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Varsovia o la resurrección de una ciudad

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Vuelvo a Varsovia y Varsovia me recibe con lluvia, aunque me habían dicho mis amigos que hacía estos días bueno, que estaban teniendo de esos días del otoño en los que la ciudad parece envuelta en un vellocino dorado de caídas hojas de árboles y sol tenue. Pero no, algo ha fallado y llueve y la ciudad está bajo un manto gris. Recorro entre la lluvia el camino al archivo, a un archivo que, me he dado cuenta de pronto, hacía más de quince años que no visitaba. Está en el Krzywe Koło, el callejón torcido que rodea a la plaza del mercado de la Ciudad Vieja, es un edificio con aspecto medieval, con escaleras estrechas de madera, una sala pequeña y agradable. Es exactamente como uno se imagina que debe ser un archivo: barandillas metálicas, gruesas vigas de madera, armarios que dejan entrever cientos de libros tras puertas de cristal. No le falta ni un archivero con gafas exageradas por la miopía, ni el olor a polvo, legajos y papeles antiguos. Un ambiente que le recuerda al historiador, incluso aunque se ocupe de tiempos tan recientes, como hago yo, que estamos insertos dentro del pasado.

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Y sin embargo no es del todo cierto. El olor antiguo, la luz velada del pasado que desprende el edificio, que desprenden sus salas, no son más que una gran ilusión. Algunas personas más severas dirían incluso que se trata de una gran mentira. El edificio en el que me encuentro, como el resto de los que lo rodean y hasta una distancia considerable, no tiene siquiera setenta años. No es, en definitiva, más antiguo que el bloque de pisos, racionalista y moderno, en el que vivo en Madrid.

Toda esta zona fue casi por completo destruida durante la segunda guerra mundial. Las fotografías de la época, las imágenes de los noticieros de entonces muestran enormes montañas de escombros en los que sobresalen balcones retorcidos sin habitación a la que dar luz, cráteres con lagunas en las que nadan maderas que antes eran vigas de techo, paisajes lunares que se extienden hasta la planicie de cascotes de lo que fue un tiempo el gueto. Y un silencio atroz. Desconozco si es cierto lo que todos los testigos cuentan, pero Varsovia, según todos los testimonios, se hallaba oprimida en los primeros días de 1945 por un silencio inmenso, imposible de olvidar. Y algo de ello se ve, se aprecia en las imágenes, huellas siempre inciertas de lo que allí ocurría.

Pero yo estoy aquí ahora, en este ambiente urbano medieval, nostálgico y pintoresco, donde entonces había sólo un inmenso erial, producido por la barbarie nazi en 1944, tras el levantamiento de Varsovia. Hoy, como entonces, andamos por encima de los huesos, ya quizá desintegrados de sus habitantes, en un sentido literal: cuántos de los doscientos mil civiles asesinados por los nazis durante el levantamiento seguirán todavía aquí enterrados, bajos los escombros sobre los que se levantó esta ilusión de ciudad antigua.

Varsovia es la ciudad de la memoria por excelencia. Donde quiera que vayas te encuentras con lugares de memoria señalados y marcados por tablillas, letreros, monumentos, dibujos. Hay grafitis en los muros que recuerdan el pasado, pegatinas de símbolos nacionales, restos que sobresalen y que tienen significado si sabes cómo entenderlo. Es política de Estado y es la acción política de la propia sociedad civil, tan activa y potente en este país. En cualquier lugar de Varsovia, si te fijas atentamente, estás a la vez en más de un nivel de la historia, en forma casi tridimensional vives uno y otro espacio, en tiempos distintos, con distinta forma. Estás en el lugar actual, pero a la vez te encuentras en otro u otros lugares del pasado, conectas con la vida de sus habitantes hoy, pero también con la que fue y les llevó a lo que es hoy día. Y esto es posible porque la ciudad está diseñada para que el recuerdo entre dentro de la realidad.

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Pero ahora me muevo dentro, más que de una ilusión, de un sueño. Un sueño que se le debe a algunos personajes, unos arquitectos indignados por haber perdido su ciudad, porque la brutalidad y el salvajismo de unos ocupantes les hubieran arrebatado hasta el escenario de su infancia. Arquitectos como Jan Zachwatowicz, uno de los principales restauradores arquitectónicos europeos, que sobrevivió a la guerra en Varsovia, trabajando en la clandestinidad junto con sus estudiantes -a los que no podía dar clase oficialmente porque los alemanes habían prohibido la educación superior- para documentar tanto las destrucciones como el estado anterior, con vistas a reconstruir la ciudad tras la guerra. Eran personas con amor por su ciudad, inteligencia y sentido de futuro: bajo las garras de una ocupación cruel y asfixiante pensaban en la época tras la liberación y en la forma en que reconstruirían una ciudad que todavía no estaba ni en una mínima parte tan destruida cómo llegó a estarlo finalmente.

Y yo estuve en este archivo en los años noventa buscando el porqué y el cómo y el cuándo de esa reconstrucción. Arañando pistas en documentos que me mostraran la forma y el motivo de que estos arquitectos se lanzaran a una aventura tan costosa y arriesgada como era el crear un sueño -una ciudad antigua- en un país devastado hasta límites imposibles de imaginar, con un ejército soviético que había sido liberador, pero se había quedado como ocupante; en un momento de euforia, pero también de hambre, frío y desesperación: en los documentos se repiten las peticiones de los arquitectos, ingenieros, delineantes, para que les concedan un lugar donde vivir, les paguen su salario, les permitan realizar su trabajo como ellos quisieran.

Y lo cierto es que lo lograron. Basta pasear por estas calles para ver que Varsovia fue, se dice constantemente en la propaganda de la época, un fénix surgiendo de las cenizas. Una ciudad que resucitó de entre los muertos.

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