Que los ciclos triunfales son cortos e insólitos lo sabíamos todos. Que la excelencia del juego azulgrana era irrepetible, también. La cuestión es que, además de vivir un presente turbio, el Barça se encuentra un par de pasos por detrás del Madrid en cuanto a juego y resultados. Así que la cortesía de no aceptar el regalo de los blancos desde Valencia es un error imperdonable para un equipo con evidentes limitaciones.
El Barcelona tiene un problema grave desde hace tiempo. Habita anclado en un sueño pasado y parece no ser capaz de despertar para asumir una realidad dolorosa. Los despachos trabajan bajo la sombra de una gestión ilegítima, el equipo no se encuentra cómodo con las propuestas de un entrenador malcarado y la afición se resigna a contemplar cómo aquel conjunto admirado y temido en Europa parece vagar en un mar de conformidad y sumisión.
Perder en Donosti no sería tan grave si las circunstancias no fueran las que son. No hace tanto, tropezar era una excepción para un conjunto que mostraba una seguridad en sí mismo incuestionable. La derrota era una posibilidad, pero el estilo no se debatía. Si había que morir, que fuera mirando a los ojos al enemigo, con la dignidad que únicamente la honradez y la perseverancia tejen.
En este sentido, Luis Enrique tiene muchas virtudes, muchas. Pero también tiene un problema. Su carácter y orgullo le dificultan poder ser totalmente honesto con la manera de entender el juego que tiene el Barça. El entrenador vive el fútbol como lo hacía con el 21 en la espalda: como un combate cara a cara, un intercambio de golpes basado en la pasión, la intensidad y el orgullo de quien quiere vencer siempre. Y, a pesar de haber sido elegido precisamente por esta pasión feroz, este estilo no acaba de encajar con el talante señorial, selecto, de la entidad azulgrana.
No debe ser fácil adaptar una visión personal tan agresiva del fútbol con la percepción elegante y distinguida de jugadores como Xavi, Iniesta o Busquets, emblemas de un estilo reconocido y que, con su sola presencia, obligan al entrenador a replantear su propio esquema de juego. Luis Enrique parece inmerso en una especie de querer y no poder, entre la impopularidad de cambiar jugadores y el estilo tradicional para empezar realmente de cero y la incapacidad de adaptarse y mejorar lo que ya tiene.
El asturiano camina por un desierto de indefinición que se va ensanchando poco a poco y sobrevive saltando de oasis en oasis gracias a los espejismos esporádicos de Messi y Neymar. El problema es que las dudas existenciales del técnico sobre el césped van acompañadas de una personalidad debilitada fuera de ella: Lucho se sienta en las ruedas de prensa en una silla moldeada por la figura de Guardiola, habla con la desgana de Mourinho y observa su entorno con la mirada soberbia de Simeone. El icono de una afición entregada inicialmente a su supuesta exigencia es incapaz de construir un discurso personal que ligue retórica y práctica y que satisfaga la voracidad de un entorno con predisposición a la destrucción.
Con los vientos en contra, Luis Enrique deberá valorar de una vez por todas aquellas críticas que confesó "ser incapaz de aceptar" y entender que en el fútbol, como en la vida, la capacidad de reinventarse es vital para alcanzar los éxitos. La duda está en si su orgullo podrá soportarlo.
El Barcelona tiene un problema grave desde hace tiempo. Habita anclado en un sueño pasado y parece no ser capaz de despertar para asumir una realidad dolorosa. Los despachos trabajan bajo la sombra de una gestión ilegítima, el equipo no se encuentra cómodo con las propuestas de un entrenador malcarado y la afición se resigna a contemplar cómo aquel conjunto admirado y temido en Europa parece vagar en un mar de conformidad y sumisión.
Perder en Donosti no sería tan grave si las circunstancias no fueran las que son. No hace tanto, tropezar era una excepción para un conjunto que mostraba una seguridad en sí mismo incuestionable. La derrota era una posibilidad, pero el estilo no se debatía. Si había que morir, que fuera mirando a los ojos al enemigo, con la dignidad que únicamente la honradez y la perseverancia tejen.
En este sentido, Luis Enrique tiene muchas virtudes, muchas. Pero también tiene un problema. Su carácter y orgullo le dificultan poder ser totalmente honesto con la manera de entender el juego que tiene el Barça. El entrenador vive el fútbol como lo hacía con el 21 en la espalda: como un combate cara a cara, un intercambio de golpes basado en la pasión, la intensidad y el orgullo de quien quiere vencer siempre. Y, a pesar de haber sido elegido precisamente por esta pasión feroz, este estilo no acaba de encajar con el talante señorial, selecto, de la entidad azulgrana.
No debe ser fácil adaptar una visión personal tan agresiva del fútbol con la percepción elegante y distinguida de jugadores como Xavi, Iniesta o Busquets, emblemas de un estilo reconocido y que, con su sola presencia, obligan al entrenador a replantear su propio esquema de juego. Luis Enrique parece inmerso en una especie de querer y no poder, entre la impopularidad de cambiar jugadores y el estilo tradicional para empezar realmente de cero y la incapacidad de adaptarse y mejorar lo que ya tiene.
El asturiano camina por un desierto de indefinición que se va ensanchando poco a poco y sobrevive saltando de oasis en oasis gracias a los espejismos esporádicos de Messi y Neymar. El problema es que las dudas existenciales del técnico sobre el césped van acompañadas de una personalidad debilitada fuera de ella: Lucho se sienta en las ruedas de prensa en una silla moldeada por la figura de Guardiola, habla con la desgana de Mourinho y observa su entorno con la mirada soberbia de Simeone. El icono de una afición entregada inicialmente a su supuesta exigencia es incapaz de construir un discurso personal que ligue retórica y práctica y que satisfaga la voracidad de un entorno con predisposición a la destrucción.
Con los vientos en contra, Luis Enrique deberá valorar de una vez por todas aquellas críticas que confesó "ser incapaz de aceptar" y entender que en el fútbol, como en la vida, la capacidad de reinventarse es vital para alcanzar los éxitos. La duda está en si su orgullo podrá soportarlo.