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Desde el primer momento algo me chirrió en la traducción del título del primer libro de la serie Millennium del malogrado Stieg Larsson; después de leerlo, es incomprensible. Se tradujo a más de una y de tres lenguas con una perífrasis: Los hombres que no amaban a las mujeres (2008). Si se tiene en cuenta que en sueco se titula Män som hatar kvinnor, no se entiende que no se optase por una traducción más precisa, literal y sin la necesidad de un «no», es decir, Los hombres que odian a las mujeres. Como si este título fuera demasiado duro e indigerible para los hombres, como si no hubiera ninguno que las odiase. No es por casualidad que existen palabras como «misoginia» o «feminicidio».
O se entiende demasiado bien. Es una sencilla manifestación, un síntoma, de la extrema sensibilidad hacia los hombres y respecto a los derechos masculinos. Hasta el punto de que es dificilísimo que maltratadores probados, confesos y condenados no pierdan el derecho a ver hijas e hijos, aunque sea eminentemente injusto y torturador para las criaturas. El último caso es el de un padre que asesina a sus dos hijas; se le denegaron a la madre las medidas de protección que solicitó.
Prevalece el derecho del padre, aunque hayan sido víctimas y testigos de la violencia paterna, a pesar de que les haya afectado directamente; se obliga a las mujeres a llevar a las criaturas al punto de encuentro, a cruzarse con quien las ha aterrorizado. Poquísimos hombres, poquísimos delincuentes, pierden este derecho.
Por uno de esos sarcasmos que tiene la vida, el papa Francisco intervino en el Parlamento Europeo justamente un 25 de noviembre. Aplaudido y celebrado como un héroe incluso por un sector la izquierda. Así, el líder de Podemos, Pablo Iglesias, dijo que estaba «en desacuerdo con algunas cosas» -eufemismo digno de Mariano Rajoy, a ver si acabará hablando como la casta-, ni siquiera en desacuerdo en «muchas cosas», como si divergieran en detalles sin importancia: lo que para nosotras debería estar en el centro del centro del círculo, para Iglesias parece ser pura periferia. También afirmó que «Este Papa es útil para la gente de abajo».
En vez de «gente de abajo», puesto que parece que al Papa las mujeres le importan un bledo -cuando habla del aborto, incluso parece que las odia-, podría haber usado directamente el masculino, como hizo Gabilondo con mucha más propiedad en el ditirambo que le dedicó en su matutina prédica en la cadena SER la mañana del 26 de noviembre cuando decía que el papa se afanaba por la «dignidad del hombre».
La Historia se repite, hasta ahora Podemos no ha puesto en el centro de sus propuestas la política de las mujeres, sino que esta última es una breve, y seguramente prescindible, nota a pie de página. Por suerte, Teresa Rodríguez o Pablo Echenique, miembros también de la formación, criticaron al papa; Rodríguez incluso abandonó la sala, cuando Francisco, sin sombra de caridad, osó calificar de asesinas las abortistas. Que esta violencia misógina fuera aplaudida en el hemiciclo Europeo justamente el 25 de noviembre pone los pelos de punta.
La Iglesia Católica, en una violenta maniobra asfixiante y exenta de toda compasión, también está en contra de los anticonceptivos. O casi. Las únicas víctimas a quien autoriza tomarlos son monjas. No siempre por miedo a la violación enemiga en zonas de conflicto (y las que no son monjas, que apechuguen: ni anticonceptivos, ni gota de piedad), sino para prevenir que los curas y misioneros que las violan sistemáticamente hayan de abordar una posible paternidad; para borrar la prueba del delito. Especialmente en África, misioneros y curas, para esquivar el peligro del SIDA y otras enfermedades, en vez de violar autóctonas, violan monjas que dependen jerárquicamente de ellos (ya se sabe la gran estima que tiene la Iglesia Católica por la sumisión siempre que las sometidas sean las mujeres). Como mínimo ha pasado en veintitrés países, y hay comunidades de monjas donde todas fueron violadas y embarazadas.
Por cierto, ¿cuántas noticias relacionadas con estos casos han leído? ¿Eran conscientes de estos crímenes, de este tipo de machismo, de esta forma de violencia contra las mujeres? Ahora que parece que la Iglesia Católica ha empezado por fin a emprender actuaciones contra los violadores de hombres, en vez de perder el tiempo intentando restringir cada vez más el derecho al propio cuerpo de las mujeres, su santidad tiene una oportunidad de oro de mostrar que ahora va en serio y actuar con el máximo rigor contra los violadores de mujeres. Amén. Entonces podrán decir que están por los derechos humanos, a favor de la dignidad de los seres humanos.
Desde el primer momento algo me chirrió en la traducción del título del primer libro de la serie Millennium del malogrado Stieg Larsson; después de leerlo, es incomprensible. Se tradujo a más de una y de tres lenguas con una perífrasis: Los hombres que no amaban a las mujeres (2008). Si se tiene en cuenta que en sueco se titula Män som hatar kvinnor, no se entiende que no se optase por una traducción más precisa, literal y sin la necesidad de un «no», es decir, Los hombres que odian a las mujeres. Como si este título fuera demasiado duro e indigerible para los hombres, como si no hubiera ninguno que las odiase. No es por casualidad que existen palabras como «misoginia» o «feminicidio».
O se entiende demasiado bien. Es una sencilla manifestación, un síntoma, de la extrema sensibilidad hacia los hombres y respecto a los derechos masculinos. Hasta el punto de que es dificilísimo que maltratadores probados, confesos y condenados no pierdan el derecho a ver hijas e hijos, aunque sea eminentemente injusto y torturador para las criaturas. El último caso es el de un padre que asesina a sus dos hijas; se le denegaron a la madre las medidas de protección que solicitó.
Prevalece el derecho del padre, aunque hayan sido víctimas y testigos de la violencia paterna, a pesar de que les haya afectado directamente; se obliga a las mujeres a llevar a las criaturas al punto de encuentro, a cruzarse con quien las ha aterrorizado. Poquísimos hombres, poquísimos delincuentes, pierden este derecho.
Por uno de esos sarcasmos que tiene la vida, el papa Francisco intervino en el Parlamento Europeo justamente un 25 de noviembre. Aplaudido y celebrado como un héroe incluso por un sector la izquierda. Así, el líder de Podemos, Pablo Iglesias, dijo que estaba «en desacuerdo con algunas cosas» -eufemismo digno de Mariano Rajoy, a ver si acabará hablando como la casta-, ni siquiera en desacuerdo en «muchas cosas», como si divergieran en detalles sin importancia: lo que para nosotras debería estar en el centro del centro del círculo, para Iglesias parece ser pura periferia. También afirmó que «Este Papa es útil para la gente de abajo».
En vez de «gente de abajo», puesto que parece que al Papa las mujeres le importan un bledo -cuando habla del aborto, incluso parece que las odia-, podría haber usado directamente el masculino, como hizo Gabilondo con mucha más propiedad en el ditirambo que le dedicó en su matutina prédica en la cadena SER la mañana del 26 de noviembre cuando decía que el papa se afanaba por la «dignidad del hombre».
La Historia se repite, hasta ahora Podemos no ha puesto en el centro de sus propuestas la política de las mujeres, sino que esta última es una breve, y seguramente prescindible, nota a pie de página. Por suerte, Teresa Rodríguez o Pablo Echenique, miembros también de la formación, criticaron al papa; Rodríguez incluso abandonó la sala, cuando Francisco, sin sombra de caridad, osó calificar de asesinas las abortistas. Que esta violencia misógina fuera aplaudida en el hemiciclo Europeo justamente el 25 de noviembre pone los pelos de punta.
La Iglesia Católica, en una violenta maniobra asfixiante y exenta de toda compasión, también está en contra de los anticonceptivos. O casi. Las únicas víctimas a quien autoriza tomarlos son monjas. No siempre por miedo a la violación enemiga en zonas de conflicto (y las que no son monjas, que apechuguen: ni anticonceptivos, ni gota de piedad), sino para prevenir que los curas y misioneros que las violan sistemáticamente hayan de abordar una posible paternidad; para borrar la prueba del delito. Especialmente en África, misioneros y curas, para esquivar el peligro del SIDA y otras enfermedades, en vez de violar autóctonas, violan monjas que dependen jerárquicamente de ellos (ya se sabe la gran estima que tiene la Iglesia Católica por la sumisión siempre que las sometidas sean las mujeres). Como mínimo ha pasado en veintitrés países, y hay comunidades de monjas donde todas fueron violadas y embarazadas.
Por cierto, ¿cuántas noticias relacionadas con estos casos han leído? ¿Eran conscientes de estos crímenes, de este tipo de machismo, de esta forma de violencia contra las mujeres? Ahora que parece que la Iglesia Católica ha empezado por fin a emprender actuaciones contra los violadores de hombres, en vez de perder el tiempo intentando restringir cada vez más el derecho al propio cuerpo de las mujeres, su santidad tiene una oportunidad de oro de mostrar que ahora va en serio y actuar con el máximo rigor contra los violadores de mujeres. Amén. Entonces podrán decir que están por los derechos humanos, a favor de la dignidad de los seres humanos.