A sus 29 años, Brittany Maynard acumulaba proyectos para una larga vida . Su futuro, sin embargo, le fue revelado en forma de diagnóstico al empezar el que sería muy probablemente su último año: la causa de sus dolores de cabeza era un tumor cerebral maligno. El pronóstico -de tres a diez años de supervivencia- resultó devastador. En palabras de Brittany: "a los 29, si te dan esa esperanza de vida, es como si te dan un día".
Desgraciadamente no hay una mala noticia que no pueda empeorar y, tras la cirugía, aquel pronóstico resultó ser ilusorio. Se trataba en realidad de un glioblastoma multiforme; el tumor cerebral más agresivo e intratable cuyo pronóstico se mide en meses, no en años. Supo que el crecimiento del tumor le llevaría a perder progresivamente la visión, el habla y finalmente la movilidad; que aparecerían convulsiones o ataques epilépticos. Le explicarían también que, al precio de disminuir su nivel de consciencia, se le administrarían altas dosis de potentes calmantes para mantener un control razonable de los dolores y que, para combatir la acumulación de líquidos en el cerebro, le darían fármacos que, lamentablemente, desfigurarían su cara y su cuerpo.
Ante tan desolador panorama, Brittany transitaría del estupor a la negación, y de ellas, a la rabia. Pero no completó todas las etapas del duelo. Las personas no siempre encajan en los esquemas a los que intentamos reducir la complejidad humana.
Desde luego, ella no se hundió en la depresión y tampoco se rindió aceptando resignadamente un futuro que estaba segura de no merecer. Un futuro que nadie merece; mucho menos a los 29 años. Decidió que no recorrería ese camino trazado. Que no se sometería a tratamientos que empeorasen su calidad de vida para arañar alguna semana extra. Eligió calidad en lugar de cantidad. Eligió, sobre todo, asumir el control de su muerte con la misma libertad y autonomía que había gobernado su vida hasta allí, y rechazó vivir un final de sufrimiento indigno por inútil y por impuesto.
Pero para poder vivir su final de acuerdo con sus valores y sin prohibiciones externas, hubo de dejar su residencia en California y trasladarse a vivir al estado de Oregón, donde sí hay una ley de muerte digna que permite a quienes padecen una enfermedad terminal recibir de un médico los medios necesarios para poner fin a su vida de forma segura, indolora y rápida, en el momento, lugar y con el acompañamiento que uno mismo decida. Una muerte en libertad, una muerte digna.
Fue esa incongruencia legislativa de reconocer o no derechos en función del lugar de residencia -y no de la propia condición de persona- lo que le obligó a practicar eso que algunos denominan cínicamente "turismo eutanásico". Saben de sobra que los términos turismo y eutanasia se repelen en la misma frase. Saben que se trata en realidad de un exilio en pos de la dignidad, pero utilizan el lenguaje perversamente para descalificar el ejercicio de la libertad personal porque no aman nuestra vida pero temen nuestra libertad.
Seguramente calculó que para el 1 de noviembre habría alcanzado un estado de deterioro físico que haría indeseable el resto de vida disponible. Decidió en consecuencia que esa fecha, tras celebrar el cumpleaños de su marido, acompañada de sus personas más queridas y escuchando la música que ama, tomaría los frascos que, en cumplimiento de una ley respetuosa con la autonomía personal, le proporcionó su médico.
Hasta llegar la fecha decidida, Brittany, como la mayoría de quienes toman esa decisión, se habrá debatido entre el temor a que pudiera sobrevenirle bruscamente la incapacidad para tomar por sí misma, sin ayuda, los fármacos recetados, tal como exige la ley del estado de Oregón, y el impulso de vivir el máximo tiempo posible mientras que su deterioro no fuera intolerable.
Es imposible saber cuántas semanas, meses o años, habrán perdido conjuntamente las personas que, obligados por una ley imperfecta aunque bienintencionada, tienen que adelantar el momento de su liberación para asegurarse la capacidad física de tomar sin ayuda el fármaco liberador. En el caso de Brittany, su generosidad haciendo pública su decisión de morir como servicio a la comunidad le ha puesto ante los focos mediáticos y le ha privado de poder alargar su tiempo disponiendo de la mano discreta y solidaria que sin duda, le habría ayudado a poner fin al sufrimiento.
En todo caso, no hay ninguna duda de que si Brittany hubiera nacido en España, las cosas habrían sido bastante diferentes. En primer lugar, la tradición paternalista de nuestra práctica médica le habría impedido conocer la verdad con exactitud. Muy probablemente, quien se viese obligado a comunicársela, habría evitado pronunciarse en términos concretos, le habría explicado, eso sí, la posibilidad de un tratamiento combinado de cirugía, radioterapia y quimioterapia y habría eludido la respuesta sincera a la pregunta concreta, que Brittany habría hecho con toda seguridad, sobre cuánto tiempo de vida le quedaba. Lo más seguro es que obtuviera una respuesta vaga en el sentido de que eso nunca se sabe, que cada paciente es un mundo y -lo peor de todo- que lo más importante para el resultado sería que mantuviese una moral alta, que no tirase la toalla, no se rindiese.... Un tipo de consejo que, como si no tuviera ya bastante, traslada a los hombros del paciente la responsabilidad del éxito o fracaso del tratamiento.
Pero, ya fuera porque lograse la información veraz, completa y comprensible que la ley nos reconoce (con poco éxito) como derecho o fuera como resultado de una investigación personal desde la Wikipedia a los tratados de oncología, si Brittany hubiera logrado los elementos de juicio para poder tomar una decisión libre, de nada le habría servido trasladarse a La Rioja, a Andalucía o a cualquiera otra parte de España. Al contrario que en EEUU, ninguna de nuestras 17 comunidades autónomas permite al enfermo tomar las riendas de su final.
Incluso, si hubiera decidido poner fin al proceso cuando el deterioro hubiera alcanzado el máximo compatible con su idea de dignidad y hubiese solicitado una sedación terminal a sus médicos paliativistas, con toda seguridad la habrían rechazado, con el argumento de que "todavía estaba muy entera" y que lo que pedía era una eutanasia encubierta, prohibida por la ley y la ética profesional.
Es posible que, ante tal negativa y no estando dispuesta a permitir un deterioro mayor, hubiera intentado conseguir, vía Internet, la dosis de Pentobarbital necesaria para poner fin a su vida. Aunque en España no es legal comprar estos fármacos por Internet, su venta es legal en otros países como China o México pero, desgraciadamente, nada le asegura a uno que después de pagarlo muy por encima de su coste real, no resulte timado. Tampoco que la mano solidaria que se lo facilitase no fuera procesada por ayuda al suicidio o incluso por un delito contra la salud pública. Lamentablemente, España no es Oregón.
Trasladándose de Estado, Brittany solucionó su problema y hubiera podido evitar el dilema de apurar o no al máximo el resto de vida digna que le quedara con la seguridad del anonimato. Sin embargo, en un ejercicio de generosidad que la define como ser humano, decidió superar el pudor que sentía al mostrar su rostro deformado por las medicaciones y grabó un vídeo de seis minutos y medio, viral en pocas horas, apoyando una campaña de la organización Compassion & Choices a favor del derecho de todos los estadounidenses a decidir sobre la propia muerte. La misma Brittany ha explicado sus razones: "Lo hice porque quiero un mundo donde todos tengan acceso a una muerte digna, como yo. Mi viaje es más fácil gracias a esta decisión".
Quienes somos capaces de sentir el más profundo respeto ante la calidad de un ser humano como Brittany, entendemos la penosa situación en que coloca a las personas una ley que impide cualquier colaboración que vaya más allá de la prescripción por un médico. Ella es una de esas víctimas.
En las últimas horas hemos tenido noticia de que, por lo menos ha podido cumplir su deseo de conocer el Gran Cañón del Colorado acompañada de sus seres más queridos. Ojalá que su estado físico le permitiera alargar un poco más su vida si, como ella deseaba, fuera capaz de depararle aún algunos días deseables.
Quienes nacimos y vivimos en España seguiremos luchando porque también a nosotros nos sea dado alcanzar una muerte como la que ella ha elegido libremente: digna, asistida y respetuosa con nuestros deseos.
Desgraciadamente no hay una mala noticia que no pueda empeorar y, tras la cirugía, aquel pronóstico resultó ser ilusorio. Se trataba en realidad de un glioblastoma multiforme; el tumor cerebral más agresivo e intratable cuyo pronóstico se mide en meses, no en años. Supo que el crecimiento del tumor le llevaría a perder progresivamente la visión, el habla y finalmente la movilidad; que aparecerían convulsiones o ataques epilépticos. Le explicarían también que, al precio de disminuir su nivel de consciencia, se le administrarían altas dosis de potentes calmantes para mantener un control razonable de los dolores y que, para combatir la acumulación de líquidos en el cerebro, le darían fármacos que, lamentablemente, desfigurarían su cara y su cuerpo.
Ante tan desolador panorama, Brittany transitaría del estupor a la negación, y de ellas, a la rabia. Pero no completó todas las etapas del duelo. Las personas no siempre encajan en los esquemas a los que intentamos reducir la complejidad humana.
Desde luego, ella no se hundió en la depresión y tampoco se rindió aceptando resignadamente un futuro que estaba segura de no merecer. Un futuro que nadie merece; mucho menos a los 29 años. Decidió que no recorrería ese camino trazado. Que no se sometería a tratamientos que empeorasen su calidad de vida para arañar alguna semana extra. Eligió calidad en lugar de cantidad. Eligió, sobre todo, asumir el control de su muerte con la misma libertad y autonomía que había gobernado su vida hasta allí, y rechazó vivir un final de sufrimiento indigno por inútil y por impuesto.
Pero para poder vivir su final de acuerdo con sus valores y sin prohibiciones externas, hubo de dejar su residencia en California y trasladarse a vivir al estado de Oregón, donde sí hay una ley de muerte digna que permite a quienes padecen una enfermedad terminal recibir de un médico los medios necesarios para poner fin a su vida de forma segura, indolora y rápida, en el momento, lugar y con el acompañamiento que uno mismo decida. Una muerte en libertad, una muerte digna.
Fue esa incongruencia legislativa de reconocer o no derechos en función del lugar de residencia -y no de la propia condición de persona- lo que le obligó a practicar eso que algunos denominan cínicamente "turismo eutanásico". Saben de sobra que los términos turismo y eutanasia se repelen en la misma frase. Saben que se trata en realidad de un exilio en pos de la dignidad, pero utilizan el lenguaje perversamente para descalificar el ejercicio de la libertad personal porque no aman nuestra vida pero temen nuestra libertad.
Seguramente calculó que para el 1 de noviembre habría alcanzado un estado de deterioro físico que haría indeseable el resto de vida disponible. Decidió en consecuencia que esa fecha, tras celebrar el cumpleaños de su marido, acompañada de sus personas más queridas y escuchando la música que ama, tomaría los frascos que, en cumplimiento de una ley respetuosa con la autonomía personal, le proporcionó su médico.
Hasta llegar la fecha decidida, Brittany, como la mayoría de quienes toman esa decisión, se habrá debatido entre el temor a que pudiera sobrevenirle bruscamente la incapacidad para tomar por sí misma, sin ayuda, los fármacos recetados, tal como exige la ley del estado de Oregón, y el impulso de vivir el máximo tiempo posible mientras que su deterioro no fuera intolerable.
Es imposible saber cuántas semanas, meses o años, habrán perdido conjuntamente las personas que, obligados por una ley imperfecta aunque bienintencionada, tienen que adelantar el momento de su liberación para asegurarse la capacidad física de tomar sin ayuda el fármaco liberador. En el caso de Brittany, su generosidad haciendo pública su decisión de morir como servicio a la comunidad le ha puesto ante los focos mediáticos y le ha privado de poder alargar su tiempo disponiendo de la mano discreta y solidaria que sin duda, le habría ayudado a poner fin al sufrimiento.
En todo caso, no hay ninguna duda de que si Brittany hubiera nacido en España, las cosas habrían sido bastante diferentes. En primer lugar, la tradición paternalista de nuestra práctica médica le habría impedido conocer la verdad con exactitud. Muy probablemente, quien se viese obligado a comunicársela, habría evitado pronunciarse en términos concretos, le habría explicado, eso sí, la posibilidad de un tratamiento combinado de cirugía, radioterapia y quimioterapia y habría eludido la respuesta sincera a la pregunta concreta, que Brittany habría hecho con toda seguridad, sobre cuánto tiempo de vida le quedaba. Lo más seguro es que obtuviera una respuesta vaga en el sentido de que eso nunca se sabe, que cada paciente es un mundo y -lo peor de todo- que lo más importante para el resultado sería que mantuviese una moral alta, que no tirase la toalla, no se rindiese.... Un tipo de consejo que, como si no tuviera ya bastante, traslada a los hombros del paciente la responsabilidad del éxito o fracaso del tratamiento.
Pero, ya fuera porque lograse la información veraz, completa y comprensible que la ley nos reconoce (con poco éxito) como derecho o fuera como resultado de una investigación personal desde la Wikipedia a los tratados de oncología, si Brittany hubiera logrado los elementos de juicio para poder tomar una decisión libre, de nada le habría servido trasladarse a La Rioja, a Andalucía o a cualquiera otra parte de España. Al contrario que en EEUU, ninguna de nuestras 17 comunidades autónomas permite al enfermo tomar las riendas de su final.
Incluso, si hubiera decidido poner fin al proceso cuando el deterioro hubiera alcanzado el máximo compatible con su idea de dignidad y hubiese solicitado una sedación terminal a sus médicos paliativistas, con toda seguridad la habrían rechazado, con el argumento de que "todavía estaba muy entera" y que lo que pedía era una eutanasia encubierta, prohibida por la ley y la ética profesional.
Es posible que, ante tal negativa y no estando dispuesta a permitir un deterioro mayor, hubiera intentado conseguir, vía Internet, la dosis de Pentobarbital necesaria para poner fin a su vida. Aunque en España no es legal comprar estos fármacos por Internet, su venta es legal en otros países como China o México pero, desgraciadamente, nada le asegura a uno que después de pagarlo muy por encima de su coste real, no resulte timado. Tampoco que la mano solidaria que se lo facilitase no fuera procesada por ayuda al suicidio o incluso por un delito contra la salud pública. Lamentablemente, España no es Oregón.
Trasladándose de Estado, Brittany solucionó su problema y hubiera podido evitar el dilema de apurar o no al máximo el resto de vida digna que le quedara con la seguridad del anonimato. Sin embargo, en un ejercicio de generosidad que la define como ser humano, decidió superar el pudor que sentía al mostrar su rostro deformado por las medicaciones y grabó un vídeo de seis minutos y medio, viral en pocas horas, apoyando una campaña de la organización Compassion & Choices a favor del derecho de todos los estadounidenses a decidir sobre la propia muerte. La misma Brittany ha explicado sus razones: "Lo hice porque quiero un mundo donde todos tengan acceso a una muerte digna, como yo. Mi viaje es más fácil gracias a esta decisión".
Quienes somos capaces de sentir el más profundo respeto ante la calidad de un ser humano como Brittany, entendemos la penosa situación en que coloca a las personas una ley que impide cualquier colaboración que vaya más allá de la prescripción por un médico. Ella es una de esas víctimas.
En las últimas horas hemos tenido noticia de que, por lo menos ha podido cumplir su deseo de conocer el Gran Cañón del Colorado acompañada de sus seres más queridos. Ojalá que su estado físico le permitiera alargar un poco más su vida si, como ella deseaba, fuera capaz de depararle aún algunos días deseables.
Quienes nacimos y vivimos en España seguiremos luchando porque también a nosotros nos sea dado alcanzar una muerte como la que ella ha elegido libremente: digna, asistida y respetuosa con nuestros deseos.