"Toda actuación en el ámbito de la sanidad requiere, con carácter general, el previo consentimiento de los pacientes o usuarios". Así de claro se expresa en su artículo 2.2 la norma que establece en España el marco de relaciones de los pacientes con los sanitarios, especialmente con los médicos. Esta norma, ley 41/2002, ya desde su expresivo título de Ley básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica o, abreviadamente, ley de autonomía del paciente, resalta intencionalmente el valor que mejor define el espíritu actual de dicha relación: la autonomía de la voluntad del paciente. Con ello certifica el abandono definitivo de la relación de sumisión que entrañaba el ya agotado modelo hipocrático.
Aunque la rotundidad del término "toda actuación", reiterado en el artículo 8.1, no deja ninguna duda, al menos bienintencionada, la norma aclara en el inciso 4 del mismo artículo 2º que "todo paciente o usuario tiene derecho a negarse al tratamiento". Este derecho sólo decae en favor de la comunidad cuando su ejercicio -negarse al tratamiento- entrañe un peligro para la salud pública.
Debe aclararse que, como el sentido común indica, le ley no confiere al paciente la capacidad de juzgar técnicamente una actuación médica, tan sólo le reconoce el derecho a admitirla o rechazarla -sea diagnóstica o terapéutica- por más que, médicamente, esté indicada y sea adecuada a la situación clínica del paciente.
Hasta hoy, la formación recibida por los médicos ha estado enfocada a la curación de la enfermedad y la preservación de la vida entendida como un bien indiscutible. Este contexto cultural dificulta la aceptación de decisiones de los pacientes que el médico vive como autodestructivas, pero que en realidad traducen diferentes y legítimas formas de entender uno y otro "lo que es bueno" para el paciente, e incluso el propio sentido de la dignidad personal. Es la experiencia vital del sufrimiento, de la que el médico sólo es observador, la que lleva al paciente a considerar que su vida concreta no es ese bien a preservar que considera el médico. Y esta pertenencia a dos mundos distintos es causa de frecuentes conflictos en el día a día.
En ocasiones, tales conflictos adquieren relevancia y notoriedad como para saltar a los medios de comunicación internacionales. Conflictos tan absurdamente enconados como el ocurrido este verano con el niño Ashya King cuyos padres se vieron en la cárcel de Soto del Real por la actuación prepotente -e ilegal- de un médico inglés que consiguió embarcar a la justicia en su delirio.
En España, y a pesar de lo meridianamente clara que resulta la ley de autonomía, se producen diariamente desencuentros debidos a la ignorancia, cuando no desprecio, por parte de ciertos profesionales de los derechos que asisten al paciente.
En la Asociación Derecho a Morir Dignamente recibimos casi a diario consultas de familiares a quienes médicos a título individual o, más grave todavía, equipos médicos al completo, les niegan el ejercicio de derechos perfectamente claros en la ley, casi siempre relacionados con renuncias al tratamiento. Por decirlo suavemente, siguen aferrados a esa medicina hipocrática en la que se formaron. Las más de las veces, cuando los profesionales se encuentran ante una posición sólidamente argumentada "con la ley en la mano", ceden en su pretensión. Pero no siempre ocurre así.
En los últimos días hemos asistido atónitos a un caso que comparte con el de Ashya una actuación médica injustificable, tanto desde la ética profesional como desde la legalidad: en Guadalajara, ha sido necesaria la intervención de un juez para determinar que N.A.E., paciente de 77 años, testigo de Jehová que se negaba a recibir una transfusión de sangre aunque los médicos la consideraban una "urgencia vital", tenía derecho a ello porque, en palabras del auto, "el paciente está en pleno uso de sus facultades cognitivas y volitivas" y su negativa al tratamiento "se trata de un ejercicio de autodeterminación en relación con una intervención sobre el propio cuerpo amparada por la Ley, no resultando justificada la imposición obligatoria de la intervención médica".
El caso genera especial preocupación y no sólo porque hace muchos años que la jurisprudencia, incluso del Tribunal Supremo y del Constitucional, zanjó la vieja polémica sobre el derecho a renunciar a tratamientos por motivos de creencia religiosa. Preocupa sobremanera porque el desconocimiento de la ley se produce en un Hospital Universitario donde jóvenes estudiantes aprenden comportamientos que luego reproducirán en su vida profesional. Preocupa también que un Hospital Universitario no cuente con un Comité de Ética Asistencial. O, peor aún, que lo tenga y no haya intervenido en un caso que terminó en el juzgado. Preocupa también, y mucho, el papel que haya jugado en este lamentable asunto la dirección del hospital que, por cierto, tiene colgada en su página web, en el apartado de "ciudadanos", la ley de autonomía del paciente como información de los derechos que les asisten. A la vista de lo sucedido, parece urgente incluirla también en el de profesionales. Si es que la dirección fue obviada por tan celoso médico, es de esperar que se haya iniciado ya el expediente informativo disciplinario. Pero si los responsables del hospital colaboraron de cualquier forma en el desafuero del médico, resulta urgente su dimisión o su cese por el consejero Echaniz tras el varapalo de la justicia.
Mientras redactaba este artículo, las televisiones dan cuenta del fallecimiento de la Duquesa de Alba. No parece probable que la iniciativa de interrumpir el tratamiento intensivo para la complicación sobrevenida, una neumonía aspirativa, haya partido del equipo médico. A la vista de las declaraciones de la familia en las horas previas al alta, parece que se ha tratado de la renuncia al tratamiento por parte de sus representantes, sin duda siguiendo los deseos expresados previamente por la duquesa. Sorprende e irrita constatar una vez más el diferente grado de comprensión y de respeto dispensado a ciertas decisiones en función del estrato social de quien decide. ¿Se imagina alguien a los médicos de la duquesa preguntando a sus familiares si es que tenían prisa por heredar? Pues lamentablemente, son muchas las personas, menos poderosas desde luego, que tienen que soportar tal afrenta en idéntica situación.
Mucho me sorprendería también que el arzobispo emérito de Sevilla hubiera acusado públicamente de eutanasia a los hijos de la duquesa, como hizo su colega de Huelva con los Ramona Estévez por defender igualmente la voluntad de su madre.
Sabido es que, como en la granja de Orwell, todos somos iguales pero algunos, más iguales que otros.
Aunque la rotundidad del término "toda actuación", reiterado en el artículo 8.1, no deja ninguna duda, al menos bienintencionada, la norma aclara en el inciso 4 del mismo artículo 2º que "todo paciente o usuario tiene derecho a negarse al tratamiento". Este derecho sólo decae en favor de la comunidad cuando su ejercicio -negarse al tratamiento- entrañe un peligro para la salud pública.
Debe aclararse que, como el sentido común indica, le ley no confiere al paciente la capacidad de juzgar técnicamente una actuación médica, tan sólo le reconoce el derecho a admitirla o rechazarla -sea diagnóstica o terapéutica- por más que, médicamente, esté indicada y sea adecuada a la situación clínica del paciente.
Hasta hoy, la formación recibida por los médicos ha estado enfocada a la curación de la enfermedad y la preservación de la vida entendida como un bien indiscutible. Este contexto cultural dificulta la aceptación de decisiones de los pacientes que el médico vive como autodestructivas, pero que en realidad traducen diferentes y legítimas formas de entender uno y otro "lo que es bueno" para el paciente, e incluso el propio sentido de la dignidad personal. Es la experiencia vital del sufrimiento, de la que el médico sólo es observador, la que lleva al paciente a considerar que su vida concreta no es ese bien a preservar que considera el médico. Y esta pertenencia a dos mundos distintos es causa de frecuentes conflictos en el día a día.
En ocasiones, tales conflictos adquieren relevancia y notoriedad como para saltar a los medios de comunicación internacionales. Conflictos tan absurdamente enconados como el ocurrido este verano con el niño Ashya King cuyos padres se vieron en la cárcel de Soto del Real por la actuación prepotente -e ilegal- de un médico inglés que consiguió embarcar a la justicia en su delirio.
En España, y a pesar de lo meridianamente clara que resulta la ley de autonomía, se producen diariamente desencuentros debidos a la ignorancia, cuando no desprecio, por parte de ciertos profesionales de los derechos que asisten al paciente.
En la Asociación Derecho a Morir Dignamente recibimos casi a diario consultas de familiares a quienes médicos a título individual o, más grave todavía, equipos médicos al completo, les niegan el ejercicio de derechos perfectamente claros en la ley, casi siempre relacionados con renuncias al tratamiento. Por decirlo suavemente, siguen aferrados a esa medicina hipocrática en la que se formaron. Las más de las veces, cuando los profesionales se encuentran ante una posición sólidamente argumentada "con la ley en la mano", ceden en su pretensión. Pero no siempre ocurre así.
En los últimos días hemos asistido atónitos a un caso que comparte con el de Ashya una actuación médica injustificable, tanto desde la ética profesional como desde la legalidad: en Guadalajara, ha sido necesaria la intervención de un juez para determinar que N.A.E., paciente de 77 años, testigo de Jehová que se negaba a recibir una transfusión de sangre aunque los médicos la consideraban una "urgencia vital", tenía derecho a ello porque, en palabras del auto, "el paciente está en pleno uso de sus facultades cognitivas y volitivas" y su negativa al tratamiento "se trata de un ejercicio de autodeterminación en relación con una intervención sobre el propio cuerpo amparada por la Ley, no resultando justificada la imposición obligatoria de la intervención médica".
El caso genera especial preocupación y no sólo porque hace muchos años que la jurisprudencia, incluso del Tribunal Supremo y del Constitucional, zanjó la vieja polémica sobre el derecho a renunciar a tratamientos por motivos de creencia religiosa. Preocupa sobremanera porque el desconocimiento de la ley se produce en un Hospital Universitario donde jóvenes estudiantes aprenden comportamientos que luego reproducirán en su vida profesional. Preocupa también que un Hospital Universitario no cuente con un Comité de Ética Asistencial. O, peor aún, que lo tenga y no haya intervenido en un caso que terminó en el juzgado. Preocupa también, y mucho, el papel que haya jugado en este lamentable asunto la dirección del hospital que, por cierto, tiene colgada en su página web, en el apartado de "ciudadanos", la ley de autonomía del paciente como información de los derechos que les asisten. A la vista de lo sucedido, parece urgente incluirla también en el de profesionales. Si es que la dirección fue obviada por tan celoso médico, es de esperar que se haya iniciado ya el expediente informativo disciplinario. Pero si los responsables del hospital colaboraron de cualquier forma en el desafuero del médico, resulta urgente su dimisión o su cese por el consejero Echaniz tras el varapalo de la justicia.
Mientras redactaba este artículo, las televisiones dan cuenta del fallecimiento de la Duquesa de Alba. No parece probable que la iniciativa de interrumpir el tratamiento intensivo para la complicación sobrevenida, una neumonía aspirativa, haya partido del equipo médico. A la vista de las declaraciones de la familia en las horas previas al alta, parece que se ha tratado de la renuncia al tratamiento por parte de sus representantes, sin duda siguiendo los deseos expresados previamente por la duquesa. Sorprende e irrita constatar una vez más el diferente grado de comprensión y de respeto dispensado a ciertas decisiones en función del estrato social de quien decide. ¿Se imagina alguien a los médicos de la duquesa preguntando a sus familiares si es que tenían prisa por heredar? Pues lamentablemente, son muchas las personas, menos poderosas desde luego, que tienen que soportar tal afrenta en idéntica situación.
Mucho me sorprendería también que el arzobispo emérito de Sevilla hubiera acusado públicamente de eutanasia a los hijos de la duquesa, como hizo su colega de Huelva con los Ramona Estévez por defender igualmente la voluntad de su madre.
Sabido es que, como en la granja de Orwell, todos somos iguales pero algunos, más iguales que otros.