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Burgos o la latente violencia en la sociedad española

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Hace unos días, en un descanso con café en el contexto de un encuentro profesional, varios sociólogos reflejábamos nuestra extrañeza por la relativamente escasa virulencia que se veía en la calle, a pesar de que la acumulación de motivaciones empezaba a ser exasperante en la sociedad española: gigantesca tasa de desempleo, especialmente entre los jóvenes; descenso de los salarios; aumento de los precios de servicios básicos como la energía, la educación, el transporte o la sanidad; deterioro generalizado de los servicios públicos; descrédito institucional; la corrupción encabezando diariamente las portadas de los informativos; pérdida de derechos y un largo etcétera. Con tantos motivos, lo sorprendente era la paz. Podía hablarse de un aire crispado, en algunas situaciones, incluso en algunos acontecimientos -véase el acto de presentación del libro del expresidente Felipe González- pero en general parecía dominar más el fatalismo y cierta depresión -salvo las luchas canalizadas contra los ataques a la sanidad y la educación públicas- más que de violencia en las calles. Todos recordábamos las imágenes de las calles de Atenas de no hace tanto tiempo.

Las explicaciones se sucedieron, si bien es verdad que ninguna de ellas se ofertó con intensa convicción, ni ninguna fue del todo convincente. Dominó el tono de la reflexión abierta, sobre la conclusión. Entre las explicaciones: la incorporación de la democracia y sus instrumentos y canales en nuestra sociedad y el abandono de la España pasional, a pesar de las críticas a la propia democracia; los efectos del individualismo, que llevan a que cada uno se busque la vida como pueda -emigrando, aguantando calladamente su situación con la vergüenza de no poder seguir consumiendo o siquiera calentándose-; la desmoralización de una sociedad que carece de referentes ejemplares a los que agarrarse o alternativas de las que echar mano; el miedo a perder aún más, en un contexto general en el que solo se ve incertidumbre y nada de futuro; hasta la propia acción de la industria cultural -lo que va desde la televisión de la extensa programación de sálvames, hasta el omnipresente fútbol- en una especie de planificada acción de adormilamiento de la sociedad. La propia existencia de tal variedad de explicaciones -y solo están las que he podido recordar y hay que tener en cuenta el limitado tiempo de un descanso de café- muestra la gran apertura del tema. Tal vez la pregunta era inadecuada -¿por qué no hay violencia?- pues en las sociedades estables y consolidadas no tiene porqué haber una excesiva presencia de violencia, siendo lo normal el reinado de la paz ciudadana; pero partimos de una percepción bastante compartida de extrañeza.

Sin embargo, ahora aparece una revuelta de unos vecinos en Burgos contra la reforma de una calle. Hasta ahora, las manifestaciones pacíficas se habían sucedido en contra de la decisión municipal, sin que, al parecer, nadie escuchara la voz. No voy a entrar en el fondo del asunto -la reforma urbanística- aun cuando quienes pasamos de vez en cuando por esta ciudad, de camino a otra, dejaríamos de pasar y parar en ella, limitándonos a la rara y extensa circunvalación llevada a cabo hace unos años. Tras la violencia, en todo el mundo se sabe de la existencia del problema en la capital castellana.

Lo llamativo es que una sociedad que apenas parece decidida a moverse por defender cuestiones que pueden considerarse estructurales y muy importantes, relacionadas con su futuro como tal sociedad, llega a las manos, las piedras, la ruptura de escaparates o la quema de contenedores para mantener el trazado de una calle. Es cierto que no es una calle cualquiera y que el barrio en el que se inscribe, Gamonal, tiene un valor simbólico importante entre los burgaleses, significando muchas cosas, en una ciudad atizada hasta la saciedad por varias corporaciones llenas de corrupción y olor a franquismo. Pero, en todo caso, es como si lo importante y transcendental apenas generase emociones; mientras que la identificación con una calle, con una forma de vivir y de ser ciudadano (vivir la ciudad), fuese capaz de desencadenar los gritos más profundos de dolor. Como si la gente solo estuviese dispuesta a moverse radicalmente por lo cercano, por lo que tiene todavía debajo de los pies -como la calle- o al alcance de la mano. Como si lo único por lo que merece la pena moverse con los dientes, en una sociedad global, fuese lo local.

Muchos dirán que es pronto para obtener conclusiones o explicaciones y que, sobre todo, se trata de un grupo minoritario y que dista de ser representativo del conjunto de la sociedad burgalesa. Incluso no faltarán, me temo, que volverán a recurrir al recurrente tópico de los "antisistemas". Desde mi punto de vista -reconozco que en la actualidad y a falta de mayor observación empírica tiene más de opinión y de recuerdo de los clásicos de la prematuramente vilipendiada psicología de masas (Le Bon, Tarde) que de constatación confirmada- lo que sucede es que el conjunto de la sociedad conforma ahora una especie de gran bolsa emocional, con agitaciones profundas, a las que no ve salida. Un problema cercano sobre algo que se vive como propio, como nuestro, como es lo que tiende a estar ubicado en el espacio local, actúa como chispa. Pero llevamos varios años de gasolina de cabreos y desaires acumulados y los ciudadanos -si es que lo siguen siendo- difícilmente pueden vivir con la sensación de ser solo víctimas pasivas entre una convocatoria electoral y otra. Cualquier chispa puede llevar a la explosión de violencia en cualquier lugar de la península. El que provenga del ámbito local, que es aquel en el que en mayor medida pueden establecerse canales de participación ciudadana democrática y activa, tiene hasta su lógica.

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