Con camisa blanca, sin corbata, y tras prometer por su conciencia y honor -y por imperativo legal- la Constitución Española, el nuevo presidente del gobierno se dirigió al Palacio de la Moncloa, cuya oficina de prensa estaba desbordada: nunca antes tantos periodistas de todos los rincones del mundo se habían acreditado para ser testigos directos del momento.
Desde las últimas elecciones generales, no había pasado un día sin que el fenómeno español acaparara informativos, tertulias de televisión y editoriales de prensa de la aldea global. En chino, en árabe, en inglés o en alemán, los analistas políticos trataban de explicar a sus audiencias nacionales las razones por las que Pablo Iglesias Turrión había alcanzado el poder a una velocidad de vértigo, como cabeza de una formación que ni siquiera había cumplido dos años. De hecho, la toma de posesión del nuevo presidente coincidió con su cumpleaños: 17 de octubre de 2015. A sus 37 años, era el presidente del gobierno más joven de la UE y de toda la OCDE.
En su despacho, el recién investido presidente atendió las llamadas de cortesía que le pasaban desde el gabinete telegráfico de Moncloa; entre ellas, la de Barack Obama, a punto de despedirse de su cargo. Pero antes, las de los presidentes Correa, Morales y Maduro, a quienes ya había tratado personalmente. El último no dudó en bromear: "Aló, ¿presidente Iglesias?"
El presidente Iglesias también conocía ya a los reyes. Fue la propia Letizia quien se fió de sus reflejos y decidió llamarle personalmente un año antes, cuando le escuchó en un programa de La Sexta alabar sus dotes comunicación. Se organizó una discreta cena de parejas, en casa de una conocida periodista que mantenía buena relaciones con ambos mundos. El ambiente fue distendido: Felipe tenía grabadas a fuego las innumerables veces que su padre le había hablado de la importancia de estrechar las manos y mirar a los ojos incluso a los más duros adversarios.
La existencia de esa cena fue filtrándose poco a poco entre los círculos de poder, y su efecto fue el de un potente desatascador. De repente embajadores, banqueras, empresarios, editores de prensa, economistas, sindicalistas, militares y hasta obispos intentaron cuajar, a la desesperada, sus propios encuentros vis a vis con el líder emergente. También de repente, cayó la venda que tenían en los ojos y descubrieron, con perplejidad, que en su seno ya latían los Círculos sobre los que tanto habían oído hablar en las tertulias. Ni lo sospechaban. Algunos intocables empezaron a intuir que, tras los partidos, serían los siguientes en caer.
Fueron meses extraordinarios: las agendas de los directores de comunicación y relaciones institucionales del establishment eran inservibles para buscar puentes con la fuerza emergente. En cualquier caso, el cortejo era en privado; en público, las declaraciones de la casta oscilaban entre el escepticismo ante los sondeos -"es el voto de la ira, del cabreo: cuando vayan a las urnas, los ciudadanos no querrán aventuras"- o la descalificación -"¡son unos populistas / leninistas / chavistas peligrosos!"-.
La sola posibilidad de ese vuelco electoral que anticipaban las encuestas tuvo efectos insólitos, que se materializaron inmediatamente después del batacazo de las elecciones regionales. Las grandes eléctricas empezaron a competir para ofrecer tarifas planas sociales a cada cual más atractiva. Discretamente, los bancos dejaron de apremiar a los insolventes: durante unos meses, apenas se produjeron desahucios. El gobierno presionó duro en la UE para que la Canciller alemana aflojara la mano y comenzaran a fluir fondos que paliaran el todavía voraz desempleo. Merkel, muy preocupada por el horizonte en España después del aldabonazo del triunfo de Syriza en Grecia, cedió... pero poco y tarde.
En realidad, ninguno de los partidos parlamentarios pudo rentabilizar los cambios que se estaban produciendo: ni siquiera las vistosas medidas contra la corrupción interna que fueron adoptando consiguieron vencer el desencanto de sus votantes.
Viñeta de Ricardo en El Mundo
Estaban noqueados tras el bofetón recibido en las elecciones municipales y autonómicas del mes de mayo. La hecatombe hizo que tanto el conservador Rajoy como el socialdemócrata Sánchez acudieran a las generales en medio de luchas intestinas y un cuestionamiento permanente de su liderazgo. Rajoy no había querido adelantar las generales, convencido de que el tiempo jugaba a su favor: se equivocó. La posibilidad de una coalición entre PP y PSOE, la gran esperanza de la clase política y del empresariado, había saltado por los aires cuando Sánchez supo que Rajoy le puenteaba y negociaba directamente con su mentora política, el poder a la sombra del partido. Resultó que su fuerza también estaba minada por los escándalos de corrupción, y el autogolpe no fue posible. Así que, puesto a elegir entre susto o muerte, Sánchez acabó posibilitando -con la abstención de su grupo- la investidura de un presidente de Podemos.
Pero todo esto pertenecía ya al pasado. Este 17 de octubre de 2015, el corresponsal de la BBC, apostado a la puerta de Moncloa, explicaba en directo que el mayor error de la clase política española había sido confundir el fenómeno Podemos con Pablo Iglesias: despreciar primero y atacar después a la persona y equipo, sin entender la marea que había detrás. Seguía hablando a cámara mientras llegaba el momento más esperado: el anuncio de las primeras medidas de gobierno de Podemos. Las especulaciones eran de todo tipo, pero nada se sabía con certeza.
Había llegado la hora de la verdad.