No hay nada como llegar a un cargo generando muy pocas expectativas: cualquier pequeño paso que se dé acabará siendo considerado un gran triunfo. Ojalá sea esto lo que le ocurra a Federica Mogherini, nueva Alta Representante de la Unión Europea para Política Exterior y de Seguridad.
No muchos esperan gran cosa de su gestión: por su juventud (41 años); por su escasa trayectoria en tareas de gobierno -apenas ha estado ocho meses en el Ejecutivo de Matteo Renzi como ministra de Asuntos Exteriores de Italia-; por su limitada experiencia en el laberíntico entramado de la Comisión Europea; y, por si fuera poco, porque los jefes de los 28 Estados miembros de la UE no parecen muy dispuestos a poner en marcha una auténtica política exterior común.
Pero, como todos, Mogherini merece por lo menos el beneficio de la duda. De momento, pretende insuflar un nuevo estilo al cargo y en el poco tiempo que lleva en él ha enunciado ya las dos prioridades de su mandato: Oriente Medio y Ucrania/Rusia. Casi nada.
Su primer viaje, a los pocos días de tomar posesión el pasado 1 de noviembre, ha sido a Jerusalén, Gaza y Cisjordania, donde ha abogado por el reconocimiento de un Estado palestino. Ambicioso objetivo. Pese a ser el principal donante en la región, la Unión Europea ha sido tradicionalmente un convidado de piedra en las negociaciones sobre el futuro de uno de los conflictos más enquistados.
También ha manifestado Mogherini su deseo de encontrarse en breve con el presidente ruso, Vladimir Putin. Siendo parte directamente implicada, la Unión no puede no tratar de seguir avanzando en la resolución de una crisis que se desarrolla en su vecindad más cercana.
De hecho, Ucrania/Rusia representa el nuevo mayor desafío para la política exterior de la UE. Nuevo, porque también como principal desafío se definió la primavera árabe, la mayor convulsión en los contornos de Europa desde la caída del muro de Berlín que pilló, sin embargo, a la Unión con el pie cambiado: en medio de lo peor de la crisis económica, en plena puesta en marcha del Tratado de Lisboa y con una Alta Representante, Catherine Ashton, que apenas empezaba entonces a perfilar sus funciones y las del recién estrenado Servicio Europeo de Acción Exterior, la diplomacia comunitaria.
El estallido de la crisis de Ucrania y su evolución en los pasados meses han puesto de manifiesto las dificultades de una política exterior que se hace casi sobre la marcha. Por una parte, la Unión se ha visto obligada a reaccionar y contrarreaccionar ante los acontecimientos de un Maidán que había puesto en el oeste sus aspiraciones y sus esperanzas; por otra, ha tenido que ponerse a reflexionar rápidamente sobre los límites, los instrumentos, los objetivos, las consecuencias, las líneas rojas, de lo que significa ser un actor global -o al menos regional- y poder adaptarse a la nueva realidad geoestratégica. Para empezar, no ha tenido más remedio que volver a revisar su Política Europea de Vecindad, creada para privilegiar las relaciones con los países del este europeo pero que se vio modificada después para incorporar también a los del sur.
Dicho proceso de acción/reflexión ha producido un doble efecto: ha reforzado la tendencia a la autoflagelación de los expertos y de algunos políticos -lo hemos hecho todo mal; no debimos dejar que Putin llegara tan lejos; él nos conoce y maneja mejor que nosotros a él-; pero también ha llevado a la adopción unánime por los Estados miembros de una serie de sanciones que, además de perjudicar a Rusia, tendrán consecuencias negativas en la propia Unión. Moraleja (al menos temporal): sí son capaces de ponerse de acuerdo para defender determinados principios, aunque duela.
Esta crisis está teniendo otro efecto involuntario: el fin de la reticencia alemana a asumir un mayor liderazgo en política exterior. Con una Francia ensimismada en sus problemas económicos e institucionales, con un Reino Unido que no sabe bien qué carta quiere jugar en esta Unión y tratándose de las relaciones con un vecino, Rusia, que Berlín -y su canciller- conocen muy bien, Alemania ha comenzado a desempeñar un papel que se le lleva reclamando desde hace mucho tiempo.
En otro terreno, el papel de la UE en Ucrania y el futuro de las relaciones con Rusia suponen también un gran desafío de cara a la opinión pública europea. Las represalias rusas por las sanciones han comenzado ya a afectar a numerosos productores agrícolas, pero sus efectos podrían ser más profundos a medio plazo en cuestiones como el precio de los cereales o el suministro de energía. Es más, en los países fronterizos -Polonia, los bálticos...- el debate gira en torno a la potencial amenaza rusa a su seguridad.
Está, además, la cuestión de la credibilidad. Junto a los asuntos materiales, están en juego en Ucrania algunos de los principios que la UE considera irrenunciables: el Estado de derecho, la democracia, los derechos humanos... En la medida en la que la UE demuestre su compromiso con dichos valores en su vecindad inmediata, los europeos apoyarán o no un papel más activo y fuerte de la Unión en el plano exterior.
En lo que no está claro que vaya a haber avances significativos, al menos con la excusa de Rusia, es en la Política Común de Seguridad y Defensa. El hecho de que la OTAN actúe de paraguas protector para aquellos países de la UE que podrían llegar a sentirse amenazados vuelve a desincentivar la necesidad de que Europa como bloque asuma, de un modo conjunto y coordinado, su propia defensa.
Los líderes de la Unión Europea deben comprender que, para mantener la fuerza de su proyecto, tanto para sus propios ciudadanos como para el resto del mundo, tienen que estar a la altura de sus promesas. Los ucranianos se han decantado en las últimas elecciones por un futuro más cerca de la UE que de Rusia. Bruselas sabe que solo estando unidos y con posiciones firmes y claras podrán explorar con Moscú un nuevo marco de relaciones. Así que Mogherini tiene una ingente tarea por delante. Querer contribuir a solucionar el problema de Palestina es muy loable, pero, más allá del golpe de efecto, lo que acabe siendo la política exterior de la Unión se juega ahora en el este.
Este artículo se basa, en parte, en mi intervención en la mesa redonda What does the Ukraine conflict mean for the EU's foreign policy? dentro del seminario A new Europe in the making? New realities in the Eastern Neighbourhood, organizado el pasado 3 de noviembre por CIDOB y la Fundación Friedrich Ebert.
No muchos esperan gran cosa de su gestión: por su juventud (41 años); por su escasa trayectoria en tareas de gobierno -apenas ha estado ocho meses en el Ejecutivo de Matteo Renzi como ministra de Asuntos Exteriores de Italia-; por su limitada experiencia en el laberíntico entramado de la Comisión Europea; y, por si fuera poco, porque los jefes de los 28 Estados miembros de la UE no parecen muy dispuestos a poner en marcha una auténtica política exterior común.
Pero, como todos, Mogherini merece por lo menos el beneficio de la duda. De momento, pretende insuflar un nuevo estilo al cargo y en el poco tiempo que lleva en él ha enunciado ya las dos prioridades de su mandato: Oriente Medio y Ucrania/Rusia. Casi nada.
Su primer viaje, a los pocos días de tomar posesión el pasado 1 de noviembre, ha sido a Jerusalén, Gaza y Cisjordania, donde ha abogado por el reconocimiento de un Estado palestino. Ambicioso objetivo. Pese a ser el principal donante en la región, la Unión Europea ha sido tradicionalmente un convidado de piedra en las negociaciones sobre el futuro de uno de los conflictos más enquistados.
También ha manifestado Mogherini su deseo de encontrarse en breve con el presidente ruso, Vladimir Putin. Siendo parte directamente implicada, la Unión no puede no tratar de seguir avanzando en la resolución de una crisis que se desarrolla en su vecindad más cercana.
De hecho, Ucrania/Rusia representa el nuevo mayor desafío para la política exterior de la UE. Nuevo, porque también como principal desafío se definió la primavera árabe, la mayor convulsión en los contornos de Europa desde la caída del muro de Berlín que pilló, sin embargo, a la Unión con el pie cambiado: en medio de lo peor de la crisis económica, en plena puesta en marcha del Tratado de Lisboa y con una Alta Representante, Catherine Ashton, que apenas empezaba entonces a perfilar sus funciones y las del recién estrenado Servicio Europeo de Acción Exterior, la diplomacia comunitaria.
El estallido de la crisis de Ucrania y su evolución en los pasados meses han puesto de manifiesto las dificultades de una política exterior que se hace casi sobre la marcha. Por una parte, la Unión se ha visto obligada a reaccionar y contrarreaccionar ante los acontecimientos de un Maidán que había puesto en el oeste sus aspiraciones y sus esperanzas; por otra, ha tenido que ponerse a reflexionar rápidamente sobre los límites, los instrumentos, los objetivos, las consecuencias, las líneas rojas, de lo que significa ser un actor global -o al menos regional- y poder adaptarse a la nueva realidad geoestratégica. Para empezar, no ha tenido más remedio que volver a revisar su Política Europea de Vecindad, creada para privilegiar las relaciones con los países del este europeo pero que se vio modificada después para incorporar también a los del sur.
Dicho proceso de acción/reflexión ha producido un doble efecto: ha reforzado la tendencia a la autoflagelación de los expertos y de algunos políticos -lo hemos hecho todo mal; no debimos dejar que Putin llegara tan lejos; él nos conoce y maneja mejor que nosotros a él-; pero también ha llevado a la adopción unánime por los Estados miembros de una serie de sanciones que, además de perjudicar a Rusia, tendrán consecuencias negativas en la propia Unión. Moraleja (al menos temporal): sí son capaces de ponerse de acuerdo para defender determinados principios, aunque duela.
Esta crisis está teniendo otro efecto involuntario: el fin de la reticencia alemana a asumir un mayor liderazgo en política exterior. Con una Francia ensimismada en sus problemas económicos e institucionales, con un Reino Unido que no sabe bien qué carta quiere jugar en esta Unión y tratándose de las relaciones con un vecino, Rusia, que Berlín -y su canciller- conocen muy bien, Alemania ha comenzado a desempeñar un papel que se le lleva reclamando desde hace mucho tiempo.
En otro terreno, el papel de la UE en Ucrania y el futuro de las relaciones con Rusia suponen también un gran desafío de cara a la opinión pública europea. Las represalias rusas por las sanciones han comenzado ya a afectar a numerosos productores agrícolas, pero sus efectos podrían ser más profundos a medio plazo en cuestiones como el precio de los cereales o el suministro de energía. Es más, en los países fronterizos -Polonia, los bálticos...- el debate gira en torno a la potencial amenaza rusa a su seguridad.
Está, además, la cuestión de la credibilidad. Junto a los asuntos materiales, están en juego en Ucrania algunos de los principios que la UE considera irrenunciables: el Estado de derecho, la democracia, los derechos humanos... En la medida en la que la UE demuestre su compromiso con dichos valores en su vecindad inmediata, los europeos apoyarán o no un papel más activo y fuerte de la Unión en el plano exterior.
En lo que no está claro que vaya a haber avances significativos, al menos con la excusa de Rusia, es en la Política Común de Seguridad y Defensa. El hecho de que la OTAN actúe de paraguas protector para aquellos países de la UE que podrían llegar a sentirse amenazados vuelve a desincentivar la necesidad de que Europa como bloque asuma, de un modo conjunto y coordinado, su propia defensa.
Los líderes de la Unión Europea deben comprender que, para mantener la fuerza de su proyecto, tanto para sus propios ciudadanos como para el resto del mundo, tienen que estar a la altura de sus promesas. Los ucranianos se han decantado en las últimas elecciones por un futuro más cerca de la UE que de Rusia. Bruselas sabe que solo estando unidos y con posiciones firmes y claras podrán explorar con Moscú un nuevo marco de relaciones. Así que Mogherini tiene una ingente tarea por delante. Querer contribuir a solucionar el problema de Palestina es muy loable, pero, más allá del golpe de efecto, lo que acabe siendo la política exterior de la Unión se juega ahora en el este.
Este artículo se basa, en parte, en mi intervención en la mesa redonda What does the Ukraine conflict mean for the EU's foreign policy? dentro del seminario A new Europe in the making? New realities in the Eastern Neighbourhood, organizado el pasado 3 de noviembre por CIDOB y la Fundación Friedrich Ebert.