"La persona que ha sido explotada y lo ha olvidado, explotará a otras personas. La persona acostumbrada a ser despreciada y que pretende haberlo olvidado, ahora hará lo mismo con otros... Aún no he encontrado, aunque sigo buscando, un caso de victimización que haya ennoblecido a sus víctimas en lugar de despojarlas de humanidad."
Zygmunt Bauman (2013).
¿Cuánto dinero vale estudiar una carrera en esa universidad o realizar una especialización en tal escuela de negocio (que resultan ser valoradas por el mercado como las mejores del mundo)? Y ¿qué conseguiré a cambio? La frase o noción que a todos los padres, estudiantes, empresarios y trabajadores les viene a la cabeza casi inmediatamente cuando deliberan sobre comprar una formación que resulta algo cara es "Retorno sobre la Inversión" o ROI (en inglés, Return On Investment).
En los países ricos, esta lógica a la hora de entender cuál es la mejor opción para que un joven estudiante o una joven trabajadora aspire al mejor porvenir posible, se atenúa o matiza en función de la fortaleza de la que disfrutan sus sistemas públicos de educación superior y formación continua pero, incluso en ese tipo de escenarios menos propensos a la desigualdad, lo común es que todas las personas establezcan una relación de utilidad entre el precio de lo que les costará graduarse o certificarse (el gasto en dinero y en tiempo) y lo que obtendrán después al integrarse y desarrollarse en el mercado de trabajo o al arriesgarse como emprendedores en el sistema de producción económica.
Luego, ¿es solo dinero o capacidad económica el objetivo final que se persigue a la hora de aprender un determinado tipo de conocimiento para dominar una profesión? ¿El valor que tiene ser inteligente o tener talento se concreta por lo que el mercado está dispuesto a pagarte?
Y a su vez, ¿la decisión del mercado depende del valor de capitalización que logra la educación que has recibido?
Por ende, ¿es la obtención de riqueza el fin último al que una persona aspira cuando se forma para después iniciar su escalada hasta el lugar más elevado de la pirámide productiva?
He considerado tres conclusiones capitales interrelacionadas entre sí para conectar una respuesta unitaria a esta ristra de preguntas que, sin duda, podría ampliarse con otras muchas cuestiones que serían igual de interesantes. Comienzo.
La primera conclusión capital, aunque en apariencia pueda resultar obvia, actúa de una forma especialmente reductora sobre las dimensiones de nuestra condición humana. La expongo mediante la siguiente hipótesis: ¿Estaríais de acuerdo con que el propósito más importante para ser educado y convertirse en un alumno excelente es ser capaz de llegar a encontrar un "buen" trabajo?
Algunos de vosotros estoy seguro de que sostendréis vehementemente que ese no es en absoluto el factor más importante para recibir una educación técnica. Otros, probablemente, equilibraréis ese objetivo con otros diferentes a los que asignaréis un valor semejante como, por ejemplo, ser capaces de emocionarnos profundamente ante un obra de arte abstracta, obtener placer al diseñar un edificio público, escribir un tratado filosófico sobre la justicia, componer una sinfonía o la satisfacción al descubrir una vacuna contra el ébola.
En mi caso, aun compartiendo políticamente estas opiniones, voy a partir de una asunción escéptica hacia ellas para dar con una respuesta más realista que sea capaz de comprender críticamente la salvaje playa en la que hemos desembarcado como sociedad. A estas alturas resulta innegable para todos los espectros ideológicos contemporáneos que la cultura del capitalismo, que cada día modela con sus dedos nuestra mente y nuestro cuerpo, desencadena una serie de efectos secundarios que resultan dañinos socialmente. Es algo que demuestran los múltiples hechos deshonestos producto de unas conductas opuestas a lo que establecían la mayor parte de las ideas que aprendimos de nuestros padres y a las que, sin embargo, las élites apelan constantemente para describir la realidad que a todos, a ellos y a nosotros, nos gustaría que existiera, pero que nunca palpamos (un tipo de apelación tan bienintencionada como diletante, que estipula procurar "el orden y el sosiego" como la receta perfecta para alcanzar el equilibrio y la paz en un país, olvidando la imposibilidad que tiene ésta para resultar justa si no entiende previamente que el orden humano no tiene por qué alcanzarse exclusivamente perpetuando la jerarquía y la aristocracia, y que "el sosiego" puede demostrarse como una conducta banal frente a la imperturbabilidad del ecuánime, que con coraje sí sabrá adaptarse a las revoluciones).
Con la segunda conclusión capital pretendo sintetizar que lo que impulsa a los seres humanos hacia la necesidad de poseer una competencia educativa solvente y ejercer una diferenciación en inteligencias frente al resto de semejantes es el miedo a la pobreza material (o el miedo a no tener trabajo) lo que produce, en combinación con otros factores psicológicos y cognitivos, la propensión del individuo hacia la avaricia. Este viejo pecado que tan agudamente fue referenciado por la teología de Jesús (todos conocemos la facilidad con la que prendió un mensaje tan oportuno entre los más pobres: "Pues ¿qué provecho obtendrá un hombre si gana el mundo entero, pero pierde su alma? O ¿qué dará un hombre a cambio de su alma?". Mateo 16:26) supone una compulsión psíquica del individuo para adueñarse de lo máximo posible (dinero, tierra, objetos, artefactos) ya sea para acumularlo -aunque no se necesite- y no compartirlo con nadie, ya sea para gastarlo exuberante e irresponsablemente, y beneficiarse únicamente uno mismo (evidentemente, en muchos momentos de nuestra Historia, la avaricia por acumular también tuvo un desarrollo específico en el plano del acceso al saber).
Estas primeras dos conclusiones, ser educado para ser un eficiente y exitoso trabajador, empresario o funcionario del Estado y, de ese modo, poder no solo cubrir las necesidades materiales para tener un vida digna, sino acumular lo máximo posible para satisfacer la infinita gama de deseos y placeres que la producción de bienes y servicios nos ofrece, han propiciado una evolución en las motivaciones de las clases que componen la élite de la sociedad. Dicha evolución, que partía de un viejo modelo de privilegios heredados, pasó a transformarse en un modelo de meritocracia a mediados del siglo XX. Pero, poco a poco, éste también ha ido sedimentando sus propios mecanismos de generación de privilegios para unos pocos, lo que ha provocado el mismo tipo de corrosión que aportaba el antiguo modelo, confundiendo la pasión por el conocimiento con la pasión por dominar los métodos más rápidos para lograr riqueza y huir del miedo (retomaré esta línea argumental en la tercera conclusión).
Tanto a nivel institucional como empresarial, todos los actores del mundo del trabajo hablan en alto de aspectos relacionados con la escasez de talento disponible en el mercado para producir agentes más innovadores y competitivos, del declive e inutilidad de lo que se enseña en las universidades, del exceso de licenciados, de la eficaz -por barata- enseñanza online, de la inaplicabilidad de las ciencias sociales a la productividad tecnológica y científica, de la pereza y la acomodación de los jóvenes ante las incrementales demandas de esfuerzo y sacrificio para acceder a un puesto de trabajo. Incluso se emplea algo de tiempo en disertar sobre cómo serán los líderes del futuro. Por descontado, la conversación en profundidad sobre las cuestiones que aseguran con autenticidad un estado mental y físico saludables quedan abnegadas por la búsqueda de la seguridad financiera (inalcanzable para la inmensa mayoría) y por adquirir una confianza ciega en uno mismo (manteniendo una permanente empleabilidad y una absoluta flexibilidad para que tu nivel de vida pueda ir a mejor o a peor en cualquier momento).
Que alguien de la esfera política intente defender un ecosistema social donde la educación signifique mucho más que acumular unas competencias o habilidades aptas para lo productivo, y donde se valore culturalmente que cualquier persona atesora unas dimensiones mucho más complejas y atractivas que la simple remuneración que obtiene por medio de su status profesional, se ha convertido en una posibilidad rāra avis, pues sería estigmatizado automáticamente como un idealismo que da la espalda a la realidad (repleta de parados bien cualificados).
Hasta aquí, quizás habréis echado en falta otras preocupaciones radicales para desear ilustrarse. Una de las más interesantes es la de no ser un completo ignorante y así poder aspirar a disfrutar de la libertad intelectual. Dicho de otro modo, si realmente rompemos el cascarón feudal, el primer objetivo de la universidad (asumido como el espacio social más avanzado para recibir una educación) debería simplificarse hasta aquel que es el aprendizaje más esencial: pensar, hacerlo por uno mismo, con autonomía para discernir. La sociedad de consumo practica para su propia supervivencia un hábito de ocultamiento de la verdad, expandiendo el velo, cada vez más fino y camuflado, de la ignorancia. Pasamos la mayor parte de la semana inmersos en un océano de propaganda (publicidad, retórica política, refuerzos para legitimar la autoridad por parte de los medios de comunicación, el lenguaje desambiguo de la cultura popular, la creencias axiomáticas diseminadas por partidos, gobiernos y lobbies) y por aquello que Platón denominó como la doxa (en nuestro contexto histórico la interpreto todavía más turbiamente, es decir, como la apariencia de conocimiento científico de la que se disfrazan meras opiniones, ideas inmorales y mentiras que son articuladas desde espacios de influencia, autoridad o dominio, y que persiguen materializar intereses particulares por medio de la explotación, el miedo y siempre a costa de la verdad). La educación crítica de la ciudadanía a la que muchos aspiramos debe tener por objetivo liberarnos de la doxa, sabiendo reconocerla, cuestionarla y demostrando la verdad que queda fuera de sus límites.
Pasemos a la tercera conclusión capital , que consiste en la transformación de la educación en una mercancía muy lucrativa que a su vez cohesiona las diferencias de clases sociales (legitimándolas como parte de una estructura indisoluble para no entrar en el caos social). En este sentido, el proceso de mercantilización de nuestras vidas ha culminado, después de un siglo y medio de perfeccionar nuestra sensibilidad mercantil, en que el valor de nuestra existencia adquiere sustancialidad a través del pedigrí de la educación oficial que hemos acumulado junto a la renta de la que disfrutamos. Admitiendo este razonamiento, preguntarnos para qué es necesaria la educación superior y la universidad conllevaría una respuesta parecida a esta: son una herramienta válida para alcanzar dinero, reconocimiento y fama, esto es, la felicidad ¿Y si hacernos esa misma pregunta equivaliese a preguntarnos para qué sirve nuestra sociedad (o para qué sirven los individuos que la constituyen)?
Para entenderlo mejor, voy a describir en unas pocas pinceladas el desarrollo del modelo educativo superior estadounidense, dado que nos ofrece en relieve la trascendencia filosófica y cultural que se expande por detrás de este proceso mercantilizador, y porque, además, siempre se ha contemplado desde este lado del Atlántico con ciertas dosis de envidia y admiración.
William Deresiewicz, exprofesor de Yale, nos advierte de una serie de peligros sedimentados en el Olimpo de las universidades durante los últimos 30 años. Así, un número creciente de estudiantes de Harvard, Yale, Princeton y Stanford, cada curso académico adolecen de enfermedades o trastornos mentales severos generados por el estrés de la competición permanente practicada entre todos los alumnos. Luchan por obtener el mejor rendimiento, por acumular todo el conocimiento que les sea posible. El resultado de su obsesión, al menos para más de la mitad de ellos, son sentimientos de aislamiento, depresión, codicia, autolesiones, carencia de relaciones de amistad altruistas, y episodios de esquizofrenia.
Este caldo ácido va confiriendo una personalidad colectiva compartida que después se desplazará hasta los estratos más influyentes y poderosos de la sociedad. El estudiante que logra ser admitido por estas universidades siente que el néctar de los dioses está a su alcance y eso le da conciencia de que su tiempo es finito y sus enemigos son numerosos. A diario corre sin aliento por un sinfín de actividades que nunca cesan, todas atractivas y novedosas, así que no quiere perderse ninguna. Hasta convertirse en el mejor estudiante de Occidente. En realidad, sin importarle demasiado, no ha aprendido a pensar con autonomía, aunque sí lo aparenta, ya que sabe que es un criterio demandado por sus profesores, razón por la que lo imita hasta donde puede. Su fuerte es la mimesis, lo que significa que es un experto en memorizar y, a la vez, en imitar las conductas y los pensamientos de otros (en concreto, los de aquellos que se han consagrado como personas de éxito). Acorde con la opinión de la activista social Lara Galinsky, es absurdo que a uno de estos privilegiados estudiantes le exhortes para que "encuentre su pasión", ya que todo aquel que decidió sacrificar parte de su juventud para llegar hasta allí es incapaz de sentir pasión por cualquier otra cosa que no sea saborear el éxito material.
¿Qué le cabe esperar a la sociedad de estos jóvenes y cómo se gestan sus preferencias para experimentar una buena vida (con las consecuentes frustraciones al no tenerla)? Al graduarse se sienten capaces de hacer cualquier cosa -creen saber de todo o que pueden dominar casi cualquier esfera del conocimiento-. Se ven a sí mismos como unos ganadores, victoriosos de una larga carrera para ser miembro de la dorada Ivy League que comenzó antes de ser unos adolescentes.
Como contrapunto a estos estudiantes privilegiados, es oportuno evocar la radiografía de la exitosa novela Libertad. Su autor, Jonathan Franzen, retrata con trágica ironía a esos otros que quedan fueran de la Ivy League pero que adoptan una supuesta superioridad moral al querer protagonizar el cambio social. Así, narra la evolución de un matrimonio de tradición progresista formados en una de las universidades públicas de tradición liberal en EEUU (University of Minnesota-Twin Cities, de las mejor valoradas por el ala izquierda del partido demócrata). Idealistas y políticamente activos, Patty y Walker terminan utilizando los valores de esa identidad que construyeron en su época de estudiantes como un medio para ganarse la vida y prosperar, pero malinterpretando el sentido de sus principios por el afán de mantenerse en la ruta hacia el éxito.
Retomando la profundización en el desarrollo histórico que ha tenido el sistema educativo estadounidense, Deresiewicz, en su última obra, "Excellent Sheep", ha realizado una interesante investigación en la que expone cómo se produjo la transición entre el modelo de privilegios heredados y el modelo de méritos para poder acceder a las grandes universidades. Lo resumo. Antes de la década de los treinta del siglo pasado, lo que perduraba para ser admitido en el Harvard College era tener un antepasado como antiguo alumno, que tu padre hiciera alguna donación suculenta, pertenecer a una familia con gran prestigio social, e incluso tener un aspecto saludable o ser un atleta, y, por supuesto, poder permitirse el lujo de pagar la matrícula. El rendimiento académico era uno más entre todos estos factores, y para muchos de los jóvenes que contaban con todos esos avales fruto de la casualidad de su cuna, simplemente era un detalle de menor importancia.
Este modelo de privilegios heredados y posición social empezó a agrietarse violentamente con el boom económico de los años cincuenta. Fue entonces cuando la sociedad de EEUU empezó realmente a transformarse por medio de la prosperidad de su modelo de producción. La movilidad social y la migración masiva desde el campo a las grandes ciudades reindustrializadas estremecieron a todo el esqueleto de la estructura social y cultural del país. Las grandes universidades empezaron a percibir que una gran proporción de los estudiantes más dotados no tenían opciones de ser admitidos según los protocolos. Y para rematar, muchos de los graduados no estaban aportando después un rendimiento a la sociedad que fuera significativo, lo que las puso en guardia. Antes de comenzar la guerra, a mediados de los años treinta, James B. Conant, presidente de Harvard, logró introducir el SAT, un test de conocimientos que permitió a las universidades identificar a sus potenciales mejores alumnos, más allá de las fronteras de las familias de toda la vida.
Aquella voluntad aperturista culminó en 1963, cuando el presidente de la Universidad de Yale, Kingman Brewster, adoptó el estándar de las pruebas de nivel para admitir cualquier admisión (algo que también vino motivado por la popularidad de las nuevas universidades, tanto públicas como privadas, que estaban floreciendo en California). Con esta implantación se terminó de articular el discurso de los méritos y el mito de la igualdad de oportunidades. Sin embargo, lo que se cebó realmente fue el proceso de mercantilización de la educación superior, asimilándola como la más jugosa de las zanahorias: una herramienta -en realidad, un bien de lujo- para alcanzar los puestos mejor retribuidos en los grandes bufetes, las clínicas para los más ricos y las grandes corporaciones. Los síntomas de la enfermedad se fueron agudizando a medida que el resto del funcionamiento de la economía se fue liberalizando en los años ochenta.
En síntesis, los rasgos principales de este proceso que tiene lugar en EEUU los he agrupado en tres ejes.
(E1) Las reformas políticas desde Reagan, pasando por Clinton, Bush y Obama, se han encaminado a consolidar un mercado enormemente rentable a través de la formación superior. Según un estudio de los Departamentos del Tesoro y Educación de EEUU, en 2009, el conjunto de instituciones de postsecundaria -colleges, universidades, escuelas de negocio y academias- ingresaron 497.000 millones de dólares, lo que representa el 3.6% del PIB, empleando a 3.7 millones de trabajadores, el 2.4% de los 154 millones de personas que representan la población activa estadounidense. En paralelo, la demanda por la igualdad de oportunidades se ha tapado aumentando las becas para estudiantes aplicados y con menos recursos (en 2009, se destinaron 144 millones de dólares), así como fomentando que las entidades financieras concedan créditos blandos a las familias, que con tal de que sus hijos no se vean privados de una vida materialmente mejor, están dispuestas a pagar unas matrículas que cada año se encarecen más (en vez de fortalecer una educación pública gratuita fruto de la redistribución fiscal).
(E2) La creciente competencia entre unas pocas universidades públicas, nuevas instituciones privadas y el monopolio de las "Big Three" (Harvard-Yale-Princeton), ha desembocado en que estas últimas hayan radicalizado sus estrategias comerciales, reduciendo las admisiones a la vez que han aumentado el precio de sus matrículas. Desde 1992, el porcentaje de admitidos sobre el total de solicitudes ha descendido en un 34% entre las 20 universidades mejor valoradas. Aquí, el truco de marketing es "atraer a muchos para rechazar a muchos". Esto quiere decir que el número de solicitudes es aumentado artificialmente (la institución sabe que muchos de ellos tienen nulas posibilidades de pasar el filtro definitivo) para poder publicitar después un menor número de admitidos. En Harvard, Stanford y Columbia, en 2013, se admitieron a tramite unas 31.000 solicitudes por cada una, un 50% más que en 2008, y de media solo admitieron a 2.500 estudiantes, el 8% (algo así como vender al alumno la experiencia de sentirse aceptado en la comunidad más exclusiva y con más diferenciación de toda la nación).
(E3) La movilidad social ha sido descompuesta. En estos momentos, no se trata de identificar la incapacidad manifiesta que tienen la clase baja y la clase media para que sus hijos alcancen el paraíso terrenal, sino que la clase media alta (descontamos únicamente a los multimillonarios de Forbes) está sufriendo serias dificultades para poder acceder a él (Deresiewicz ha medido que existe una proporcionalidad casi lineal entre el 15% del total de estudiantes del país que optan a entrar en las "Big Three" y el 15% de las familias americanas que según el censo tienen una renta anual superior a los 100.000 euros). Lo que emerge a la superficie es la presión no ya por tener un título universitario obtenido por una buena institución, sino por poder "ir a la mejor de todas ellas" (ese es el ROI que tiene auténtico valor).
Por consiguiente, lo que está en juego queda al desnudo. Emerge un sufrimiento psíquico descontrolado por no alcanzar lo que es considerado como "lo mejor" (en términos del alto precio que exige), una miseria espiritual causada por no disponer de la abundancia material que supuestamente trae la felicidad, que es entendida como un valor relativo (en el sentido de calcular la cantidad de felicidad de la que uno dispone en base a la riqueza que se posee, y en comparación a la riqueza del prójimo en un sentido siempre ascendente, es decir, compararse siempre con el que más posee en tu entorno). Este tipo de sufrimiento por no poder realizarse lo conecto con las pasiones tristes que describió Baruch Spinoza.
Me explico: en su época, Spinoza quiso llamar la atención sobre los efectos destructivos que provocaba la negatividad en la conducta sobre el proyecto de implantar una democracia y procurar un desarrollo cívico que la hiciera posible. Es decir, la persona que se ve a sí misma como una fracasada o sin derechos que exigir a la autoridad imperante en su comunidad, pierde la potencia de obrar y de crear. Su voluntad de perseverar en la vida y trascender las apariencias se desintegra. Esto no implica que esa persona se encierre en un cuarto oscuro y decida dejar de salir a la luz de la vida pública. Significa algo más perjudicial, esto es, que puede optar por cubrir su insatisfacción y su resentimiento por otras vías, ya sea siendo servil ante lo injusto, ya sea delinquiendo. El resultado elucidado es que la negatividad aliena tanto como la avaricia, de hecho son vasos comunicantes.
Spinoza buscaba encender el espíritu del campesino, el artesano y el pequeño burgués que optaban por negar el riesgo, por no cambiar el estado de las cosas, aunque fueran injustas, por el hecho de que la autoridad política y religiosa lo apoyaba, de modo que, por ejemplo, la humildad, como virtud, se manipulaba para convertirla en una herramienta de control social, rebajando o negando por completo las aspiraciones de mejora y transformación de la mayoría de la sociedad (proliferando un tipo de codicia que explicita, como rasgo de personalidad, aquello de que "los que menos saben que se conformen con tener menos."). Como contraposición al sistema, Spinoza postuló las pasiones alegres -el amor y el placer-. Éstas eran las costumbres que debían prevalecer como los estados anímicos perfectos en un nuevo orden social y político.
Así, ¿qué esperamos de los líderes del futuro si son construidos en la cultura de la competencia feroz, explotados por un sistema educativo que se ha tornado amoral y utilitarista, y que no busca perfeccionar las virtudes de sus almas, sino el crecimiento de un negocio de exclusividad para aumentar su club de Presidentes en la Casa Blanca?¿Qué esperar si estos líderes del futuro se ven a sí mismos como actores de una élite que flota inerte a cientos de metros sobre el resto de sus compatriotas (arregostados en lujosos áticos a salvo de la basura que deja el consumo de low cost)? ¿Qué ocurre si el resto sufre tristemente por no formar parte de esta élite "deseducada"? (Por lo visto, endeudarse o robar). Aquí me sirve la noción de las cadenas esquismogenéticas, descritas por el antropólogo Gregory Bateson, para explicar el antagonismo tácito que se establece entre dos partes que entran en conflicto -en este caso, la élite y el resto de la sociedad-. Ambas aspiran a tener superioridad, una quiere ocupar el lugar de la otra. En tal contexto, la lucha no surge por disputar aquello que estudia la élite, puesto que actualmente la inmensa mayoría de los conocimientos están al alcance de la otra parte de un modo u otro. El duelo surge por cómo ha llegado la élite a ese espacio reservado de producción social, de interpretar para qué fines quieren estar en él y qué privilegios otorga (¿Qué suele ocurrir cuando un extraño de una clase social "inferior" logra entrar y ser aceptado en los dominios de una majestuosa mansión de otra clase social "superior"?).
Llegados a este punto, y dado que he tenido la fortuna de poder recibir educación de postgrado en diversas escuelas de la Universidad de Harvard, he de ser justo y destacar con claridad que hay un grupo de distinguidos profesores enseñando lo correcto en el lugar correcto, por lo tanto, la intelectualidad y el compromiso ético de muchos de ellos (trabajadores de la enseñanza al fin y al cabo) es un hecho indudable y excelente. En buena parte, el quid de la falibilidad moral del sistema en el que estos intelectuales, investigadores y científicos realizan su producción de conocimiento está fuera de su control individual. Para ser precisos, hay que derivarla de las reglas de mercado, de los gestores que diseñan cómo deben ser las estructuras de funcionamiento de la economía, y de la cultura general subyacente que construye las creencias de la sociedad estadounidense.
Volviendo la atención hacia nuestro castigado hogar ¿Qué está ocurriendo en España cuando se desvaloriza la calidad de la enseñanza universitaria? ¿Qué ocurre cuando a un universitario se le transmite desde las instituciones y el tejido empresarial que lo que ha aprendido es desechable y sirve para bien poco? ¿Qué consecuencias tiene que solo se encumbre el aprendizaje de cosas e ideas eminentemente prácticas, de inmediata implantación, para elevar la productividad del corto plazo?
Voy a tratar de responder a algunas de estas cuestiones, pero dejando claro que no es mi intención desentrañar las numerosas grietas y fallos de funcionamiento del modelo universitario español. Mi atención recae en aclarar cuáles son las consecuencias culturales que tiene desvalorizar este tipo de educación o dejarla al servicio de unos determinados fines que tienden a la mercantilización de todos los ámbitos de la sociedad.
En primer lugar, no podemos olvidar que la cultura construye nuestra psicología, y ésta, que ordena y gestiona la estructura de nuestra mente, aprende en profundidad lo que resulta útil o valioso para nuestra adaptación. Lo que no nos resulta útil para prosperar lo olvidamos rápido. Con esta premisa, la encrucijada a la que nos enfrentamos, al igual que el resto de Europa, es si de verdad es eficiente dejar la educación en manos de academias de negocio obsesionadas con impulsar la economía del consumo. Siendo ellas las que determinarán la caja de herramientas que es válida para la supervivencia social, ellas serán las que fijen cuáles son las aptitudes y conocimientos útiles y de qué modo hay que distribuirlos entre los diferentes segmentos de la sociedad ¿Qué intereses podríamos encontrar detrás de un nombramiento tan importante y que tan fácilmente se ha ganado el apoyo de la Comisión Europea?
No puedo imaginar un error más simple para bloquear la ciencia, la moral y la dignidad del hombre que dejarnos convencer de que todo lo abordable y necesario para perfeccionar la democracia y mejorar nuestro modelo de convivencia ya está descubierto (de igual modo que sucedió cuando hace más de un siglo, durante una conferencia en la Royal Society en 1900, el físico escocés William Thomson afirmó que "no queda nada nuevo por descubrir en las ciencias físicas, tan sólo realizar mediciones más y más precisas") y que el conocimiento que tiene valor real -porque es práctico- puede ser empaquetado y medido como si fuera una pieza de engranaje en una cadena de montar electrodomésticos. Resulta igual de absurdo admitir que a nuestra sociedad no le cabe más que aguardar esperanzada y paciente a que la genialidad de una minoría financiada por la minoría con más riqueza se tope con una tecnología que coloque a Dios en nuestro jardín.
El ecosistema de aprendizaje que se está construyendo en Francia, Alemania y Holanda es una profundización en esa creencia que tanto apego siente por la estabilidad basada en que la división del trabajo debe coordinarse desde la división de las clases sociales. El resultado es la segmentación de la educación superior entre liceos aburguesados (colmados de recursos y sofisticación) por un lado, y la proletarización de la universidad pública (humilde y sin ambición) por otro; una realidad que, hoy por hoy, tiene una superficie perfectamente palpable a lo largo y ancho del sistema educativo español.
Por ello, lo que tiene en común la crisis que asola al modelo estadounidense y al modelo español es el aura espectral que está envolviendo a las estructuras de ambos sistemas, mostrándoles como unas escaleras automáticas para la movilidad social defectuosas e insolventes (antes lograban minimizar una parte de las desigualdades del sistema económico permitiendo que una pequeña parte de los que estaban abajo, con mucho sacrifico y una ración de suerte, pudieran llegar a donde estaban los que vivían arriba, pero ahora esa forma de transporte está averiada incluso para los que estaban acostumbrados a estar por ahí arriba).
Con esta afirmación no quiero ocultar que la educación superior hace tiempo que se convirtió en un fraude para la justicia social, justamente cuando decidió no enseñar lo que está más allá de los intereses del mercado, cuando decidió no dar alas para crear el amor por una vida independiente del consumo, y cuando abandonó la curiosidad por descubrir nuevos horizontes para llevar un cierto grado de caos al orden, especialmente cuando ese orden produce el más mínimo sufrimiento. Pero ahora, además, ha dejado de tener los efectos balsámicos que poseía para hacer respirable una atmósfera saturada de dióxido de carbono, lo que está precipitando un efecto en el que adivino un cierto optimismo si los "zombis" -una parte de nuestros jóvenes mejor preparados- despiertan, dejan de ser humildes, y se reencuentran con una ambición caracterizada por el riesgo, independizándose de la anterior generación. Un despertar que no será fácil pues, lógicamente, están demasiado hambrientos, y eso puede provocarles que cuando logren su espacio se comporten con los que les seguirán con el mismo desprecio e ignorancia que ellos mismos han padecido en sus carnes.
A continuación, me centraré en un prejuicio que siempre se ha utilizado para ridiculizar la producción de conocimiento de la universidad española, especialmente en lo referente a las ciencias sociales y las humanidades. Me refiero a que una de las críticas más recurrentes ha sido que el universitario que fabricamos resulta ser, al final del proceso, un completo inexperto para el mundo del trabajo, pues apenas ha aprendido cosas aplicables, reducido a ser una máquina memorística. Bajo esta lógica, hemos de admitir sin discusión como verdad sagrada que la actividad intelectual merece la estima de la sociedad en la medida en que sea práctica y únicamente en cuanto a tal. Dicho de otro modo, la ciencia es digna de elogio en función de los frutos que produce. Ambas afirmaciones se han dignificado como enseñanzas universales a lo largo de los últimos dos siglos, de manera que la cualidad más importante del pensamiento es su carácter práctico, mientras que adquirir consciencia de uno mismo ha pasado a ser una cualidad secundaria.
Considero que esta inercia ideológica ha desembocado en que la inteligencia haya perdido su primacía en favor del espíritu de lo práctico, que legitima que lo correcto sea fiarse de la intuición del Individuo, la Patria, la Clase, el Gobierno y de la voluntad del Emprendedor, porque son ellos los que saben lo que hay que hacer para repartir beneficios. Como denunció el filósofo francés Julien Benda en 1927, la modernidad nos ha regalado que "la filosofía, que antaño educaba al hombre para que sintiera que existía porque pensaba, para que proclamara: Pienso, luego existo, le educa ahora para que diga: Actúo, luego existo". A lo que yo añadiría que, en el siglo XXI, hasta la filosofía nos enseña el deber de tener un modelo de negocio. Casi nadie escapa a este axioma. El Estado y el capitalismo han aislado la producción de conocimiento no práctico. Su llama se ha extinguido, y la sociedad, enfrascada en sus quehaceres terrestres, en vez de elevarse se ha envilecido. Un desequilibrio que ha provocado que lo material devore el universalismo del bien común, de tal manera que hasta el artista, el escritor y el intelectual ya solo piensan en complacer al mercado. A mi juicio, hay una propiedad curativa en el cultivo del conocimiento abstracto y en la reflexión para construir conocimientos exentos de la presión del tiempo (¿Cómo sembrar esta semilla en el centro del Imperio? Lo único sobre lo que tengo certidumbre es que si prendiera allí, en la Ivy League, el contagio podría extenderse más fácilmente).
En todo caso, todo este razonamiento tampoco debe ocultar que la universidad española, en términos generales, se encuentra demasiado aislada de la sociedad real, y que necesita integrar en el profesorado a más profesionales con experiencia a la vez que reciclar a sus investigadores y catedráticos para adecuarlos a la evolución social y tecnológica. El equilibrio democrático en la estructura educativa surgirá de generar una amplia pluralidad de ideas, de cultivar una diversidad de perfiles, modos de aprender y fines. Lo que, bien es cierto, siempre producirá un grado de inestabilidad que será incómodo para vender empaquetado "el éxito asegurado", pero tal inestabilidad es preferible a seguir a la deriva, sin energía por seguir abriendo rutas. Una propuesta que necesita de inversión, pero antes exige creer en ella, creer en todo aquello que implica. Es decir, las autoridades educativas controladas por el gobierno y los partidos políticos tienen que querer generar personas que sepan pensar críticamente. Un resultado que, como demuestran los acontecimientos, la universidad española no ha sido capaz de alcanzar con la suficiente robustez -probablemente porque no ha querido ni le han dejado-.
No puedo terminar esta reflexión sin expresar que uno de los factores que más corrosión provoca en el orden social en el que vivimos es que algunos, de entre aquellos que más educación han recibido (lo que debería explicar racionalmente las altas responsabilidades que una persona puede llegar a asumir en su vida), se hayan demostrado como los que más traicionan los ideales que se prometieron a sí mismos, cayendo en el abismo de la avaricia. Me pregunto si haber caído en ese vacío es producto de un proceso de amnesia social, al haber olvidado que ellos y sus antepasados fueron explotados una vez, o bien que han olvidado que sus antepasados, habiendo sido explotadores de otros, se comprometieron por juramento a no repetir el mismo acto deshonesto a través de sus descendientes.
La cadena de corruptos formada por los que fueron presidentes de Cajas de Ahorro reconvertidas en Bancos, ministros del Gobierno de España, presidentes de Comunidades Autónomas, jueces, alcaldes, mandatarios de partidos políticos, sindicatos, y empresarios de relevancia pública se hace cada día más larga y oscura. Todos ellos se han fundido en lo mismo pese a tener origines sociales diferentes, y se han despeñado por lo mismo. Es vital tener coraje para que este tipo de personas (que no serán nunca agradecidas) y sus atemorizadas conductas no puedan empujarnos a ese triste precipicio que tanto arañaba el espíritu de Spinoza.
Al mercado le preocupa poco la calidad de la educación superior salvo cuando le demuestran que puede producir un significativo crecimiento económico (lo que implica que directa o indirectamente crea mercados para el consumo en base a una estratificación de rentas). Su caracter flemático se refuerza al observar que una significativa parte de los últimos multimillonarios más famosos que habitan (o habitaron) la Tierra no tienen estudios superiores o los abandonaron antes de terminarlos. Pese a ello, sigo pensando que la batalla por la verdad es un movimiento permanente, razón por la que tiene una importancia capital formar a nuestros jóvenes para que puedan llegar a disfrutar de lo que es la libertad intelectual. Debemos formarles tanto como sea posible para que ellos mismos ayuden a que las buenas personas lleguen a estar un día próximo en el lugar adecuado. El incentivo para llegar a ese lugar, a esa playa salvaje, debe diferir del incentivo contemporáneo, teniendo que estar en contacto con aquello que es la verdad absoluta y, en consecuencia, a salvo de la doxa malintencionada y cruel.
Cuando tal cambio ocurra, la mente podrá evolucionar hasta aprender que lo nuevo y lo bueno son lo más útil, y lo aprenderá con tanta pasión alegre que, al fin, los hombres dejarán de ser las herramientas de otros hombres.