Los transgénicos entran en nuestra cadena alimentaria por una puerta falsa, sin hacer ruido y, por supuesto, sin dar información al consumidor. Lo logran gracias a un etiquetado que no busca dar opciones al consumidor para escoger y poder desechar los alimentos transgénicos o que contengan transgénicos de la cesta de su compra.
Los esfuerzos de los grandes grupos de presión por ocultar esa información al consumidor son más evidentes en el primer país productor de transgénicos del mundo: Estados Unidos. En el gigante norteamericano, que concentra el 40 por ciento de los cultivos transgénicos del mundo, no es obligatorio etiquetar los alimentos que lleven componentes modificados genéticamente.
En Europa, sin embargo, sí hay obligatoriedad de etiquetar, pero los lobbys de las grandes multinacionales productoras de transgénicos han logrado que esa información no les perjudique, eludiendo dar esa información en muchos alimentos implicados en los procesos de modificación genética. ¿Cómo? Pues consiguiendo que la normativa obligue sólo a que se etiquete cuando un componente supere el 1% de modificación genética. Se excluyen de esa norma, además, los saborizantes, disolventes, aditivos y otros componentes que, aunque procedan de modificaciones genéticas, no superan ese porcentaje que el consumidor debe aprender a buscar de otra manera averiguando por su cuenta los ingredientes que, con casi toda seguridad, contienen transgénicos. Y lo que es peor: ningún alimento derivado de animales alimentados con piensos transgénicos tiene que etiquetarse como tal. No existe una etiqueta que diga, por ejemplo: "Huevos de gallinas alimentadas con maíz transgénico". Y no es una cuestión baladí, ya que según una encuesta realizada por Greenpeace en 2006, el 60 por ciento de los europeos consultados no compraría huevos de gallinas alimentadas con transgénicos; se trata de la misma campaña en la que un millón de personas firmó pidiendo el etiquetado de alimentos derivados de animales alimentados con transgénicos, que pese al éxito de la campaña, no ha servido para que Europa regule nada al respecto, demostrando una vez más el peso de los lobbys en Bruselas. La consecuencia: el consumidor está llevándose en la cesta de su compra sin saberlo huevos, lácteos y carne de animales que han sido alimentados con cultivos transgénicos.
Teniendo en cuenta que, en el caso europeo, el único cultivo transgénicos autorizado es el maíz MON810 -de la que casi toda la producción se dedica a hacer piensos para animales- y que sí está permitida la importación de transgénicos como la soja -usada para alimentación animal- la llegada de los transgénicos a nuestra cadena alimenticia está más que asegurada. Y todo ello, con grandes esfuerzos de los lobbys para que la ciudadanía de a pie no lo sepa y no castigue a las grandes multinacionales como Monsanto.
La cultura cada vez más ambiental de la ciudadanía hace que el rechazo a los transgénicos no sea sólo una cuestión de dudas sobre sus efectos en la salud, sino también como defensa de una agricultura sostenible y respetuosa con los ecosistemas. En este sentido, Francia abandera en Europa el rechazo ambiental a los cultivos de organismos modificados genéticamente (OMG), habiendo prohibido en su país el cultivo del maíz transgénico. El Ministerio de Agricultura galo revela en su rechazo que "según datos científicos razonables y recientes investigaciones internacionales, el cultivo de las semillas de maíz MON810 representaría graves riesgos para el medio ambiente, así como un peligro de propagación de organismos dañinos convertidos en resistentes". La alerta francesa apunta a la creación de superplagas: malezas e insectos que evolucionan para superar las trabas genéticas de los cultivos transgénicos, convirtiéndose en especies devastadoras para los cultivos tradicionales, algo que ya está sucediendo en muchos estados de Norteamérica, donde según un informe de Amigos de la Tierra, también se ha desmontado una de las grandes falacias de los defensores de los transgénicos: que los cultivos modificados genéticamente necesitan menos pesticidas; el informe de la ONG Amigos de la Tierra revela justamente todo lo contrario: el aumento de agrotóxicos para combatir las superplagas que se han desarrollado en América del Norte y América del Sur tras más de dos décadas cultivando transgénicos.
Riesgos ambientales que Francia no está dispuesta a asumir en sus campos, pero que en España, el país que más territorio dedica de toda la UE a cultivos transgénicos, no parece preocupar lo más mínimo. Una muestra es la forma en la que se contabiliza el territorio dedicado al cultivo de transgénicos: el Ministerio de Agricultura saca sus datos para el registro de producción transgénica preguntando a la industria cuántas semillas ha vendido en cada provincia española; por regla de tres hace una estimación de que para cada hectárea se usan 85.000 semillas y así supone la superficie dedicada al cultivo de transgénicos. Frente a este ridículo y cutre método ministerial, la UE sí obliga a los agricultores que solicitan ayudas a indicar si el cultivo que realizan es o no transgénico. Con estas correcciones de los datos de la UE, la cifra que sale para España es descomunal: 70.000 hectáreas de cultivos modificados genéticamente, lo que sitúa a nuestro país a la cabeza de la producción transgénica de todo el Continente, muy por delante de Portugal (con apenas 1.000 hectáreas) y Eslovaquia y la República Checa, que tienen menos del millar de hectáreas dedicadas a los OMG. En términos globales, los transgénicos se cultivan en 27 países de todo el mundo, siendo seis de ellos (EEUU, Brasil y Argentina a la cabeza) los que concentran más del 80 por ciento de toda la producción, que en la práctica se circunscribe a cuatro grandes cultivos: soja, maíz, canola y algodón. España ocupa en ese ranking el puesto 14º del mundo y, desde luego, el primero de Europa.
La reciente aprobación que acaba de dar el Parlamento Europeo el pasado 12 de noviembre, por la que los Estados miembros podrán restringir o prohibir el cultivo de transgénicos de manera individual alegando problemas ambientales, de ordenación de territorio, uso de suelo, política agrícola, impactos socioeconómicos o prevención de la contaminación -que ha sido aplaudida por muchos colectivos conservacionistas- puede que consolide a España como el gran bastión de los transgénicos en Europa, donde la tendencia de otros Estados es reducir riesgos ambientales y para la salud, en contra de los intereses de las multinacionales de producción de semillas transgénicas. A Monsanto y otras multinacionales. Frente a este varapalo europeo, siempre les quedará España, un Estado que ha demostrado que está dispuesto a doblegar el interés general de la ciudadanía ante los intereses de las grandes multinacionales, y donde hay muchos científicos en nómina de Monsanto o aspirando a entrar en ella, lanzando el mantra de la seguridad de comer transgénicos ocultándonos la verdad que les resulta incómoda, como con las etiquetas.
Los esfuerzos de los grandes grupos de presión por ocultar esa información al consumidor son más evidentes en el primer país productor de transgénicos del mundo: Estados Unidos. En el gigante norteamericano, que concentra el 40 por ciento de los cultivos transgénicos del mundo, no es obligatorio etiquetar los alimentos que lleven componentes modificados genéticamente.
En Europa, sin embargo, sí hay obligatoriedad de etiquetar, pero los lobbys de las grandes multinacionales productoras de transgénicos han logrado que esa información no les perjudique, eludiendo dar esa información en muchos alimentos implicados en los procesos de modificación genética. ¿Cómo? Pues consiguiendo que la normativa obligue sólo a que se etiquete cuando un componente supere el 1% de modificación genética. Se excluyen de esa norma, además, los saborizantes, disolventes, aditivos y otros componentes que, aunque procedan de modificaciones genéticas, no superan ese porcentaje que el consumidor debe aprender a buscar de otra manera averiguando por su cuenta los ingredientes que, con casi toda seguridad, contienen transgénicos. Y lo que es peor: ningún alimento derivado de animales alimentados con piensos transgénicos tiene que etiquetarse como tal. No existe una etiqueta que diga, por ejemplo: "Huevos de gallinas alimentadas con maíz transgénico". Y no es una cuestión baladí, ya que según una encuesta realizada por Greenpeace en 2006, el 60 por ciento de los europeos consultados no compraría huevos de gallinas alimentadas con transgénicos; se trata de la misma campaña en la que un millón de personas firmó pidiendo el etiquetado de alimentos derivados de animales alimentados con transgénicos, que pese al éxito de la campaña, no ha servido para que Europa regule nada al respecto, demostrando una vez más el peso de los lobbys en Bruselas. La consecuencia: el consumidor está llevándose en la cesta de su compra sin saberlo huevos, lácteos y carne de animales que han sido alimentados con cultivos transgénicos.
Teniendo en cuenta que, en el caso europeo, el único cultivo transgénicos autorizado es el maíz MON810 -de la que casi toda la producción se dedica a hacer piensos para animales- y que sí está permitida la importación de transgénicos como la soja -usada para alimentación animal- la llegada de los transgénicos a nuestra cadena alimenticia está más que asegurada. Y todo ello, con grandes esfuerzos de los lobbys para que la ciudadanía de a pie no lo sepa y no castigue a las grandes multinacionales como Monsanto.
La cultura cada vez más ambiental de la ciudadanía hace que el rechazo a los transgénicos no sea sólo una cuestión de dudas sobre sus efectos en la salud, sino también como defensa de una agricultura sostenible y respetuosa con los ecosistemas. En este sentido, Francia abandera en Europa el rechazo ambiental a los cultivos de organismos modificados genéticamente (OMG), habiendo prohibido en su país el cultivo del maíz transgénico. El Ministerio de Agricultura galo revela en su rechazo que "según datos científicos razonables y recientes investigaciones internacionales, el cultivo de las semillas de maíz MON810 representaría graves riesgos para el medio ambiente, así como un peligro de propagación de organismos dañinos convertidos en resistentes". La alerta francesa apunta a la creación de superplagas: malezas e insectos que evolucionan para superar las trabas genéticas de los cultivos transgénicos, convirtiéndose en especies devastadoras para los cultivos tradicionales, algo que ya está sucediendo en muchos estados de Norteamérica, donde según un informe de Amigos de la Tierra, también se ha desmontado una de las grandes falacias de los defensores de los transgénicos: que los cultivos modificados genéticamente necesitan menos pesticidas; el informe de la ONG Amigos de la Tierra revela justamente todo lo contrario: el aumento de agrotóxicos para combatir las superplagas que se han desarrollado en América del Norte y América del Sur tras más de dos décadas cultivando transgénicos.
Riesgos ambientales que Francia no está dispuesta a asumir en sus campos, pero que en España, el país que más territorio dedica de toda la UE a cultivos transgénicos, no parece preocupar lo más mínimo. Una muestra es la forma en la que se contabiliza el territorio dedicado al cultivo de transgénicos: el Ministerio de Agricultura saca sus datos para el registro de producción transgénica preguntando a la industria cuántas semillas ha vendido en cada provincia española; por regla de tres hace una estimación de que para cada hectárea se usan 85.000 semillas y así supone la superficie dedicada al cultivo de transgénicos. Frente a este ridículo y cutre método ministerial, la UE sí obliga a los agricultores que solicitan ayudas a indicar si el cultivo que realizan es o no transgénico. Con estas correcciones de los datos de la UE, la cifra que sale para España es descomunal: 70.000 hectáreas de cultivos modificados genéticamente, lo que sitúa a nuestro país a la cabeza de la producción transgénica de todo el Continente, muy por delante de Portugal (con apenas 1.000 hectáreas) y Eslovaquia y la República Checa, que tienen menos del millar de hectáreas dedicadas a los OMG. En términos globales, los transgénicos se cultivan en 27 países de todo el mundo, siendo seis de ellos (EEUU, Brasil y Argentina a la cabeza) los que concentran más del 80 por ciento de toda la producción, que en la práctica se circunscribe a cuatro grandes cultivos: soja, maíz, canola y algodón. España ocupa en ese ranking el puesto 14º del mundo y, desde luego, el primero de Europa.
La reciente aprobación que acaba de dar el Parlamento Europeo el pasado 12 de noviembre, por la que los Estados miembros podrán restringir o prohibir el cultivo de transgénicos de manera individual alegando problemas ambientales, de ordenación de territorio, uso de suelo, política agrícola, impactos socioeconómicos o prevención de la contaminación -que ha sido aplaudida por muchos colectivos conservacionistas- puede que consolide a España como el gran bastión de los transgénicos en Europa, donde la tendencia de otros Estados es reducir riesgos ambientales y para la salud, en contra de los intereses de las multinacionales de producción de semillas transgénicas. A Monsanto y otras multinacionales. Frente a este varapalo europeo, siempre les quedará España, un Estado que ha demostrado que está dispuesto a doblegar el interés general de la ciudadanía ante los intereses de las grandes multinacionales, y donde hay muchos científicos en nómina de Monsanto o aspirando a entrar en ella, lanzando el mantra de la seguridad de comer transgénicos ocultándonos la verdad que les resulta incómoda, como con las etiquetas.