierta cautela. La oposición, muy dividida, no puede vencer a quien la mayoría visualizan como el padre de una Bolivia que les ha devuelto una dignidad que la historia tradicionalmente les ha robado.
Es un misterio saber todavía si el "Estado Plurinacional de Bolivia" y su "democracia representativa, participativa y comunitaria" -en donde prevalecen a veces los derechos y costumbres de colectivos indígenas sobre los derechos individuales- se asentará como un modelo de referencia para compatibilizar la democracia con la cultura autóctona en los pueblos más diversos. En Bolivia se mantienen vivas decenas de pueblos minoritarios y lenguas originarias.
Me despido de la ciudad con gesto sereno porque sé que siempre volveré. De camino a Lima avisto por la ventanilla del avión un gran mar que en realidad es el Lago Titicaca, el lago navegable más alto del mundo. Es inmenso y bello. La naturaleza puede explicarlo todo en apenas un segundo.
Bolivia no es fácil de descifrar; contiene siempre dosis de realidad, ficción y, sobre todo, misterio.
Hay que estar preparado para llegar a la ciudad de La Paz, la capital más alta del mundo, 3650 metros más cerca del cielo. A esas alturas, conviene administrar bien las dosis de oxígeno, como quien alarga las horas de un sueño que si se corta puede convertirse en pesadilla.
Poderosos, pero desordenados, los chinos viajan ahora por todas partes, desafiando la vieja costumbre occidental de identificar al turista omnipresente de ojos rasgados como japonés. Viajan fascinados por América Latina, casi siempre sin hablar su idioma, pero eso no hace falta probablemente para comprender su magia.
Aterrizar en el aeropuerto de El Alto, a 4000 metros de altura, es forzosamente inquietante. Tras esperar unos minutos a su apertura y desaparecida la niebla, el comandante anuncia nuestra llegada, al tiempo que una mujer china que me acompaña cae desmayada. En el tumulto de la aduana le dan oxígeno, como al viajero que ha caminado largas horas por el desierto y necesita agua. Descendiendo a La Paz de madrugada se adivina un gran manto de luces extendido sobre las montañas, con casas colgadas en equilibrios imposibles.
La mañana, algo fría, viene acompañada con un sol cercano. El vértigo ante el paisaje deslumbrante de Los Andes requiere ser administrado con respiración pausada. He aprendido que sólo la naturaleza, en sus formas más verticales, retorcidas y bellas es capaz de tornar un instante de miedo en un empujón de esperanza ante la belleza y la sensación única de estar lleno de vida.
Hay pastillas para combatir el soroche, el mal de altura, pero la receta favorita, aunque aburrida, del viajero informado consiste en "caminar despacito, beber poquito y dormir solito". Hay quienes respetan esta regla no escrita y caen enfermos igualmente, y quienes se arriman a sus placeres y salen ilesos. Hay poca certidumbre en la ciudad de La Paz.
Asisto a la fiesta de la Hispanidad en la embajada de España, celebrada 3 días antes para evitar coincidir con las elecciones presidenciales. En muchas partes de Latinoamérica se sigue conociendo como "el día de la raza". Bromeo con algunos españoles y les digo que no conviene perderse ninguno de estos aniversarios; Dado nuestro estado de descomposición moral y territorial cualquier 12 de octubre podría ser el último.
La celebración no parece tener lugar en una embajada. En el jardín hay un ambiente popular y festivo, adornado de colores vivos y mezclas diversas. Hombres con corbata al lado de mujeres con vestimentas indígenas, que siguen sin cambiar un ápice desde hace siglos. Al leído y calculado discurso del embajador de España, le sigue el del canciller boliviano, improvisado y con una breve interpretación de El cóndor pasa. Habla de la pachamama, la tierra, como eje sobre el que articular un futuro compartido entre antiguos esclavos y colonos. Rezuma espiritualidad. Por un momento creo asistir a una misa. Es lo que tiene el liderazgo mágico latinoamericano. Suena el himno europeo como preludio del español y un invitado autóctono se confunde y grita "¡viva España!".
El trafico de La Paz es caótico y desafía las leyes de lo posible, con calles verticales, carros viejos y peatones que cimbrean el parque móvil en los semáforos con destreza y bastante inconsciencia. A cada sobresalto le sigue una carcajada, porque la ciudad invita a vivir la vida al minuto y la realidad se confunde a veces con la ficción. La circulación está tan concentrada que un presidente de Bolivia, Gonzalo Sánchez Losada, ahora exiliado en EEUU, tuvo que huir en helicóptero en 2003, tras las protestas por corrupción y miseria. Quien no gobierna con los pies en la tierra se marcha de la misma forma, debieron pensar quienes todavía recuerdan haber visto el helicóptero sobre el cielo.
Hay cientos de ríos por debajo de La Paz. Muchos apenas tienen caudal, quizás como metáfora de un pasado en que servían para separar barrios de colonos y poblaciones autóctonas. La orografía paceña asegura que el transporte suburbano no llegará jamás, pero la reciente construcción de un teleférico cambiará la vida de miles de bolivianos. Hace tan solo unos meses fueron inauguradas dos líneas (una más está en pruebas). Me subo en una cabina que trepa por las montañas hasta El Alto. Al fondo me observa el monte Illimani, con su cumbre nevada y sus 6.462 metros de altura. El viaje con retorno a la ciudad no llega a un dólar. Hay unas 300.000 personas que cada día tardan más de una hora en bajar a trabajar a La Paz desde El Alto. El teleférico tarda 15 minutos. Ojalá les cambie la vida como lo hizo la llegada del metro a Londres en el siglo XIX, cuando muchos ingleses dejaron atrás sus caminatas de varias horas para llegar a sus puestos de trabajo.
Evo Morales, de origen amerindio y hablante materno del aymará, ganó sus primeras elecciones en diciembre de 2005, con la sencilla pero novedosa formula de integrar en el sistema a los indígenas, que representan alrededor del 80% de la población. Hasta entonces, la minoría blanca había dominado el establishment, sin prestar suficiente atención a las necesidades básicas de una mayoría de piel más oscura. Morales ha ganado ahora por tercera vez y ha logrado la mayoría en departamentos donde antiguamente no lograba pasear sin ser abucheado. Desde Europa, observar a un dirigente cuya popularidad crece en el ejercicio del poder invita a la reflexión.
El discurso del presidente boliviano se mantiene ideológico, trufado de retórica anticolonialista y antiimperialista, pero Morales se ha vuelto pragmático en el ejercicio del poder. Ha llegado a acuerdos con las elites empresariales del país y ha reducido notablemente la pobreza (del 60% de la población en 2006 al 45% en 2011). La economía creció al 5,1% en 2013 y lo hará este año al 5,2%, según el Banco Mundial. Bolivia tiene recursos naturales, gas, minerales y petróleo, y el alza de los precios ha situado el viento a favor. Su dependencia abrumadora de estos recursos limitados invita, no obstante, a cierta cautela. La oposición, muy dividida, no puede vencer a quien la mayoría visualizan como el padre de una Bolivia que les ha devuelto una dignidad que la historia tradicionalmente les ha robado.
Es un misterio saber todavía si el "Estado Plurinacional de Bolivia" y su "democracia representativa, participativa y comunitaria" -en donde prevalecen a veces los derechos y costumbres de colectivos indígenas sobre los derechos individuales- se asentará como un modelo de referencia para compatibilizar la democracia con la cultura autóctona en los pueblos más diversos. En Bolivia se mantienen vivas decenas de pueblos minoritarios y lenguas originarias.
Me despido de la ciudad con gesto sereno porque sé que siempre volveré. De camino a Lima avisto por la ventanilla del avión un gran mar que en realidad es el Lago Titicaca, el lago navegable más alto del mundo. Es inmenso y bello. La naturaleza puede explicarlo todo en apenas un segundo.