El 70% de la provincia iraquí de Anbar está ya en manos del Estado Islámico (EI). La ciudad siria de Kobani, en la frontera con Turquía, está agotando sus defensas frente al empuje del EI, sin que Ankara se muestre decidida a defender a los kurdos que de allí huyen (180.000 en las últimas semanas). Helicópteros estadounidenses Apache logran a duras penas detener un avance del EI a tan solo 25km del aeropuerto internacional de Bagdad, mientras un equipo operativo de los británicos SAS (echando por tierra el argumento oficial del Gobierno de que no desplegará tropas terrestres) desbarata un ataque del EI contra población civil en una zona suní de Irak. Entretanto, cazas estadounidenses y saudíes bombardean objetivos del EI en territorio sirio.
En resumen, la campaña militar se expande y el EI no da muestras de desinflarse. Eso significa, por un lado, que ni las fuerzas iraquíes, ni los peshmergas kurdos iraquíes, ni menos aún los milicianos kurdos sirios de las Unidades Populares de Protección están hoy en condiciones de derrotar al EI en combates terrestres. Las autoridades del Kurdistán iraquí se desgañitan, solicitando a Washington la entrega directa de armamento y material militar, sin tener que pasar por el filtro del Gobierno central (renuente a armar a quienes siempre han mirado con desconfianza). Tanto Jalal Talabani como Masud Barzani argumentan que, mientras el EI cuenta con material avanzado -producto de la rapiña en los acuartelamientos abandonados por el ejército iraquí, pero también del suministro de sus principales apoyos externos y de la compra en los mercados internacionales- sus huestes (estimadas en unos 200.000 efectivos) carecen de carros de combate y de vehículos blindados, así como de misiles contracarro y hasta de fusiles modernos. Mientras tanto, el recién formado Gobierno de Haidar al Abadi tampoco consigue mejorar la operatividad de unas fuerzas cuantitativamente muy superiores a las del EI (270.000 frente a unos 30-50.000), pero lastradas tanto por las fracturas sectarias que definen a la política iraquí y a su estructura de mando, como por su precaria instrucción y equipamiento para enfrentarse a un enemigo de las características del EI.
Por otro lado, se va imponiendo la idea de que (como era previsible) los ataques aéreos ni logran disuadir al EI de continuar con su ofensiva, ni son suficientes para recortar significativamente su capacidad de maniobra. Sus fuerzas no se han retirado de ningún escenario relevante y tampoco se detectan grandes movimientos de fuerzas, lo que cabe interpretar como indicios de que siguen teniendo la férrea voluntad de mantener el pulso ante sus oponentes, de que entienden que su actual despliegue es adecuado para sostener las operaciones en marcha y de que su capacidad de combate les permite plantearse nuevos objetivos. El EI, por tanto, no solo resiste la embestida liderada por EE UU, sino que amplía sus frentes e incrementa sus ataques, poniendo incluso a Bagdad bajo su punto de mira (aunque de momento no parece probable que se plantee una ofensiva directa contra la capital, sino, en todo caso, la realización de actos violentos aislados).
En estas condiciones Washington y sus aliados comienzan a entender que no pueden -tal como señalaba inicialmente el general retirado John R. Allen, coordinador de la coalición nombrado por Obama- esperar un año hasta que las tropas locales estén preparadas para enfrentarse con ciertas garantías de éxito a los yihadistas del EI. Dado que en ese tiempo la situación puede ser ya irreversible, Estados Unidos tendrá que valorar si le conviene seguir aferrado a sus propios cálculos iniciales, resistiéndose a entregar armas no solo a los peshmergas, sino también (como ya hizo en la década pasada) a las milicias suníes que se muestren dispuestas a cambiar otra vez de bando (reproduciendo la experiencia de los Consejos del Despertar), y asimismo a las poderosas milicias chiíes lideradas por actores tan notorios en la escena política iraquí como Muqtada al Sader y otros. Tendrá, igualmente, que calibrar hasta dónde puede llegar en su informal (pero efectiva) colaboración con el régimen iraní, estableciendo algún tipo de división del trabajo no solo en Irak sino (más difícil aún) también en Siria. Del mismo modo, aumenta la presión para establecer algún tipo de entendimiento con el régimen de Bashar el Asad, en la medida en que necesite no solo su consentimiento para actuar en Siria, sino también su activa colaboración para frenar la amenaza yihadista.
Tanto o más importante es determinar el papel reservado a Turquía a corto plazo. De momento es bien visible la cautela de Ankara en el caso de la asediada ciudad de Kobani. Por mucho que no sea un objetivo de importancia estratégica en el desarrollo de la campaña -como acaba de señalar el secretario de Estado estadounidense, John Kerry-, el Gobierno de Recep Tayyip Erdogan ya está pagando un precio por su manifiesta pasividad. Una cautela que le ha llevado a negar que haya permitido finalmente el uso de la base aérea de Incirlik a los cazas estadounidenses (en contra de lo que afirma Washington) y una pasividad que se explica por la enormes dudas que le plantea a Ankara el nivel de implicación de la coalición para ayudarle a combatir el yihadismo, el separatismo kurdo y los problemas vecinales, hoy con Siria y mañana con Irán.
En resumen, la campaña militar se expande y el EI no da muestras de desinflarse. Eso significa, por un lado, que ni las fuerzas iraquíes, ni los peshmergas kurdos iraquíes, ni menos aún los milicianos kurdos sirios de las Unidades Populares de Protección están hoy en condiciones de derrotar al EI en combates terrestres. Las autoridades del Kurdistán iraquí se desgañitan, solicitando a Washington la entrega directa de armamento y material militar, sin tener que pasar por el filtro del Gobierno central (renuente a armar a quienes siempre han mirado con desconfianza). Tanto Jalal Talabani como Masud Barzani argumentan que, mientras el EI cuenta con material avanzado -producto de la rapiña en los acuartelamientos abandonados por el ejército iraquí, pero también del suministro de sus principales apoyos externos y de la compra en los mercados internacionales- sus huestes (estimadas en unos 200.000 efectivos) carecen de carros de combate y de vehículos blindados, así como de misiles contracarro y hasta de fusiles modernos. Mientras tanto, el recién formado Gobierno de Haidar al Abadi tampoco consigue mejorar la operatividad de unas fuerzas cuantitativamente muy superiores a las del EI (270.000 frente a unos 30-50.000), pero lastradas tanto por las fracturas sectarias que definen a la política iraquí y a su estructura de mando, como por su precaria instrucción y equipamiento para enfrentarse a un enemigo de las características del EI.
Por otro lado, se va imponiendo la idea de que (como era previsible) los ataques aéreos ni logran disuadir al EI de continuar con su ofensiva, ni son suficientes para recortar significativamente su capacidad de maniobra. Sus fuerzas no se han retirado de ningún escenario relevante y tampoco se detectan grandes movimientos de fuerzas, lo que cabe interpretar como indicios de que siguen teniendo la férrea voluntad de mantener el pulso ante sus oponentes, de que entienden que su actual despliegue es adecuado para sostener las operaciones en marcha y de que su capacidad de combate les permite plantearse nuevos objetivos. El EI, por tanto, no solo resiste la embestida liderada por EE UU, sino que amplía sus frentes e incrementa sus ataques, poniendo incluso a Bagdad bajo su punto de mira (aunque de momento no parece probable que se plantee una ofensiva directa contra la capital, sino, en todo caso, la realización de actos violentos aislados).
En estas condiciones Washington y sus aliados comienzan a entender que no pueden -tal como señalaba inicialmente el general retirado John R. Allen, coordinador de la coalición nombrado por Obama- esperar un año hasta que las tropas locales estén preparadas para enfrentarse con ciertas garantías de éxito a los yihadistas del EI. Dado que en ese tiempo la situación puede ser ya irreversible, Estados Unidos tendrá que valorar si le conviene seguir aferrado a sus propios cálculos iniciales, resistiéndose a entregar armas no solo a los peshmergas, sino también (como ya hizo en la década pasada) a las milicias suníes que se muestren dispuestas a cambiar otra vez de bando (reproduciendo la experiencia de los Consejos del Despertar), y asimismo a las poderosas milicias chiíes lideradas por actores tan notorios en la escena política iraquí como Muqtada al Sader y otros. Tendrá, igualmente, que calibrar hasta dónde puede llegar en su informal (pero efectiva) colaboración con el régimen iraní, estableciendo algún tipo de división del trabajo no solo en Irak sino (más difícil aún) también en Siria. Del mismo modo, aumenta la presión para establecer algún tipo de entendimiento con el régimen de Bashar el Asad, en la medida en que necesite no solo su consentimiento para actuar en Siria, sino también su activa colaboración para frenar la amenaza yihadista.
Tanto o más importante es determinar el papel reservado a Turquía a corto plazo. De momento es bien visible la cautela de Ankara en el caso de la asediada ciudad de Kobani. Por mucho que no sea un objetivo de importancia estratégica en el desarrollo de la campaña -como acaba de señalar el secretario de Estado estadounidense, John Kerry-, el Gobierno de Recep Tayyip Erdogan ya está pagando un precio por su manifiesta pasividad. Una cautela que le ha llevado a negar que haya permitido finalmente el uso de la base aérea de Incirlik a los cazas estadounidenses (en contra de lo que afirma Washington) y una pasividad que se explica por la enormes dudas que le plantea a Ankara el nivel de implicación de la coalición para ayudarle a combatir el yihadismo, el separatismo kurdo y los problemas vecinales, hoy con Siria y mañana con Irán.