No hay cosa más absurda a la hora de entrar en un país inexistente que tener en regla todos los papeles y no tenerlos en papel. Y me explico. Llevar un salvoconducto militar descargado en el móvil y enseñarlo a tres bigardos abjacios para que te dejen entrar en su particular Edad Media es, aquí, algo completamente absurdo.
En realidad, cualquier trámite es de cómic en Abjacia, un destruido territorio disfrazado de país que sólo sirve para bloquear el tránsito entre el norte de Georgia y el sur de Rusia.
En la última ciudad del noroeste georgiano, en Zugdidi, es donde empieza lo increíble. Un enorme autocar aguarda a la sombra junto a la estación de tren -ahí terminan los raíles georgianos- con un letrero que dice: "Mockba", Moscú. Pregunto al conductor si para ir a la capital de Rusia atravesará Abjacia, pensando que es lo más lógico y lo que más conviene. Por esa ruta, el suelo ruso está a sólo 200 kilómetros, lo que mide Abjacia de lado a lado. Pero me dice que no, que su ruta es justo en sentido inverso: rodea el sur de Osetia, el norte de Tbilisi, trepa por la carretera del Gran Cáucaso, por entre montañas de cuatro y cinco mil metros, y llega a Verkhniy Lars, a suelo ruso, un día después de iniciado el viaje. Desde ahí le espera otro día completo hasta Moscú.
Me dice que es la única ruta posible desde que en 2008 terminó la última guerra entre Rusia y Georgia por el control de los territorios de Abjacia y Osetia del Sur. No hay más rutas desde que Abjacia dejó de ser una provincia georgiana y se convirtió en una región engullida política y militarmente por Rusia, aunque a efectos imaginarios figura que es un suelo independiente y soberano al que ninguna nación del mundo ha dado su reconocimiento. ¡Vaya, un país inexistente más!
De modo que enciendo un pitillo y observo a los taxistas georgianos que aguardan el milagro de que se les aparezca un pasajero. Uno de ellos, muy anciano, acepta llevarme hasta la frontera de Georgia con Abjacia, a unos 15 kilómetros de donde estamos. Me deja frente a los policías georgianos, que revisan mi pasaporte -aunque se niegan a estamparme ningún sello de salida del país, ya que consideran que Abjacia sigue siendo Georgia- y me dicen que por ellos no hay problema, que camine hasta Abjacia, pero que allí los rusos no me dejarán pasar. "Yo se lo aviso", dice uno.
Y es literal: camino. Hay que ir andando. No existe transporte público entre uno y otro lado. Hay que caminar más de un kilómetro, cruzar un devastado y largo puente sobre el río Enguri y llegar, arrastrando la maleta, hasta la posición militar de los soldados abjacios. Por ese trayecto sólo circulan carromatos tirados por mulos que transportan a las mujeres abjacias que han ido a hacer la compra a Georgia. Tres carromatos, para ser exactos. Van y vienen sin cesar por esa tierra de nadie agujereada a morterazos.
Vista parcial de los edificios abandonados en Sukhumi, la capital de Abjacia.
Un joven militar ruso se acerca cuando me ve tratando inútilmente de convencer a los soldados abjacios de que acepten por bueno el salvoconducto que les muestro en la pantalla del móvil. Papel, me dicen, tiene que traerlo en papel.
El joven ruso, Alexander se llama -como mi hijo, le digo, buscando su simpatía-, también lleva un iPhone en la mano. Y habla algo de inglés. Es astuto, con ganas de ayudar. Deduzco enseguida que es el que más manda de todos.
Intentamos transferir el documento del salvoconducto desde mi móvil al suyo, pero nada. Probamos por mail -pero no hay red-, por SMS y por WhatsApp -lo mismo-, por Bluetooth -pero las máquinas no se reconocen-. Propone copiar el archivo desde mi portátil a un pendrive, pero mi viejo ordenador carece de batería y en la garita de frontera no hay enchufes. Finalmente me ofrece la que parece la única solución. Dice que se lleva a la base militar mi ordenador, que imprime allí el documento y que vuelve con el papel. Quince minutos, me dice.
Eso ocurre a las cuatro de la tarde, aún con sol. Me acomodo en un asiento arrancado de alguna furgoneta que está apoyado en las concertinas y pienso en lo que decía mi amigo Ljubo durante el cerco a Sarajevo: "Si puedes estar sentado, mejor que de pie; y si puedes estar tumbado, mejor que sentado. Porque nunca se sabe".
En los quince primeros minutos y en los quince siguientes los carromatos de los mulos hacen tres viajes de ida y vuelta cada uno y a su paso dejan casi medio centenar de pasajeros, la mayoría mujeres, casi todas ancianas cargadas de comida y fruta. En la siguiente media hora me dedico a anotar otras cosas que esa gente transporta a pulso hacia Abjacia: un colchón, varios ededrones, losetas y azulejos -muchos-, un armario de cocina desmontado, un frigorífico, dos tresillos y un sillón, muchos rollos de papel pintado, varias escobas y lo más sorprendente, un oso gigantesco de peluche, más grande que su porteadora, y al que sólo por su tamaño también se le debería exigir algún visado. Está claro que en Abjacia es todo más caro y más escaso que en Georgia. El legado de la guerra es una apretada economía de subsistencia y sólo hay empleo en el pequeño comercio y en los mínimos servicios públicos. La juventud abjacia come rancho, enrolada en filas a perpetuidad.
El cielo encapotado hace que la noche avance más rápida sobre el punto fronterizo. Me asedian los mosquitos, pero no me pican. Y es que me duché sin jabón por la mañana -eso lo aprendí en Senegal- y así no huelo diferente al entorno que sobrevuelan. Soy una cosa más para ellos, no soy algo distinto. Carezco de interés.
Ya ha pasado una hora y media desde que Alexander se fue con el ordenador. Atraviesa la frontera un vehículo de ACNUR y otro del Refugee Council, ambos con placas rojas. Ayuda a los refugiados, pienso. Y veo a la gente portear sus pesados fardos hacia Abjacia. ¿Cuántas veces lo harán al cabo de la semana? Y otra vez reniego de la frontera como suceso físico, como obstáculo a lo cotidiano. Maldigo las fronteras. Nadie imagina lo que son cuando las ve dibujadas en los mapas. Pero vividas a diario son indignas. Sí, eso son.
A las seis llega Alexander con mi salvoconducto impreso. A esas horas ya han hecho corrillo en torno a mí los soldados abjacios. Seguramente soy lo más entretenido y pacífico que les ha ocurrido en varias semanas. Me han traído uvas, les he mostrado fotos de mis hijos y hemos hablado de fútbol (todo por gestos, claro).
Soldados abjacios en la barrera militar que controla los accesos entre Georgia y Abjacia
La noche se va cerrando en el camino hacia Sukhumi, la capital de Abjacia, a unos cien kilómetros del surrealista punto fronterizo. Por la carretera, que cruza de oeste a este el territorio de Abjacia, caminan decenas de vacas sueltas, auténticos obstáculos casi invisibles por la caída de la noche. Hacia el sur, el cielo se ha pintado de magenta sobre el Mar Negro. Hacia el norte, las cumbres nevadas de la cordillera abjacia también se han vuelto rosadas. En el último resplandor del día se distinguen, a uno y otro lado de la carretera, las viviendas arruinadas por la metralla y las bombas. Casas y negocios que en otro tiempo pertenecieron a georgianos huidos de la zona se derriten como azucarillos. Son como fósiles en medio de un prodigioso valle en el que no hay cultivos ni granjas ni habitantes. Sólo hay cuarteles, controles continuos en la carretera y decenas de tanquetas y camiones rusos que avanzan por las cunetas al ritmo del ganado. Y en lo más oscuro, porque no se dejan ver, se esconden algunos miles de civiles que aún conservan sus armas de la guerra. Por lo que me explicó Alexander, hoy en día son el principal y más grave peligro para los rusos de la zona.
En la ciudad costera de Sukhumi, lo que fue el gran balneario ruso en la época soviética, también parece todo abandonado. Lo que era una prodigiosa fuente de ingresos para Georgia, el turismo, ya no existe. Todo está devastado. La maleza se come los parques públicos y lo que fueron jardines de distinguidos palacetes, hoy esqueletos de hormigón en su mayoría. Un sistema de racionamiento energético mantiene casi a oscuras la ciudad. La palabra wifi es casi desconocida. En las terrazas de algunos restaurantes la gente aprovecha el buen tiempo y cena y baila bajo las bambalinas al ritmo de las canciones rusas. Es la glasnost que puede verse en Sukhumi, una ciudad crionizada en los albores de la perestroika de Gorbachov. Potentes y carísimos vehículos de doble tracción y cristales tintados circulan a gran velocidad por la única carretera que cruza la ciudad, ajenos por completo a la triste estampa de una pobreza extrema subvencionada por Moscú.
Restos de la playa de Sukhumi, que antaño fue uno de los balnearios más espectaculares del Mar Negro.
Los cien kilómetros que continúan desde Sukhumi hacia Rusia son todo lo contrario. No hay ni una sola muesca de artillería en los edificios. Frente al valle más oriental que queda atrás, aparecen las montañas esbeltas y tupidas del lado occidental de Abjacia. Parece la isla de La Palma, el trópico utópico. La hermosura en bruto. Hay luz eléctrica y las instalaciones para el turismo son flamantes. Las calles de Gagra están llenas de rusos que hacen ahí sus vacaciones. Nadie se alarma cuando una columna de blindados rusos, que por supuesto ha entrado sin visado, ralentiza agonizantemente el tráfico, camino de Sukhumi. Y es que ya comienza Hollywood. Entramos en los arrabales de la cercana Sochi, la ciudad costera en la que veranea Vladimir Putin y en la que se celebraron los últimos Juegos Olímpicos de invierno.
Al salir del país inexistente le reciben a uno las luces de colores de un gigantesco castillo de Disneyland. Comienza la fantasía, el derroche, el turismo carísimo. Comienza el Teorema del Avispero: en ese punto fronterizo no hay ninguna autoridad georgiana que selle en el pasaporte la salida del país; tampoco hay abjacios en el puesto de control; y los rusos también se niegan a sellar en el pasaporte la entrada oficial a su país.
De repente se encuentra uno con un problema legal de cara a futuros tránsitos fronterizos. Oficialmente no ha salido de Georgia ni ha entrado en Rusia. De repente, uno es ilegal, o al menos alegal. Es lo que pasa por haber pisado Abjacia, señoras y señores, una suerte de endiablado pleistoceno en el extremo occidental del Cáucaso.
Uno de los muchos esqueletos de edificio que conforman el paisaje cotidiano de Sukhumi, la capital de Abjacia.
En realidad, cualquier trámite es de cómic en Abjacia, un destruido territorio disfrazado de país que sólo sirve para bloquear el tránsito entre el norte de Georgia y el sur de Rusia.
En la última ciudad del noroeste georgiano, en Zugdidi, es donde empieza lo increíble. Un enorme autocar aguarda a la sombra junto a la estación de tren -ahí terminan los raíles georgianos- con un letrero que dice: "Mockba", Moscú. Pregunto al conductor si para ir a la capital de Rusia atravesará Abjacia, pensando que es lo más lógico y lo que más conviene. Por esa ruta, el suelo ruso está a sólo 200 kilómetros, lo que mide Abjacia de lado a lado. Pero me dice que no, que su ruta es justo en sentido inverso: rodea el sur de Osetia, el norte de Tbilisi, trepa por la carretera del Gran Cáucaso, por entre montañas de cuatro y cinco mil metros, y llega a Verkhniy Lars, a suelo ruso, un día después de iniciado el viaje. Desde ahí le espera otro día completo hasta Moscú.
Me dice que es la única ruta posible desde que en 2008 terminó la última guerra entre Rusia y Georgia por el control de los territorios de Abjacia y Osetia del Sur. No hay más rutas desde que Abjacia dejó de ser una provincia georgiana y se convirtió en una región engullida política y militarmente por Rusia, aunque a efectos imaginarios figura que es un suelo independiente y soberano al que ninguna nación del mundo ha dado su reconocimiento. ¡Vaya, un país inexistente más!
De modo que enciendo un pitillo y observo a los taxistas georgianos que aguardan el milagro de que se les aparezca un pasajero. Uno de ellos, muy anciano, acepta llevarme hasta la frontera de Georgia con Abjacia, a unos 15 kilómetros de donde estamos. Me deja frente a los policías georgianos, que revisan mi pasaporte -aunque se niegan a estamparme ningún sello de salida del país, ya que consideran que Abjacia sigue siendo Georgia- y me dicen que por ellos no hay problema, que camine hasta Abjacia, pero que allí los rusos no me dejarán pasar. "Yo se lo aviso", dice uno.
Y es literal: camino. Hay que ir andando. No existe transporte público entre uno y otro lado. Hay que caminar más de un kilómetro, cruzar un devastado y largo puente sobre el río Enguri y llegar, arrastrando la maleta, hasta la posición militar de los soldados abjacios. Por ese trayecto sólo circulan carromatos tirados por mulos que transportan a las mujeres abjacias que han ido a hacer la compra a Georgia. Tres carromatos, para ser exactos. Van y vienen sin cesar por esa tierra de nadie agujereada a morterazos.
Vista parcial de los edificios abandonados en Sukhumi, la capital de Abjacia.
Un joven militar ruso se acerca cuando me ve tratando inútilmente de convencer a los soldados abjacios de que acepten por bueno el salvoconducto que les muestro en la pantalla del móvil. Papel, me dicen, tiene que traerlo en papel.
El joven ruso, Alexander se llama -como mi hijo, le digo, buscando su simpatía-, también lleva un iPhone en la mano. Y habla algo de inglés. Es astuto, con ganas de ayudar. Deduzco enseguida que es el que más manda de todos.
Intentamos transferir el documento del salvoconducto desde mi móvil al suyo, pero nada. Probamos por mail -pero no hay red-, por SMS y por WhatsApp -lo mismo-, por Bluetooth -pero las máquinas no se reconocen-. Propone copiar el archivo desde mi portátil a un pendrive, pero mi viejo ordenador carece de batería y en la garita de frontera no hay enchufes. Finalmente me ofrece la que parece la única solución. Dice que se lleva a la base militar mi ordenador, que imprime allí el documento y que vuelve con el papel. Quince minutos, me dice.
Eso ocurre a las cuatro de la tarde, aún con sol. Me acomodo en un asiento arrancado de alguna furgoneta que está apoyado en las concertinas y pienso en lo que decía mi amigo Ljubo durante el cerco a Sarajevo: "Si puedes estar sentado, mejor que de pie; y si puedes estar tumbado, mejor que sentado. Porque nunca se sabe".
En los quince primeros minutos y en los quince siguientes los carromatos de los mulos hacen tres viajes de ida y vuelta cada uno y a su paso dejan casi medio centenar de pasajeros, la mayoría mujeres, casi todas ancianas cargadas de comida y fruta. En la siguiente media hora me dedico a anotar otras cosas que esa gente transporta a pulso hacia Abjacia: un colchón, varios ededrones, losetas y azulejos -muchos-, un armario de cocina desmontado, un frigorífico, dos tresillos y un sillón, muchos rollos de papel pintado, varias escobas y lo más sorprendente, un oso gigantesco de peluche, más grande que su porteadora, y al que sólo por su tamaño también se le debería exigir algún visado. Está claro que en Abjacia es todo más caro y más escaso que en Georgia. El legado de la guerra es una apretada economía de subsistencia y sólo hay empleo en el pequeño comercio y en los mínimos servicios públicos. La juventud abjacia come rancho, enrolada en filas a perpetuidad.
El cielo encapotado hace que la noche avance más rápida sobre el punto fronterizo. Me asedian los mosquitos, pero no me pican. Y es que me duché sin jabón por la mañana -eso lo aprendí en Senegal- y así no huelo diferente al entorno que sobrevuelan. Soy una cosa más para ellos, no soy algo distinto. Carezco de interés.
Ya ha pasado una hora y media desde que Alexander se fue con el ordenador. Atraviesa la frontera un vehículo de ACNUR y otro del Refugee Council, ambos con placas rojas. Ayuda a los refugiados, pienso. Y veo a la gente portear sus pesados fardos hacia Abjacia. ¿Cuántas veces lo harán al cabo de la semana? Y otra vez reniego de la frontera como suceso físico, como obstáculo a lo cotidiano. Maldigo las fronteras. Nadie imagina lo que son cuando las ve dibujadas en los mapas. Pero vividas a diario son indignas. Sí, eso son.
A las seis llega Alexander con mi salvoconducto impreso. A esas horas ya han hecho corrillo en torno a mí los soldados abjacios. Seguramente soy lo más entretenido y pacífico que les ha ocurrido en varias semanas. Me han traído uvas, les he mostrado fotos de mis hijos y hemos hablado de fútbol (todo por gestos, claro).
Soldados abjacios en la barrera militar que controla los accesos entre Georgia y Abjacia
La noche se va cerrando en el camino hacia Sukhumi, la capital de Abjacia, a unos cien kilómetros del surrealista punto fronterizo. Por la carretera, que cruza de oeste a este el territorio de Abjacia, caminan decenas de vacas sueltas, auténticos obstáculos casi invisibles por la caída de la noche. Hacia el sur, el cielo se ha pintado de magenta sobre el Mar Negro. Hacia el norte, las cumbres nevadas de la cordillera abjacia también se han vuelto rosadas. En el último resplandor del día se distinguen, a uno y otro lado de la carretera, las viviendas arruinadas por la metralla y las bombas. Casas y negocios que en otro tiempo pertenecieron a georgianos huidos de la zona se derriten como azucarillos. Son como fósiles en medio de un prodigioso valle en el que no hay cultivos ni granjas ni habitantes. Sólo hay cuarteles, controles continuos en la carretera y decenas de tanquetas y camiones rusos que avanzan por las cunetas al ritmo del ganado. Y en lo más oscuro, porque no se dejan ver, se esconden algunos miles de civiles que aún conservan sus armas de la guerra. Por lo que me explicó Alexander, hoy en día son el principal y más grave peligro para los rusos de la zona.
En la ciudad costera de Sukhumi, lo que fue el gran balneario ruso en la época soviética, también parece todo abandonado. Lo que era una prodigiosa fuente de ingresos para Georgia, el turismo, ya no existe. Todo está devastado. La maleza se come los parques públicos y lo que fueron jardines de distinguidos palacetes, hoy esqueletos de hormigón en su mayoría. Un sistema de racionamiento energético mantiene casi a oscuras la ciudad. La palabra wifi es casi desconocida. En las terrazas de algunos restaurantes la gente aprovecha el buen tiempo y cena y baila bajo las bambalinas al ritmo de las canciones rusas. Es la glasnost que puede verse en Sukhumi, una ciudad crionizada en los albores de la perestroika de Gorbachov. Potentes y carísimos vehículos de doble tracción y cristales tintados circulan a gran velocidad por la única carretera que cruza la ciudad, ajenos por completo a la triste estampa de una pobreza extrema subvencionada por Moscú.
Restos de la playa de Sukhumi, que antaño fue uno de los balnearios más espectaculares del Mar Negro.
Los cien kilómetros que continúan desde Sukhumi hacia Rusia son todo lo contrario. No hay ni una sola muesca de artillería en los edificios. Frente al valle más oriental que queda atrás, aparecen las montañas esbeltas y tupidas del lado occidental de Abjacia. Parece la isla de La Palma, el trópico utópico. La hermosura en bruto. Hay luz eléctrica y las instalaciones para el turismo son flamantes. Las calles de Gagra están llenas de rusos que hacen ahí sus vacaciones. Nadie se alarma cuando una columna de blindados rusos, que por supuesto ha entrado sin visado, ralentiza agonizantemente el tráfico, camino de Sukhumi. Y es que ya comienza Hollywood. Entramos en los arrabales de la cercana Sochi, la ciudad costera en la que veranea Vladimir Putin y en la que se celebraron los últimos Juegos Olímpicos de invierno.
Al salir del país inexistente le reciben a uno las luces de colores de un gigantesco castillo de Disneyland. Comienza la fantasía, el derroche, el turismo carísimo. Comienza el Teorema del Avispero: en ese punto fronterizo no hay ninguna autoridad georgiana que selle en el pasaporte la salida del país; tampoco hay abjacios en el puesto de control; y los rusos también se niegan a sellar en el pasaporte la entrada oficial a su país.
De repente se encuentra uno con un problema legal de cara a futuros tránsitos fronterizos. Oficialmente no ha salido de Georgia ni ha entrado en Rusia. De repente, uno es ilegal, o al menos alegal. Es lo que pasa por haber pisado Abjacia, señoras y señores, una suerte de endiablado pleistoceno en el extremo occidental del Cáucaso.
Uno de los muchos esqueletos de edificio que conforman el paisaje cotidiano de Sukhumi, la capital de Abjacia.