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Crónica de países inexistentes VI. Sebastopol

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Aún es noche cerrada y helada cuando se clava en mis ojos una estrella de cinco puntas que corona un céntrico edificio la época soviética. Al verla tan roja, tan brillante, me hago la pregunta del millón: ¿Quién ha salido ganando con la nueva independencia de Sebastopol?

La ciudad amanece envuelta en bruma. Veo cómo sus avenidas oscuras se adentran en el Mar Negro. Veo el engranaje humeante de rías que albergan Sebastopol, más de trescientas mil almas que aún descansan. Y miro también al cielo, no sé por qué, a su neblina otoñal. Hay algo raro aquí, algo que noto. Me viene a la cabeza El Show de Truman, esa película en la que los habitantes de una ciudad de ficción son secretos actores de un programa de televisión que registra en directo la vida del inocente Truman, el único que no sabe que todo es una farsa. ¿Qué Gran Hermano dirige ahora Sebastopol?

Ucrania no ha ganado nada, desde luego. Sebastopol es para Ucrania, desde su declaración unilateral de independencia en marzo de 2014, un "territorio bajo ocupación temporal" rusa, igual que el resto de Crimea. Su cuestionada independencia, de hecho, apenas ha sido reconocida por Rusia, Bielorrusia y los países inexistentes del entorno, Abjacia, Osetia del Sur y Nagorno Karabaj.

Rusia sí ha ganado, un emblema; ha recuperado un símbolo. La reciente anexión de Sebastopol es la recuperación de un bastión portuario de los viejos mapamundis en un momento en el que las batalles navales han pasado a los museos. De hecho, y lo dicen los rusos, es probable que Rusia no se hubiera quedado con el resto de Crimea si las revueltas de Ucrania no hubieran puesto en peligro el control de la ciudad.

Ahora, desde el pasado mes de marzo, Sebastopol es para la Federación Rusa una "ciudad especial" vinculada por un estatus federal del que sólo gozan Moscú y San Petersburgo. Pero extraoficialmente, la verdad, es un gran astillero arruinado, un puerto sin apenas buques de lo que fue la poderosa Armada Rusa, un balneario turístico que no recibe turistas, un interminable festival de monumentos dedicados a los héroes y a los caídos que en otro tiempo hicieron de Sebastopol un ensueño imperial... Y es también -y esto es lo grave- un tedioso laberinto de refugiados sin certezas, de familias ucranianas y rusas que lo han perdido todo y que van desde sus puertos a Kiev o a Moscú, desde Donetsk a sus puertos, desde sus puertos a Siberia.

Eso es hoy Sebastopol, hablando en plata. Una ciudad que no es oficialmente un país ni es exactamente una ciudad; un lugar que no es Crimea -aunque está en suelo peninsular crimeano-, y que tampoco es Ucrania -aunque oficialmente ha sido una de sus subdivisiones nacionales-. Sebastopol es una cosa rara, complicada. Es un buzón postal, un país inexistente.

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Empezó a existir hace 231 años, cuando la zarina Catalina La Grande arrebató Crimea a los turcos otomanos. Y hasta hace 25 años era un intrincado crucigrama. Los turistas no la podían pisar, y menos aún los periodistas. Ni siquiera los rusos. Era preciso un permiso militar específico que se conseguía en Moscú. En aquella época soviética la ciudad era un enclave militar secreto y los mirones estorbaban, y sus fotos aún más: Sebastopol albergaba en su puerto la flota soviética del Mar Negro.

Los accesos y viajes a Sebastopol estaban estrictamente controlados. Los habitantes tenían restringidas las relaciones con los visitantes, incluso las conversaciones. Los visitantes debían portar una serie de permisos especiales para viajar o salir de la ciudad. Cualquiera que buscase residir aquí debía obtener un complicado permiso que concedía la KGB, el servicio secreto de la antigua Unión Soviética. Sólo se extendían permisos de residencia a los foráneos a los que Moscú asignaba una misión especial en la región. Sebastopol era, en la terminología soviética de la época, un complejo administrativo-territorial cerrado tutelado por el Ejército. Y en la época de Stalin tenía un nombre aún más eufemístico. Se la llamaba buzón postal. Sebastopol era sólo eso, el camuflaje de un destino.

El único beneficio que abiertamente reconocen los rusos de Sebastopol -que son más del 85 por ciento de su población- es que la independencia por la que votaron en marzo les ha colocado al resguardo jurídico de Rusia, a salvo de la situación convulsa, insegura y bélica que amenazaba a toda Ucrania desde que en las calles de Kiev se provocó la caída del sanguinario Yanúkovic, el pasado febrero. Y poco más. Es todo lo que han ganado sus habitantes, además de salarios y pensiones equiparables al resto de los rusos. Y eso sí, la sensación generalizada de un regreso al orden del pasado.

Pero en realidad nada es como antes. Vyacheslav, arquitecto ruso de 45 años, llegó anoche de Moscú tras cuatro días de viaje en coche. Es la primera vez que vuelve a Sebastopol desde que vendió su casa, en marzo de 2014, y emigró con su mujer y sus dos hijos pensando que las revueltas de Kiev se extenderían hasta Crimea y rendirían a Ucrania el dominio absoluto de Sebastopol. Él es uno de los cientos, miles de rusos que abandonaron este sitio al comenzar el conflicto y que ahora se lamentan.

Boris, un joven hostelero, llegó a Sebastopol hace más de seis meses, al día siguiente de que artilleros todavía no confirmados bombardearan el hotel del aeropuerto de Donetsk en el que trabajaba, en el este de Ucrania. Nació y se casó en Donetsk y fue padre en Donetsk. Tiene 26 años. Como toda su familia, Boris tiene pasaporte ucraniano, porque nació bajo soberanía de Ucrania, pero es "ucraniano-ruso", dice. Por eso está en Sebastopol, una especie de patria chica para quienes huyen de esa guerra en el Donbass. Boris hace ahora de personal de refuerzo en el turno nocturno del Hotel Ucrania, un viejo edificio soviético en el corazón de la ciudad. A cambio, tanto él como su familia reciben alojamiento y alimento gratis en una habitación de la última planta.

Otros muchos miles como Boris -"ucranianos-rusos"- están de prestado en esta suerte de territorio inexistente. También llegaron huyendo de la guerra y se encuentran temporalmente acogidos por familiares o amigos que les han buscado algún precario empleo que les permita subsistir hasta que el horizonte bélico se despeje en la región del río Don, en las provincias de Donetsk y Lugansk. Son los que más suerte han tenido.

Miles, decenas de miles de ucranianos prorusos procedentes también del este de Ucrania han tenido peor fortuna. El gobierno federal ruso les ha buscado alojamiento en la cercana Krasnodar, en provincias heladas y remotas de Siberia o en destinos asiáticos como Irkutsk, en la frontera con Mongolia, a casi cinco mil kilómetros de sus hogares de origen. Los gobiernos de algunos de esos destinos ya han dado la voz de alarma: la atención a la llegada masiva de desplazados los colocará en una situación económica de bancarrota. Para Sebastopol, para el conjunto de Crimea, tampoco es posible absorber el flujo de refugiados que proceden de la zona de guerra de Ucrania. La solución al drama humanitario pasa, en opinión de Moscú, por continuar con la reubicación en tierras remotas de buena parte de los 430.000 refugiados contabilizados hasta la fecha por la ONU.

Esa suerte del enano la corrieron también en su día miles de militares ucranianos que llevaban años destinados en Sebastopol con sus familias. Cuando la ciudad decidió anexionarse a Rusia rechazaron la oferta de Moscú de alistarse al ejército ruso y obtener así una homologación profesional y una nueva nacionalidad. Eligieron marcharse a Kiev con lealtad, a la espera de destino, a la espera de recolocar la vida entera. Y aún así son de los pocos ucranianos afortunados. Porque otros muchos miles a los que vivir en Crimea o Sebastopol se les ha hecho insoportable siguen abandonando por tierra la península camino de algún refugio en el interior de Ucrania.

Así es como la guerra de Ucrania y la decisión de Sebastopol y Crimea de formar parte de Rusia han cambiado en pocos meses el escenario más íntimo de Sebastopol. Porque por lo demás, la vida sigue como si nada, como Truman en su reality show.

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Cada dos o tres horas una telaraña de altavoces que alcanza a todos los rincones de Sebastopol emite música clásica durante unos minutos. Con ella se yergue la legendaria gloria de esta ciudad-Estado, una ciudad que como los gatos crimeanos parece gozar también de nueve vidas. Resplandecen brillantes las estatuas alzadas a quienes aguantaron el sitio turco de Sebastopol en 1844 y a quienes levantaron el puño con los sóviets en 1921; las estatuas a quienes recuperaron la soberanía de la plaza de manos de los nazis en 1942; las estatuas a los barcos hundidos, a los aviones caídos, a los tanques diezmados... y, cómo no, las estatuas a los padres de la Patria, a un joven Lenin que sigue arengando a las masas con su brazo petrificado.
( Imagen del legendario almirante ruso Pável Najímov)

La gente camina con calma, rodeada de melodía y monumentos y de edificios históricos y parques. Los guardiamarinas rusos lucen sus gorras de plato y sus abrigos negros como lo han hecho siempre, incluso cuando Sebastopol estaba administrada por Ucrania. Otros exhiben el impoluto blanco de sus uniformes de oficiales. Los coches no usan el claxon. Es el único lugar de Rusia que conozco en el que los vehículos se detienen con antelación en los pasos de cebra para que crucen los peatones -esto es algo tan insólito que hasta he hecho fotos-. La gente, al atardecer, sigue acercándose al puerto para llevar pan a las gaviotas y a los patos negros y para ver, de paso, las maniobras cada día más perezosas que realizan en la bahía los cuatro buques ancianos que quedan de la Flota Rusa.

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Frente a la taquilla de la estación de autobuses de Sebastopol decido dejar esta fascinante plaza y viajar a Donetsk, hacia el este de Ucrania. Renuncio a visitar Odessa, al oeste. ¿Un capricho, un error...? A mi lado, Boris sonríe y me felicita. Saca el móvil y llama a su amiga Nastya -el contacto que me ha buscado en esa zona de combates- para confirmar que me estará esperando en el destino, transcurrida la noche. Los transportes sólo salen al atardecer, un día sí y otro no. Y hoy toca.

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