A un año de que Enrique Peña Nieto se convirtiera en presidente de México, la violencia y la inseguridad siguen siendo gravísimas en este país. Los cambios prometidos en la estrategia de seguridad, y los nuevos enfoques para luchar contra el crimen organizado, han sido poco más que retórica y sus resultados muy limitados. La guerra contra las drogas continúa, entre abusos generalizados de los derechos humanos y pocas responsabilidades; la reforma del sector de seguridad está estancada, y han surgido nuevos grupos armados en áreas donde el Estado es débil o está ausente. México necesitará más que promesas para cambiar de rumbo.
El Pacto por México, una de las primeras medidas, fue un acuerdo entre los tres principales partidos con importantes objetivos en seguridad. Se habló de mejor coordinación entre las policías locales, estatales y federal y de un sistema para depurar la corrupción. El Pacto preveía la creación de una Gendarmería y medidas y recursos para mejorar el sistema judicial. En este marco de construcción de instituciones, también se anunció un plan de prevención de la violencia dotado con 9.000 millones de dólares y centrado en la educación, la reducción de la pobreza y el desarrollo comunitario.
Pero las estrategias no han cambiado mucho. El Ejército sigue desempeñando un papel clave en la lucha contra el crimen organizado y el narcotráfico, y las violaciones de los derechos humanos continúan. La Gendarmería ha quedado reducida a una fuerza especial civil dentro de la Policía Federal y no estará operativa al menos hasta mediados del próximo año. El Código de Justicia Militar, relacionado con rendir cuentas ante tribunales civiles por abusos de los derechos humanos, está empantanado en el Senado y no hay certezas sobre su contenido final. El pasado octubre, el Consejo de Seguridad Pública aprobó extender por un año (más) el plazo para depurar la corrupción en las fuerzas policiales.
También hubo pasos prometedores con respecto a las responsabilidades de la violencia. Se aprobó una Ley de Víctimas que preveía justicia y reparación. Se reconoció la gravedad del crimen de las desapariciones y se puso en marcha una unidad de investigación para abordarlo. Sin embargo, hasta octubre no se ha creado la Comisión para la Atención a las Víctimas y no está claro cuándo tendrá recursos. Tampoco hay información sobre cómo marchan los trabajos para mejorar la base de datos de casos registrados de personas desaparecidas.
Es preciso reconocer que la doble tarea que afronta México, mejorar la seguridad ciudadana y reformar los cuerpos de seguridad, no es sencilla. La guerra contra las drogas y los niveles de violencia se multiplicaron en el mandato de Felipe Calderón. La corrupción y la falta de coordinación entre diferentes cuerpos policiales se resolvieron utilizando al Ejército para luchar contra los cárteles. Miles de soldados fueron desplegados. Pero lo que resultó fue una guerra frontal contra los cárteles de la droga, y guerras entre ellos y dentro de ellos. Alrededor de 70.000 personas murieron y 25.000 desaparecieron en medio de la violencia.
El mercado ilegal de las drogas sobrevivió. Algunos grupos del narco se hicieron más fuertes mientras otros se fragmentaban, el mercado se volvió más descentralizado y la violencia se extendió. A la vez, cada vez abarcaron más actividades delictivas y rentables, como el tráfico de seres humanos (migrantes), la extorsión, el secuestro, el tráfico de armas, etc. Los principales grupos están armados al estilo militar, tienen importantes aliados internacionales y han extendido su presencia a otros países centroamericanos.
Bajo el Gobierno de Peña Nieto, las tasas de homicidios han bajado muy poco, mientras el secuestro y la extorsión se han disparado. La violencia continúa, y la variedad de grupos armados ilegales supone un reto para la autoridad del estado y el monopolio del uso legítimo de la fuerza.
Un fenómeno reciente y en expansión ilustra los límites del poder estatal y del imperio de la ley. En varios estados han nacido grupos de autodefensa formados por civiles armados que pretenden defenderse. El epicentro del fenómeno está en Michoacán y Guerrero, donde miles de hombres armados forman parte de alguna de estas organizaciones. En octubre, se enviaron 1.000 soldados a Michoacán ante los choques entre los grupos de autodefensa y los Caballeros Templarios (una escisión de La Familia Michoacana).
En este estado hay sectores económicos pujantes, como la agricultura para producir limón y aguacates y la ganadería. Sus dueños han sido mucho tiempo sometidos a la extorsión y el secuestro, igual que cualquier pequeño negocio y cualquier ciudadano. Ahora las autodefensas han tomado 54 municipios, donde toman el control y desalojan a las policías locales (a las que acusan en muchos casos de vínculos con el crimen organizado).
La respuesta ciudadana es comprensible dadas las circunstancias, pero la expansión de las autodefensas añade una nueva dimensión a la ya compleja escena de la violencia. De acuerdo a algunos analistas, podría ser la antesala de un nuevo conflicto, éste ya de carácter político-militar. Los territorios controlados por estos grupos están, desde luego, más allá de la autoridad del estado. El Gobierno ha intentado a la vez dialogar con ellos y deslegitimarlos. Algunas fuerzas políticas han propuesto un marco jurídico que les permita funcionar mientras delimita sus derechos, obligaciones y responsabilidades.
Sean cuales sean las respuestas a corto plazo, permitir que operen los grupos de autodefensa tiene riesgos. Algunos de ellos nacen de las mejores intenciones, mientras otros pueden ser vulnerables a la infiltración por intereses menos claros. Y la línea que separa las autodefensas del paramilitarismo puede ser realmente tenue, como muestra la historia de Colombia. A mayor número de grupos armados no estatales operando, más posibilidades de que la violencia escale fuera de control.
Afrontar los problemas con estrategias que ya han fallado no es una opción que México pueda permitirse. Tampoco, experimentar con soluciones bienintencionadas que pueden dar resultado de corto plazo pero tienen muy pocas garantías a medio y largo plazo. No hay alternativa a construir instituciones eficientes, responsables y transparentes. El Gobierno necesita una estrategia coherente para lidiar con los grupos de autodefensas y con el crimen organizado, y sobre todo, necesita proporcionar seguridad y aplicar la ley. Este reto es inmenso y de largo plazo, y requiere muchos recursos y altos grados de voluntad política. Es urgente la reforma de las fuerzas de seguridad, especialmente las policías; dotar de mejores recursos y más capacidad al sistema de justicia, y mejorar la transparencia y la rendición de cuentas. El Gobierno mexicano tiene también, dada su experiencia, una posición óptima para jugar un papel importante e incluso de liderazgo en los actuales debates internacionales sobre las políticas de drogas.
El Pacto por México, una de las primeras medidas, fue un acuerdo entre los tres principales partidos con importantes objetivos en seguridad. Se habló de mejor coordinación entre las policías locales, estatales y federal y de un sistema para depurar la corrupción. El Pacto preveía la creación de una Gendarmería y medidas y recursos para mejorar el sistema judicial. En este marco de construcción de instituciones, también se anunció un plan de prevención de la violencia dotado con 9.000 millones de dólares y centrado en la educación, la reducción de la pobreza y el desarrollo comunitario.
Pero las estrategias no han cambiado mucho. El Ejército sigue desempeñando un papel clave en la lucha contra el crimen organizado y el narcotráfico, y las violaciones de los derechos humanos continúan. La Gendarmería ha quedado reducida a una fuerza especial civil dentro de la Policía Federal y no estará operativa al menos hasta mediados del próximo año. El Código de Justicia Militar, relacionado con rendir cuentas ante tribunales civiles por abusos de los derechos humanos, está empantanado en el Senado y no hay certezas sobre su contenido final. El pasado octubre, el Consejo de Seguridad Pública aprobó extender por un año (más) el plazo para depurar la corrupción en las fuerzas policiales.
También hubo pasos prometedores con respecto a las responsabilidades de la violencia. Se aprobó una Ley de Víctimas que preveía justicia y reparación. Se reconoció la gravedad del crimen de las desapariciones y se puso en marcha una unidad de investigación para abordarlo. Sin embargo, hasta octubre no se ha creado la Comisión para la Atención a las Víctimas y no está claro cuándo tendrá recursos. Tampoco hay información sobre cómo marchan los trabajos para mejorar la base de datos de casos registrados de personas desaparecidas.
Es preciso reconocer que la doble tarea que afronta México, mejorar la seguridad ciudadana y reformar los cuerpos de seguridad, no es sencilla. La guerra contra las drogas y los niveles de violencia se multiplicaron en el mandato de Felipe Calderón. La corrupción y la falta de coordinación entre diferentes cuerpos policiales se resolvieron utilizando al Ejército para luchar contra los cárteles. Miles de soldados fueron desplegados. Pero lo que resultó fue una guerra frontal contra los cárteles de la droga, y guerras entre ellos y dentro de ellos. Alrededor de 70.000 personas murieron y 25.000 desaparecieron en medio de la violencia.
El mercado ilegal de las drogas sobrevivió. Algunos grupos del narco se hicieron más fuertes mientras otros se fragmentaban, el mercado se volvió más descentralizado y la violencia se extendió. A la vez, cada vez abarcaron más actividades delictivas y rentables, como el tráfico de seres humanos (migrantes), la extorsión, el secuestro, el tráfico de armas, etc. Los principales grupos están armados al estilo militar, tienen importantes aliados internacionales y han extendido su presencia a otros países centroamericanos.
Bajo el Gobierno de Peña Nieto, las tasas de homicidios han bajado muy poco, mientras el secuestro y la extorsión se han disparado. La violencia continúa, y la variedad de grupos armados ilegales supone un reto para la autoridad del estado y el monopolio del uso legítimo de la fuerza.
Un fenómeno reciente y en expansión ilustra los límites del poder estatal y del imperio de la ley. En varios estados han nacido grupos de autodefensa formados por civiles armados que pretenden defenderse. El epicentro del fenómeno está en Michoacán y Guerrero, donde miles de hombres armados forman parte de alguna de estas organizaciones. En octubre, se enviaron 1.000 soldados a Michoacán ante los choques entre los grupos de autodefensa y los Caballeros Templarios (una escisión de La Familia Michoacana).
En este estado hay sectores económicos pujantes, como la agricultura para producir limón y aguacates y la ganadería. Sus dueños han sido mucho tiempo sometidos a la extorsión y el secuestro, igual que cualquier pequeño negocio y cualquier ciudadano. Ahora las autodefensas han tomado 54 municipios, donde toman el control y desalojan a las policías locales (a las que acusan en muchos casos de vínculos con el crimen organizado).
La respuesta ciudadana es comprensible dadas las circunstancias, pero la expansión de las autodefensas añade una nueva dimensión a la ya compleja escena de la violencia. De acuerdo a algunos analistas, podría ser la antesala de un nuevo conflicto, éste ya de carácter político-militar. Los territorios controlados por estos grupos están, desde luego, más allá de la autoridad del estado. El Gobierno ha intentado a la vez dialogar con ellos y deslegitimarlos. Algunas fuerzas políticas han propuesto un marco jurídico que les permita funcionar mientras delimita sus derechos, obligaciones y responsabilidades.
Sean cuales sean las respuestas a corto plazo, permitir que operen los grupos de autodefensa tiene riesgos. Algunos de ellos nacen de las mejores intenciones, mientras otros pueden ser vulnerables a la infiltración por intereses menos claros. Y la línea que separa las autodefensas del paramilitarismo puede ser realmente tenue, como muestra la historia de Colombia. A mayor número de grupos armados no estatales operando, más posibilidades de que la violencia escale fuera de control.
Afrontar los problemas con estrategias que ya han fallado no es una opción que México pueda permitirse. Tampoco, experimentar con soluciones bienintencionadas que pueden dar resultado de corto plazo pero tienen muy pocas garantías a medio y largo plazo. No hay alternativa a construir instituciones eficientes, responsables y transparentes. El Gobierno necesita una estrategia coherente para lidiar con los grupos de autodefensas y con el crimen organizado, y sobre todo, necesita proporcionar seguridad y aplicar la ley. Este reto es inmenso y de largo plazo, y requiere muchos recursos y altos grados de voluntad política. Es urgente la reforma de las fuerzas de seguridad, especialmente las policías; dotar de mejores recursos y más capacidad al sistema de justicia, y mejorar la transparencia y la rendición de cuentas. El Gobierno mexicano tiene también, dada su experiencia, una posición óptima para jugar un papel importante e incluso de liderazgo en los actuales debates internacionales sobre las políticas de drogas.