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En busca de la metáfora perdida

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Si en un callejón oscuro yo me encontrara de frente con Mike Tyson, de seguro maldeciría mi suerte y la misma existencia de un lugar así y de una fiera asá. Pero lo que ahí no tendría sentido sería negar la potencia de su gancho de derecha, o cuestionar la moralidad de su gusto por arrancar orejas a bocados. En otro escenario -ante un juez, en un tratado ético-deportivo, o en el consuelo de un regazo balsámico-, tal vez sí. En cambio, allí en esas oscuridades, lo único que convendría es procurar colocarle el más audaz de los golpes, e intentar eludir los suyos.

El eslogan "Derecho a decidir" tiene una pegada granítica. Imbatida. Mentolada. Y lo peor es que abate incluso entre muchos que se consideran contrarios al nacionalismo. La otra noche, al término de una reunión del comité central de la Protectora del Somormujo Cuellirrojo (PSC), ya con una cerveza en la mano, el vicepresidente vino a decir que él preferiría no ya que le arrancaran una, como le hizo Tyson a Holyfield, sino las dos orejas, nariz y cejas, antes de que no le permitieran decidir. El primer vocal, enseguida, mencionó a Voltaire y su más conocido dictus: "No comparto tu opinión, pero daría mi vida por defender tu derecho a expresarla". El tesorero dijo que la siguiente ronda corría a cuenta de la caja menor, y el secretario apuntilló un muy solemne: "¡Todos somos Voltaire!". Y, sí, es perfectamente comprensible este vodevil: ¿A quién se le ocurriría oponerse a un metafísico?: "¡Abajo el mal!" O a un vitalista: "¡Viva la comida!"

Pero la cosa no es tan sencilla. Así, de repente se me ocurren 3 ó 4 situaciones en las que "preferiría no hacerlo", como dijo Bartleby, el escribiente de Melville. Además de la conocida solución a la encerrona de "¿A quién quieres tú más, a tu papá o a tu mamá?", tampoco me gusta decidir en un proceso amañado, ahogado en subvenciones, sin pluralidad informativa y sin las más mínimas garantías, donde el ultimísimo paso democrático aquí se presenta como único, olvidando que, antes de siquiera pensar en urnas, siempre tiene que darse un proceso equilibrado y ecuánime de deliberación racional. Recurrir a las urnas sin más es lo mismo que caer en los argumentos de Tyson en los callejones más oscuros. También me negaría a participar en una situación en la cual yo SÍ tendría pleno derecho a decidir, pero la mayoría de los directamente implicados en el asunto, NO. Y menos todavía me presto a tomar una decisión que obligue a renunciar a otras decididamente más importantes, o acaso postergarlas ad infinitum, a semejanza de la Primera Venida de la Riqueza que al final el neoliberalismo traerá también a los pobres. ¿Derecho a decidir...? Siéntate un momentico en esa butaca, campeón, que quiero decirte una cosita buena en toda la quijada.

No obstante, es innegable que el llamado Derecho a decidir, a nivel propagandístico, tiene una pegada granítica. Es verdad que con poco que se analice y argumente en contra, se resquebraja y viene abajo. Tenemos los argumentos lingüísticos, históricos, constitucionalistas, filosóficos, políticos, y hasta el de la boa y el chimpancé atrevido. Todos están muy bien, y casi que cada uno de ellos bastaría. Pero ninguno ha generado una metáfora que haga frente a ese adversario tan pertinaz. El peso de las metáforas en la política electoral es tan injustamente grande como innegable. En el debate sobre el aborto, por ejemplo, cada bando ya hizo sus deberes publicitarios: ¿Quién se puede oponer a la "Vida"? ¿Quién al "Derecho de las mujeres"? En cambio, en el debate identitario, una de las partes sigue dormida, o apenas remolonea y bosteza al borde del precipicio. Negar la potencia del gancho de derecha del eslogan nacionalista es negar la realidad de los hematomas, de la ruptura de tabiques nasales y del despertar grogui en mitad del callejón a causa de un nocaut fulminante.

Aquello de que "La Verdad os hará libre" es apenas un buen deseo. La Verdad está suscrita más bien al "Ayúdate que yo te ayudaré". Y la mejor manera de ayudarla a emerger -además del cuidado de las virtudes epistémicas-, consiste en desarrollar un potente juego de piernas retórico, y en hallar las más luminosas y hábiles metáforas.

Los argumentos que tienen validez y pegada en la academia, en el ágora, agradecen el apoyo de otros más simples, directos y prosaicos. Yo ahí en la arena suelo intentar movimientos laterales, de péndulo retozón entre el extremo de lo verdadero y el de lo sugestivo, y con muchos quites de cintura y cuello. Que sí, la perra gorda del tal derecho a decidir pa ti, pero esa no es la prioridad de los ciudadanos: desahucios, desempleo, desnutrición infantil, recortes. Así les digo. O digo derecho a decidir, muy bien, pero para todos, no sólo para un pequeño subconjunto de privilegiados. O me lleno la boca de "internacionalismo". También recurro a negar la existencia de la tal "identidad cultural", o al menos su pervivencia a través de los siglos, o en última instancia me conformo con señalar su peso nimio comparado con el de la universal identidad de clase.

Fue Platón quien dijo aquello de que conocer es recordar. Por ahí debe estar, entonces, remozada y coqueta, esperando que la recordemos, una metáfora nítida y luminosa, marmórea y emulsiva, opuesta al dichoso eslogan nacionalista.

En el bolero Los aretes de la luna, Vicentico Valdez nos canta su audacia: "Los aretes/ que le faltan/ a la luna/ los tengo guardados/ para hacerte un collar.../ Los hallé/ una mañana/ en la bruma/ cuando caminaba/ junto al inmenso mar". Y ahora lo principal: "Privilegio/ que agradezco al cielo/ porque ningún poeta/ los pudo encontrar.../ Y yo los guardo/ en un cofre dorado/ son mi única fortuna/ y te los voy a dar".

La cosa va de poetas, de búsquedas febriles y apasionadas, y de la gloria grande de los mayores hallazgos. En la Edad de Oro de Hollywood, los principales estudios contrataban hasta un centenar de guionistas, en régimen de oficina. Si algún gobierno, partido o institución, quisiera apoyar el empleo, y encontrar la metáfora adecuada, podría contratar a tiempo completo a cien poetas, publicistas o palabreros, a los cuales exigirles una página semanal repleta de sugerencias, hasta que den con el "¡Eureka!" definitivo.

El "No más fronteras" está muy bien, pero Tyson acusa poco ese recto de derecha. Lo que además necesitamos es un perentorio gancho ascendente de izquierda, bien cruzado a todo el mentón. O la patada más audaz de todas.

Tenemos razones para el optimismo: son multitud los amigos a los que, a media mañana, los atropellan bucólicos aires virgilianos; al ocaso, cuando el horizonte es trémulo, se desmelenan con remembranzas safávidas; a medianoche se pierden en delirios de Lorca y Neruda, y luego los sorprende la "Aurora temprana de dedos de rosa" perpetrando versos. Siendo tantísimos, no será difícil encontrar unas cuantas decenas de ellos que se opongan a los dictamines de los nacionalistas de todos los colores, y además ansíen formar parte del panteón de los grandes ingenios. "Conócete a ti mismo". "No justice, no peace". "Poderoso caballero es don Dinero". "Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra". "Antes muerta que sencilla". ¿Cuál será, y quién se llenará de gloria con el hallazgo de esa nueva y anhelada joya de palabras justas?

A todos los poetas y embaucadores palabreros (sin perjuicio de posibles identidades entre unos y otros), encarezcámosles que encuentren de una buena vez esa metáfora perdida. ¿Van a ser los nacionalistas más que nosotros? ¿Vamos a tener miedo de callejones oscuros y mordiscos en la oreja? O para mejor decirlo, digámoslo con el mejor de todos: "¿Leoncitos a mí...?".

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