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Por qué Uber no es tan 'cool' como parece

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Estaba cantado. La justicia (por el momento) da la razón a los taxistas en su batalla con Uber. El juez madrileño ha ordenado de forma cautelar la prohibición de la aplicación que permite a particulares transportar por un importe a otros usuarios que se hayan dado de alta en la misma. Y lo hace porque Uber y sus usuarios no tienen las preceptivas licencias de transporte público, que velan entre otras cosas por la seguridad vial, y suponen una competencia desleal para aquellos que sí las pagan.

Parece que a los directivos de Uber no les cabe en la cabeza que autoridades belgas, holandesas o estadounidenses vayan contra el espíritu de los tiempos y pongan en duda los beneficios de la economía colaborativa que propugnan aplicaciones como la suya, "especialmente en un momento de alto desempleo y de recuperación económica delicada". También los ciberfetichistas y los defensores de la ideología californiana y de todo lo que nos llega de Silicon Valley consideran retrógrada y demodé la postura del juez madrileño y de los taxistas, y se mofan en privado de ellos.

Pero cuidado. Lo de la economía colaborativa suena bien, suena cool, pero son muchos los que se amparan en este mantra lleno de buenas intenciones para ganar posiciones, caiga quién caiga. En su último libro, La sociedad de coste marginal cero, Jeremy Rifkin nos adelantaba que el final del capitalismo vendrá precisamente de la mano de la economía colaborativa, que cambiará la estructura vertical de las viejas corporaciones, por otra horizontal dominada por millones agentes que serán a la vez productores y consumidores.

Sin embargo, aún aceptando que esta economía del compartir sea la panacea a los problemas de la Humanidad, el presente no es muy idílico. El carro de la economía colaborativa por el momento lo mueve el gran capital de siempre. Detrás de Facebook, Twitter, Instagram, Google, Airbnb o la propia Uber, hay potentes inversores dispuestos a maximizar a toda costa los miles de millones de dólares que han puesto sobre la mesa.

Como Uber, que juega a lo grande. Hace sólo unos días, anunciaba el cierre de una ronda de financiación que le ha llevado a recaudar casi 1.000 millones de euros. Algunos valoran la compañía en más de 32.000 millones de euros, la mitad de lo que vale Telefónica y casi cuatro veces más de lo que se cotiza ACS, la empresa de Florentino Pérez, el poderoso presidente del Real Madrid. Además, la aplicación para móviles, como recordaba el juez madrileño, tiene sede en el paraíso fiscal de Delaware. Los motores de crecimiento de la economía colaborativa se aprovechan por el momento de la tibieza de los gobiernos en materia fiscal y de los vacíos legales para tributar lo mínimo y casi nunca donde se debe. Si no que se lo digan a Apple, Facebook o Google, que facturan en España miles de millones de euros cada año con sus productos y servicios, y que, sin embargo, pagan menos impuestos que una pyme.

Puede que empresas como Uber ayuden a conseguir un sobresueldo a algunos, o incluso que otros que perdieron el trabajo hace mucho sean capaces de meter unos euros en el bolsillo yendo y viniendo con extraños en su coche. Sin embargo, ese espíritu Robin Hood a la larga nos perjudica, pues encubre intereses empresariales pocas veces reconocidos, y está asentado en la competencia desleal y en prácticas fiscales opacas que amenazan la sostenibilidad del sistema y cosas como la sanidad o la educación, las bases de un contrato social aceptado durante décadas.

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