Hay un concepto sin el cual ninguno de los demás que me interesan se iluminan bien. Es el concepto de cambio; un crack. ¿Qué quiere decir pasar de un orden a otro orden?
Dos mil años atrás Ptolomeo configuró un orden planetario. La tierra en el centro y los otros planetas y el sol girando a su alrededor (Vamos a olvidarnos de los debates concomitantes a éste de si órbitas circulares o elípticas y demás). El orden ptolemaico ocupó durante siglos el lugar de la verdad y de la realidad. Poco importaba si los registros sensoriales lo confirmaban o tendían a refutarlo; su imposición tenía una entidad superior.
Pero la humanidad es inquieta y se mueve, y en los mil quinientos años posteriores trabajó arduamente sobre el orden ptolemaico. Hizo de todo con él, menos sustituirlo por otro.
Epiciclos sobre epiciclos hasta niveles complejísimos de desarrollo contorsionaron el modelo hasta hacerlo decir y justificar casi todo. Solemos llamar a ese proceso incesante, lineal y continuo, "progreso". La humanidad progresó el orden ptolemaico, le dio evolución.
Hasta que por el 1600 llegaron aires oblicuos y Copérnico se impuso.
La vida es vida desde que la muerte es muerte. Verdad basal que luego tendemos a olvidar. La duración media de la vida humana va progresando sobre la Tierra. Digamos que a razón de unos pocos años por siglo, aunque presentimos que el progreso no es constante; vienen aceleraciones. Ganamos años a la vida a una velocidad que comienza a desvelarnos. ¿Nos acercamos a los 100 años de vida media? ¿A qué tiempo estaremos de los 200? ¿Y de los 300?...¿Y de los 1000 años?
Progresamos en nuestra longevidad encaramados en el progreso de la ciencia. Evolucionamos.
Vivimos más y parece que vivimos mejor. Fortalecemos el orden establecido porque longevidad y vida son conceptos sinérgicos, que se alimentan recíprocamente dentro del mismo ecosistema conceptual.
Hasta que el fantasma de la inmortalidad comience a rondarnos.
Cuando Copérnico irrumpe, no lo hace alineado al progreso ptolemaico. Él entra oblicuo y redefine el orden básico. Copérnico quiebra. No sigue el camino de los ajustes infinitos del orden establecido. No pule el orden ptolemaico; lo contradice y lo redefine. Es otro tipo de intervención con otro tipo de consecuencias.
Copérnico sustituye aquel orden por otro orden nuevo. Es un ejercicio iniciático, básico, esencial, fundacional. Redefine el modelo sacando a la tierra del centro del ecosistema y colocando en su lugar al sol... Y todo eso, visto desde la tierra.
Copérnico cambia de orden y con esa intervención redefine la realidad que él engendra. Sustituye el orden básico y ya nada es igual. Copérnico cambia (Imagen: WIKIPEDIA).
Si la inmortalidad llegara, no estaríamos optimizando la longevidad humana, estaríamos sustituyendo el orden vigente de la vida por otro. El concepto de vida eterna no existe; si es eterna, ya no es vida. Vida solo hay si con ella viene la muerte. Y si la vida se hace eterna, todo cambia. Cuando seamos inmortales, lo que nos quede ya no será vida, quiero decir.
Borges escribe su cuento El Inmortal instalado en el corazón conceptual de este dilema. Y nos desvela con la dramática evidencia ficcional de que si la vida fuera eterna, no habría nunca ningún motivo para hacer nada, dado que de todos modos, al fin y al cabo, en la eternidad, todo ocurrirá. A qué vivir, si de todos modos jamás moriremos, nos dice. Borges nos pone de cara a la desesperación de la inmortalidad, que nada tiene que ver con la algarabía de la longevidad.
La prolongación de la vida sigue un vector diferente a la abolición de la muerte, aunque tendamos a confundirlas y asociarlas. Ese es el punto central de la reflexión. Larga vida es jolgorio, fiesta de oportunidades, celebración del poder de la ciencia, oportunidades para la raza humana. Inmortalidad es oprobio, condena, azote, opresión, desespero y nada en medio de la saturada abundancia. ¡Dios nos libre de nuestros progresos!
De ese tipo de crack hablo. En la aparente continuidad de una progresión, de pronto y como por casualidad se produce una disrupción, y lo que era continuo se vuelve salto. La tranquila evolución de un orden se ve súbitamente alterada por una revolución, un quiebre que subvierte todo a partir de un nuevo orden.
Las cartas de reparten de nuevo. Son aquellos mismos planetas y su fuente solar, pero dispuestos de otro modo, en otro orden. La vida y la muerte de entonces, pero redefinidas en su relación. Cambia el orden simbólico de las piezas básicas -a eso llamamos cambio de orden-, y entonces cambian los múltiples efectos de sentido y de valor que de él emanan.
El cambio no es efecto de la progresión, sino de la inflexión. Cae la serie semántica de proceso, desarrollo y continuidad y entra una nueva con otros patrones.
Si hablamos de cambio, entonces ya no hablamos de mejoras, de ajustes, de afinamientos y recreaciones; al contrario, pasamos a hablar necesariamente de innovación, creación, transformación y disrupción. De la conservación a la revolución.
(Hablo de lo mismo que hablara Thomas Kuhn cuando se refería a los "cambios de paradigma" en su La estructura de las revoluciones científicas)
Es necesario para eso tener en mente un modelo gráfico de dos vectores paralelos. La continuidad del proceso sobre una recta es progreso, evolución -si va en sentido de origen a destino-, y la disrupción pasa por el salto de un vector al otro. A eso lo llamamos revolución. El punto de salto debilita al vector en evolución y el punto de caída origina el nuevo vector creado.
Salto de adrenalina -claro está-, pero también -nobleza obliga- salto de vértigo y, sobre todo, salto de riesgo. Salto porque lo que se supera es un abismo, un quiebre, una falta de articulación, una nada. Es la falta misma de conexión y continuidad.
El imaginario cientificista que gobierna el sentido común de nuestras sociedades no consigue despegar a la ciencia de la continuidad y el progreso; es la forma estereotipada con la que pensamos los procesos. Por eso es tan difícil descontinuar, quebrar y refundar; porque el sentido común no nos deja y tiene demasiados adeptos.
Uno de los grandes gestos con los que Borges construye su poética está relacionado con esto. Con frecuencia, Borges hace este movimiento, y extrae de él fuerza filosófica y poética. Encuentra un orden que está en su punto más denso y lo recoge para saturarlo; y cuando lo satura, lo fragua y lo quiebra. Y con eso nos extraña, nos asombra, nos deslumbra, nos ridiculiza y nos fascina.
Pienso en El Inmortal -por supuesto-, pero también estoy pensando en Pierre Menard, autor del Quijote, en La Muerte y la Brújula y en Tema del Traidor y del Héroe. Todos esos cuentos responden al mismo mecanismo. El primero, volviendo inmortal a un hombre y poniéndolo a padecer la desesperación insoportable de serlo. Es decir, de haber perdido su vida por saturación de vida. El segundo, que no se contenta con reescribir el Quijote ni se rebaja a copiarlo, sino que se propone lo liminar: volver a escribirlo, igual pero en condiciones contemporáneas, como si fuera por primera vez. La Muerte y la Brújula lleva al extremo al género policial, y junta la larga tradición del policial especulativo con el brutal policial negro y los condensa en una historia que inflexiona y quiebra las dos tradiciones: el asesino fabrica una muerte para asesinar a su verdadero objetivo, el detective. Y lo logra. Tema del Traidor y del Héroe es la saturación de la historia de las delaciones y las traiciones, porque el traidor, que es descubierto y condenado a muerte, cumple su condena como si fuera un mártir, y vira héroe sin dejar de ser el traidor ajusticiado a la vez (Imagen: WIKIPEDIA).
Borges percibe que en ese punto de crack hay una carga filosófica concentrada insondable y verdadera; que en esos puntos de disrupción y nuevo orden, los nuevos sentidos del nuevo orden entran en una tensión rica y complejísima con los que hasta hacía instantes gobernaban el sentido común e imponían las realidades. Y que ese choque de trenes entre una trama nueva de sentidos y aquella matriz histórica e internalizada produce unos efectos subjetivos -filosóficos en esencia- que tocan el corazón de nuestras creencias y nuestras más estables convicciones.
El mundo se complica y nos desestabilizamos; el piso se mueve, la subjetividad vacila y el asombro se apodera de nosotros. Eso es exactamente Tlön, Uqbar Orbis Tertius. Ya no sabemos si es literatura, filosofía, arte, ciencia, manipulación o política. Nos sentimos varias veces y simultáneamente redimidos, humillados, ridiculizados, recuperados, expulsados, impulsados, vivos y todo lo contrario. Nos volvemos cada uno de nosotros aquel Aleph insoportable y genial. Pero sobre todo, total.
Ese trance de la transición de un orden al otro me recuerda a un film 3D sin gafas. Todo se duplica y hasta duele la cabeza. Cuesta soportarlo.
Hay dos nociones de gran prestigio y fuerza política que se ven sacudidas por este debate. Me refiero a la realidad y al sentido común. El crack del que hablamos relativiza la realidad; y vaya sinsabor para la realidad el de verse relativizada... Lo que llamamos realidad no es otra cosa que la matriz de sentido que emana del orden establecido. Y como el orden siempre parece eterno, ella aparece como inmutable. Es un efecto, pero se nos presenta como causa y se pone como determinante.
Cuando se produce una transformación, otro orden sustituye al vigente y otra matriz de sentido y valor emerge y se impone. Hay un momento incluso -muy borgeano- en que conviven dos realidades, discontinuas y contradictorias. Es la novela de Bioy La Invención de Morel, cargada de escenificaciones memorables de este dilema.
La realidad, acostumbrada a su hegemonía, se ve desbancada. Revolución. Crisis. Conmoción. Emoción. Temblores. La realidad se revela como construcción y su peso político cae en descrédito. Todos dudamos. Todos somos otros.
Como se ve, el gesto disruptivo tiene un calado vertical tan profundo que incomoda al nervio. Saca de quicio, quiero decir. Por eso es infrecuente.
Y el sentido común, que era subsidiario eficiente y cómodo de la realidad impuesta, se vuelve de buenas a primeras, nada. Antes no era sino la convergencia completa de las percepciones a favor de la ratificación constante del valor de las premisas del orden vigente. Parecía que lo que sentíamos siempre confirmaba el orden vigente; política y percepción se alineaban como por causa divina. Y como nos gusta y necesitamos convencernos de que no hay nada más libre e independiente que los sentidos, entonces su ratificación caía como una sanción celestial y obturaba cualquier debate. Pero no. El sentido común es la sensación más influenciable del mundo y la más dependiente de todas; el sentido común es alienación. Él solo responde al poder. Solo sabe confirmar, nunca impugnar. Por eso no nos sirve. Es intrínsecamente cobarde y subalterno.
Siempre me inquietó la historia bíblica de Job. El quid no es cuánto sufrimiento él está dispuesto a soportar; cuán mártir será él capaz de ser. No se trata de que Dios evalúe cuánto acepta perder su devoto servidor. Esta matriz no me gusta; creo que distorsiona. Por el contrario, el problema central de la parábola de Job pasa por si consigue o no dejar de tener, dejar de esperar. No estamos ante una historia de mártires y de quantums de abnegación; estamos ante una historia que fuerza un quiebre y obliga al fiel a redefinirse en relación a sí mismo y en relación a Dios. Job debe cambiar de orden para dejar de sufrir y resistir. Solo podrá recuperar su ser en otro orden.
Como se ve, es irrelevante el gradiente de sufrimiento que el mártir resista; sea cual fuere, seguirá siendo mártir y entre el que abandona primero o el que resiste hasta su propia muerte no hay inflexión, no emerge ninguna creación. La única verdadera historia en la parábola de Job es la historia del quiebre, de la salida a otro orden; del pasaje disruptivo de la posición del mártir a la posición del devoto; del que soporta porque espera al que no espera porque solo da.
Un crack. Un movimiento poco visible por el encandilamiento que nos produce el duro tormento del buen Job. La realidad del mártir como la posición de fe se impone como si fuera hegemónica. Pero no. La posición del fiel es liberadora, si llega; lo difícil de liberarse es avizorar que la libertad no queda adelante, en la acumulación de más de lo mismo, sino en el costado, a la vera del otro camino.
Claro que en la escuela debemos saber que hay al menos otro orden posible. Un modelo donde hay profesores, alumnos, conocimientos, aulas, materiales.... Pero no en el orden y bajo la estructura en que están hoy. No se trata de que no haya Sol, sino de qué posición ocupa el Sol en el nuevo ecosistema; lo mismo que los alumnos o la creatividad. Redefinir el orden, cambiar las posiciones relativas. ¡Eso tenemos que hacer! Y cambiará todo.
Cómo deseo el momento en que nos gobierne la angustia de las dos realidades superpuestas e inconciliables. Eso es lo que debemos lograr. Ese movimiento nos liberará hacia la otra escuela. Un momento vertical, franco y seco que reconfigure de una vez. Un giro nuevo, hecho de un nuevo orden de piezas históricas.
No estamos en una historia de progreso. No vendrá lo nuevo por evolución de lo impuesto. No hay continuidad. Giramos en vacío y toca saltar (y todas sus connotaciones). Ni hay, tampoco, matrices de valor y sentido compatibles. Hay tensión, subversión y estampidas. Hay crisis de poder. Debe haber cambios de rumbo. Hay caos, sobre todo en los instantes de la duplicidad. En esos momentos en que dos ordenes conviven, todos vemos doble. Reina la confusión. Orilla la revolución.
La película es un recuerdo vago, pero el crack es un mensaje imborrable.
Dicen que la historia tiene un antecedente en una tal "Fearful Decision", pero la que conozco y recuerdo se llama El Rescate y la protagoniza Mel Gibson. El film es intenso. Han secuestrado al hijo de Gibson -un niño- y el buen padre está a merced de la extorsión cínica e interminable de los captores (parece Job). Se suceden los intentos fallidos de obedecer a las demandas y el rescate nunca llega. La angustia nos devora. El niño no vuelve. El padre languidece... Una película más. Un padre ejemplar perdiendo la batalla.
Hasta que hay un momento (no recuerdo qué pasa, pero sé que pasa el crack) en que el perseguido se vuelve perseguidor; el azotado, azotador; la víctima, el victimario. Emerge otro modelo de padre. Gibson se mueve, cambia de orden y pasa al ataque. Es él ahora quién pone las reglas, quien asedia a los captores y maneja los tiempos. Es él, que ha sido capaz de atravesar la espesa "realidad" del padre que cuida de su hijo sometiéndose, quien ha saltado adelante para reordenar el ecosistema y redefinir los roles. Atravesó el estereotipo y redefinió el marco. Cambio de paradigma, de nuevo.
No importa si al final gana o pierde -aunque gana-; importa cómo él trasciende su marco autorizado de movimiento de padre al que le han secuestrado a su hijo y rompe un progreso que era solo de denigración y humillación. Salta, quiebra y reconfigura. Respira, de pronto; y con él, nosotros. Ha habido un cambio. Ha necesitado asumir el riesgo de verse a sí mismo como mal padre para poder recuperar a su hijo. Hay invención.
Hablamos muchas veces de actitud transformadora y de tensión transformadora. Es esto. Crear ambientes de cambio y forjar actitudes de disrupción. Cultivar los entornos que hagan posible lo imposible. Aquel "Seamos realistas, hagamos lo imposible" del mayo francés, ¿recuerdan? Es eso.
La biografía de Steve Jobs está atravesada por un concepto clave, aunque no del todo profundizado en ella: la capacidad de Steve de distorsionar la realidad. Se hace referencia a eso muchísimas veces, pero abordado con cierta superficialidad; pero es un rasgo psicológico del fundador de Apple.
En el libro se nos dice que "la famosa y en ocasiones infame capacidad de Jobs para forzar a los demás a lograr lo imposible fue bautizada por sus compañeros como su 'campo de distorsión de la realidad'. Los que no conocían a Jobs interpretaban lo del 'campo de distorsión de la realidad' como un eufemismo con el que en realidad aludían a su presunto carácter intimidatorio y a sus mentiras. Sin embargo, los que trabajaban con él reconocían que aquel rasgo, por exasperante que pudiera ser, les permitía alcanzar metas extraordinarias. 'Era una distorsión que se retroalimentaba' -recordaba uno de sus compañeros. 'Lograbas hacer lo imposible porque no te dabas cuenta de que era imposible" (Imagen: EFE).
Jobs buscaba hacer que lo imposible fuera el centro del trabajo, y que la confianza en lograrlo, fuera el contexto y el día a día. Él sabía que se podía; él intuía lo impostora que suele ser la realidad que nos marca los límites.
Nuestro trabajo es crear constantemente encima del imposible fundacional otros imposibles que lo hagan cada vez más robusto, más competitivo, etc., pero sobre todo, mucho más significativo para nosotros -primero- y para la escuela y la educación en general, después.
El biógrafo de Jobs sabe que Jobs lo hacía, pero no sabe qué hacía. Jobs vivía en otro orden, el suyo, el nuevo; el que lo hizo ser el que fue y hace a Apple ser la que es (y si Apple no lo entiende, dejará de ser Apple). Pero como no era un teórico, no lo decía así; ni lo pensaba así, probablemente. Solo lo habitaba. Y con su carácter. Tal vez fuera necio, pero no por esto; estaba en otra frecuencia, encima de otro vector. Innovó.
Queda más, lo sé. Pero siento necesario un acuerdo robusto en este plano de la discusión para poder seguir adelante. Porque lo que sigue no es fácil; el miedo y los ridículos nos acosarán como a Pierre Menard, como a Gibson y como a Copérnico (por quien pagó Galileo, en realidad). Por eso debemos construir un sólido acuerdo de base, que nos fortalezca cuando las dudas lleguen, cuando las ratas abandonen los barcos, cuando por un momento nos sintamos solos y parezca que el calor y la falta de agua se están cargando nuestras facultades básicas (como al prófugo en la isla de Morel). Porque Chávez podrá haber sido de todo, pero cuando nos dijo que en aquel estrado de las Naciones Unidas olía a azufre después de la comparecencia de Bush -y fue estigmatizado-, creo que tenía razón.
Ellos podrían ser cualquiera -tú o yo, o tú y yo. Son una pareja que atraviesa por problemas sexuales. Como tantos. Preguntan, se informan y reciben dos recomendaciones. Dos opciones, como solemos decir. Acudir a un sexólogo o visitar a un psicoanalista.
Por razones prácticas -digamos-, acuden primero al sexólogo. El doctor los escucha un poco, los alienta mucho y los guía después. Paso a paso en la evolución sexual del matrimonio. Epiciclos de epiciclos que les devolverán el goce perdido. Artes y artilugios para recuperar el placer. Reconexión. Progreso. Un paso adelante. La solución.
Salen felices; sienten que se han recuperado. Saben cómo y por dónde y tienen un pronóstico. Es solo hacer y esperar. Aplicar. Reconocerse. Recuperarse. Y lo hacen... y suben.. y vuelven a bajar. Lo que duran esas (auto)ayudas.
El problema se reinstala, de nuevo; repetimos, infelizmente. Toca probar la otra opción. Y van.
Los recibe el psicoanalista, que habla menos y escucha más. No calma. ¿Qué hará?
Deja que el silencio reorganice las piezas. El problema es de ellos y la solución, si viene, también deberá venir de ellos. No se pone en el lugar de la solución; se presenta como gestor de las relaciones relativas. Arma el orden de las cosas.
Y luego pregunta, sin connotaciones: ¿ustedes se aman?
Su intervención está en otro plano. Es de otro modelo. No va en busca de los nuevos epiciclos de aquel sexo desgastado. Se detiene y escala un nuevo orden; robusto y sano. El del amor. Y si no viene, pues entonces no hay nada que hacer.
Ya más computadores iguales no vale la pena hacer; o se hacía la Mac o mejor no se hacía nada -volvió gritando Jobs. Eso hace el psicoanalista: pone a Job ante el dilema ético de si está dispuesto a abandonar su lugar de mártir y migrar a fiel. Si sí, entonces habrá futuro; si no, entonces solo se sucederán repetición y espejismos.
Luego, como siempre, la vida tiene sus matices.
Dos mil años atrás Ptolomeo configuró un orden planetario. La tierra en el centro y los otros planetas y el sol girando a su alrededor (Vamos a olvidarnos de los debates concomitantes a éste de si órbitas circulares o elípticas y demás). El orden ptolemaico ocupó durante siglos el lugar de la verdad y de la realidad. Poco importaba si los registros sensoriales lo confirmaban o tendían a refutarlo; su imposición tenía una entidad superior.
Pero la humanidad es inquieta y se mueve, y en los mil quinientos años posteriores trabajó arduamente sobre el orden ptolemaico. Hizo de todo con él, menos sustituirlo por otro.
Epiciclos sobre epiciclos hasta niveles complejísimos de desarrollo contorsionaron el modelo hasta hacerlo decir y justificar casi todo. Solemos llamar a ese proceso incesante, lineal y continuo, "progreso". La humanidad progresó el orden ptolemaico, le dio evolución.
Hasta que por el 1600 llegaron aires oblicuos y Copérnico se impuso.
La vida es vida desde que la muerte es muerte. Verdad basal que luego tendemos a olvidar. La duración media de la vida humana va progresando sobre la Tierra. Digamos que a razón de unos pocos años por siglo, aunque presentimos que el progreso no es constante; vienen aceleraciones. Ganamos años a la vida a una velocidad que comienza a desvelarnos. ¿Nos acercamos a los 100 años de vida media? ¿A qué tiempo estaremos de los 200? ¿Y de los 300?...¿Y de los 1000 años?
Progresamos en nuestra longevidad encaramados en el progreso de la ciencia. Evolucionamos.
Vivimos más y parece que vivimos mejor. Fortalecemos el orden establecido porque longevidad y vida son conceptos sinérgicos, que se alimentan recíprocamente dentro del mismo ecosistema conceptual.
Hasta que el fantasma de la inmortalidad comience a rondarnos.
Cuando Copérnico irrumpe, no lo hace alineado al progreso ptolemaico. Él entra oblicuo y redefine el orden básico. Copérnico quiebra. No sigue el camino de los ajustes infinitos del orden establecido. No pule el orden ptolemaico; lo contradice y lo redefine. Es otro tipo de intervención con otro tipo de consecuencias.
Copérnico sustituye aquel orden por otro orden nuevo. Es un ejercicio iniciático, básico, esencial, fundacional. Redefine el modelo sacando a la tierra del centro del ecosistema y colocando en su lugar al sol... Y todo eso, visto desde la tierra.
Copérnico cambia de orden y con esa intervención redefine la realidad que él engendra. Sustituye el orden básico y ya nada es igual. Copérnico cambia (Imagen: WIKIPEDIA).
Si la inmortalidad llegara, no estaríamos optimizando la longevidad humana, estaríamos sustituyendo el orden vigente de la vida por otro. El concepto de vida eterna no existe; si es eterna, ya no es vida. Vida solo hay si con ella viene la muerte. Y si la vida se hace eterna, todo cambia. Cuando seamos inmortales, lo que nos quede ya no será vida, quiero decir.
Borges escribe su cuento El Inmortal instalado en el corazón conceptual de este dilema. Y nos desvela con la dramática evidencia ficcional de que si la vida fuera eterna, no habría nunca ningún motivo para hacer nada, dado que de todos modos, al fin y al cabo, en la eternidad, todo ocurrirá. A qué vivir, si de todos modos jamás moriremos, nos dice. Borges nos pone de cara a la desesperación de la inmortalidad, que nada tiene que ver con la algarabía de la longevidad.
La prolongación de la vida sigue un vector diferente a la abolición de la muerte, aunque tendamos a confundirlas y asociarlas. Ese es el punto central de la reflexión. Larga vida es jolgorio, fiesta de oportunidades, celebración del poder de la ciencia, oportunidades para la raza humana. Inmortalidad es oprobio, condena, azote, opresión, desespero y nada en medio de la saturada abundancia. ¡Dios nos libre de nuestros progresos!
De ese tipo de crack hablo. En la aparente continuidad de una progresión, de pronto y como por casualidad se produce una disrupción, y lo que era continuo se vuelve salto. La tranquila evolución de un orden se ve súbitamente alterada por una revolución, un quiebre que subvierte todo a partir de un nuevo orden.
Las cartas de reparten de nuevo. Son aquellos mismos planetas y su fuente solar, pero dispuestos de otro modo, en otro orden. La vida y la muerte de entonces, pero redefinidas en su relación. Cambia el orden simbólico de las piezas básicas -a eso llamamos cambio de orden-, y entonces cambian los múltiples efectos de sentido y de valor que de él emanan.
El cambio no es efecto de la progresión, sino de la inflexión. Cae la serie semántica de proceso, desarrollo y continuidad y entra una nueva con otros patrones.
Si hablamos de cambio, entonces ya no hablamos de mejoras, de ajustes, de afinamientos y recreaciones; al contrario, pasamos a hablar necesariamente de innovación, creación, transformación y disrupción. De la conservación a la revolución.
(Hablo de lo mismo que hablara Thomas Kuhn cuando se refería a los "cambios de paradigma" en su La estructura de las revoluciones científicas)
Es necesario para eso tener en mente un modelo gráfico de dos vectores paralelos. La continuidad del proceso sobre una recta es progreso, evolución -si va en sentido de origen a destino-, y la disrupción pasa por el salto de un vector al otro. A eso lo llamamos revolución. El punto de salto debilita al vector en evolución y el punto de caída origina el nuevo vector creado.
Salto de adrenalina -claro está-, pero también -nobleza obliga- salto de vértigo y, sobre todo, salto de riesgo. Salto porque lo que se supera es un abismo, un quiebre, una falta de articulación, una nada. Es la falta misma de conexión y continuidad.
El imaginario cientificista que gobierna el sentido común de nuestras sociedades no consigue despegar a la ciencia de la continuidad y el progreso; es la forma estereotipada con la que pensamos los procesos. Por eso es tan difícil descontinuar, quebrar y refundar; porque el sentido común no nos deja y tiene demasiados adeptos.
Uno de los grandes gestos con los que Borges construye su poética está relacionado con esto. Con frecuencia, Borges hace este movimiento, y extrae de él fuerza filosófica y poética. Encuentra un orden que está en su punto más denso y lo recoge para saturarlo; y cuando lo satura, lo fragua y lo quiebra. Y con eso nos extraña, nos asombra, nos deslumbra, nos ridiculiza y nos fascina.
Pienso en El Inmortal -por supuesto-, pero también estoy pensando en Pierre Menard, autor del Quijote, en La Muerte y la Brújula y en Tema del Traidor y del Héroe. Todos esos cuentos responden al mismo mecanismo. El primero, volviendo inmortal a un hombre y poniéndolo a padecer la desesperación insoportable de serlo. Es decir, de haber perdido su vida por saturación de vida. El segundo, que no se contenta con reescribir el Quijote ni se rebaja a copiarlo, sino que se propone lo liminar: volver a escribirlo, igual pero en condiciones contemporáneas, como si fuera por primera vez. La Muerte y la Brújula lleva al extremo al género policial, y junta la larga tradición del policial especulativo con el brutal policial negro y los condensa en una historia que inflexiona y quiebra las dos tradiciones: el asesino fabrica una muerte para asesinar a su verdadero objetivo, el detective. Y lo logra. Tema del Traidor y del Héroe es la saturación de la historia de las delaciones y las traiciones, porque el traidor, que es descubierto y condenado a muerte, cumple su condena como si fuera un mártir, y vira héroe sin dejar de ser el traidor ajusticiado a la vez (Imagen: WIKIPEDIA).
Borges percibe que en ese punto de crack hay una carga filosófica concentrada insondable y verdadera; que en esos puntos de disrupción y nuevo orden, los nuevos sentidos del nuevo orden entran en una tensión rica y complejísima con los que hasta hacía instantes gobernaban el sentido común e imponían las realidades. Y que ese choque de trenes entre una trama nueva de sentidos y aquella matriz histórica e internalizada produce unos efectos subjetivos -filosóficos en esencia- que tocan el corazón de nuestras creencias y nuestras más estables convicciones.
El mundo se complica y nos desestabilizamos; el piso se mueve, la subjetividad vacila y el asombro se apodera de nosotros. Eso es exactamente Tlön, Uqbar Orbis Tertius. Ya no sabemos si es literatura, filosofía, arte, ciencia, manipulación o política. Nos sentimos varias veces y simultáneamente redimidos, humillados, ridiculizados, recuperados, expulsados, impulsados, vivos y todo lo contrario. Nos volvemos cada uno de nosotros aquel Aleph insoportable y genial. Pero sobre todo, total.
Ese trance de la transición de un orden al otro me recuerda a un film 3D sin gafas. Todo se duplica y hasta duele la cabeza. Cuesta soportarlo.
Hay dos nociones de gran prestigio y fuerza política que se ven sacudidas por este debate. Me refiero a la realidad y al sentido común. El crack del que hablamos relativiza la realidad; y vaya sinsabor para la realidad el de verse relativizada... Lo que llamamos realidad no es otra cosa que la matriz de sentido que emana del orden establecido. Y como el orden siempre parece eterno, ella aparece como inmutable. Es un efecto, pero se nos presenta como causa y se pone como determinante.
Cuando se produce una transformación, otro orden sustituye al vigente y otra matriz de sentido y valor emerge y se impone. Hay un momento incluso -muy borgeano- en que conviven dos realidades, discontinuas y contradictorias. Es la novela de Bioy La Invención de Morel, cargada de escenificaciones memorables de este dilema.
La realidad, acostumbrada a su hegemonía, se ve desbancada. Revolución. Crisis. Conmoción. Emoción. Temblores. La realidad se revela como construcción y su peso político cae en descrédito. Todos dudamos. Todos somos otros.
Como se ve, el gesto disruptivo tiene un calado vertical tan profundo que incomoda al nervio. Saca de quicio, quiero decir. Por eso es infrecuente.
Y el sentido común, que era subsidiario eficiente y cómodo de la realidad impuesta, se vuelve de buenas a primeras, nada. Antes no era sino la convergencia completa de las percepciones a favor de la ratificación constante del valor de las premisas del orden vigente. Parecía que lo que sentíamos siempre confirmaba el orden vigente; política y percepción se alineaban como por causa divina. Y como nos gusta y necesitamos convencernos de que no hay nada más libre e independiente que los sentidos, entonces su ratificación caía como una sanción celestial y obturaba cualquier debate. Pero no. El sentido común es la sensación más influenciable del mundo y la más dependiente de todas; el sentido común es alienación. Él solo responde al poder. Solo sabe confirmar, nunca impugnar. Por eso no nos sirve. Es intrínsecamente cobarde y subalterno.
Siempre me inquietó la historia bíblica de Job. El quid no es cuánto sufrimiento él está dispuesto a soportar; cuán mártir será él capaz de ser. No se trata de que Dios evalúe cuánto acepta perder su devoto servidor. Esta matriz no me gusta; creo que distorsiona. Por el contrario, el problema central de la parábola de Job pasa por si consigue o no dejar de tener, dejar de esperar. No estamos ante una historia de mártires y de quantums de abnegación; estamos ante una historia que fuerza un quiebre y obliga al fiel a redefinirse en relación a sí mismo y en relación a Dios. Job debe cambiar de orden para dejar de sufrir y resistir. Solo podrá recuperar su ser en otro orden.
Como se ve, es irrelevante el gradiente de sufrimiento que el mártir resista; sea cual fuere, seguirá siendo mártir y entre el que abandona primero o el que resiste hasta su propia muerte no hay inflexión, no emerge ninguna creación. La única verdadera historia en la parábola de Job es la historia del quiebre, de la salida a otro orden; del pasaje disruptivo de la posición del mártir a la posición del devoto; del que soporta porque espera al que no espera porque solo da.
Un crack. Un movimiento poco visible por el encandilamiento que nos produce el duro tormento del buen Job. La realidad del mártir como la posición de fe se impone como si fuera hegemónica. Pero no. La posición del fiel es liberadora, si llega; lo difícil de liberarse es avizorar que la libertad no queda adelante, en la acumulación de más de lo mismo, sino en el costado, a la vera del otro camino.
Claro que en la escuela debemos saber que hay al menos otro orden posible. Un modelo donde hay profesores, alumnos, conocimientos, aulas, materiales.... Pero no en el orden y bajo la estructura en que están hoy. No se trata de que no haya Sol, sino de qué posición ocupa el Sol en el nuevo ecosistema; lo mismo que los alumnos o la creatividad. Redefinir el orden, cambiar las posiciones relativas. ¡Eso tenemos que hacer! Y cambiará todo.
Cómo deseo el momento en que nos gobierne la angustia de las dos realidades superpuestas e inconciliables. Eso es lo que debemos lograr. Ese movimiento nos liberará hacia la otra escuela. Un momento vertical, franco y seco que reconfigure de una vez. Un giro nuevo, hecho de un nuevo orden de piezas históricas.
No estamos en una historia de progreso. No vendrá lo nuevo por evolución de lo impuesto. No hay continuidad. Giramos en vacío y toca saltar (y todas sus connotaciones). Ni hay, tampoco, matrices de valor y sentido compatibles. Hay tensión, subversión y estampidas. Hay crisis de poder. Debe haber cambios de rumbo. Hay caos, sobre todo en los instantes de la duplicidad. En esos momentos en que dos ordenes conviven, todos vemos doble. Reina la confusión. Orilla la revolución.
La película es un recuerdo vago, pero el crack es un mensaje imborrable.
Dicen que la historia tiene un antecedente en una tal "Fearful Decision", pero la que conozco y recuerdo se llama El Rescate y la protagoniza Mel Gibson. El film es intenso. Han secuestrado al hijo de Gibson -un niño- y el buen padre está a merced de la extorsión cínica e interminable de los captores (parece Job). Se suceden los intentos fallidos de obedecer a las demandas y el rescate nunca llega. La angustia nos devora. El niño no vuelve. El padre languidece... Una película más. Un padre ejemplar perdiendo la batalla.
Hasta que hay un momento (no recuerdo qué pasa, pero sé que pasa el crack) en que el perseguido se vuelve perseguidor; el azotado, azotador; la víctima, el victimario. Emerge otro modelo de padre. Gibson se mueve, cambia de orden y pasa al ataque. Es él ahora quién pone las reglas, quien asedia a los captores y maneja los tiempos. Es él, que ha sido capaz de atravesar la espesa "realidad" del padre que cuida de su hijo sometiéndose, quien ha saltado adelante para reordenar el ecosistema y redefinir los roles. Atravesó el estereotipo y redefinió el marco. Cambio de paradigma, de nuevo.
No importa si al final gana o pierde -aunque gana-; importa cómo él trasciende su marco autorizado de movimiento de padre al que le han secuestrado a su hijo y rompe un progreso que era solo de denigración y humillación. Salta, quiebra y reconfigura. Respira, de pronto; y con él, nosotros. Ha habido un cambio. Ha necesitado asumir el riesgo de verse a sí mismo como mal padre para poder recuperar a su hijo. Hay invención.
Hablamos muchas veces de actitud transformadora y de tensión transformadora. Es esto. Crear ambientes de cambio y forjar actitudes de disrupción. Cultivar los entornos que hagan posible lo imposible. Aquel "Seamos realistas, hagamos lo imposible" del mayo francés, ¿recuerdan? Es eso.
La biografía de Steve Jobs está atravesada por un concepto clave, aunque no del todo profundizado en ella: la capacidad de Steve de distorsionar la realidad. Se hace referencia a eso muchísimas veces, pero abordado con cierta superficialidad; pero es un rasgo psicológico del fundador de Apple.
En el libro se nos dice que "la famosa y en ocasiones infame capacidad de Jobs para forzar a los demás a lograr lo imposible fue bautizada por sus compañeros como su 'campo de distorsión de la realidad'. Los que no conocían a Jobs interpretaban lo del 'campo de distorsión de la realidad' como un eufemismo con el que en realidad aludían a su presunto carácter intimidatorio y a sus mentiras. Sin embargo, los que trabajaban con él reconocían que aquel rasgo, por exasperante que pudiera ser, les permitía alcanzar metas extraordinarias. 'Era una distorsión que se retroalimentaba' -recordaba uno de sus compañeros. 'Lograbas hacer lo imposible porque no te dabas cuenta de que era imposible" (Imagen: EFE).
Jobs buscaba hacer que lo imposible fuera el centro del trabajo, y que la confianza en lograrlo, fuera el contexto y el día a día. Él sabía que se podía; él intuía lo impostora que suele ser la realidad que nos marca los límites.
Nuestro trabajo es crear constantemente encima del imposible fundacional otros imposibles que lo hagan cada vez más robusto, más competitivo, etc., pero sobre todo, mucho más significativo para nosotros -primero- y para la escuela y la educación en general, después.
El biógrafo de Jobs sabe que Jobs lo hacía, pero no sabe qué hacía. Jobs vivía en otro orden, el suyo, el nuevo; el que lo hizo ser el que fue y hace a Apple ser la que es (y si Apple no lo entiende, dejará de ser Apple). Pero como no era un teórico, no lo decía así; ni lo pensaba así, probablemente. Solo lo habitaba. Y con su carácter. Tal vez fuera necio, pero no por esto; estaba en otra frecuencia, encima de otro vector. Innovó.
Queda más, lo sé. Pero siento necesario un acuerdo robusto en este plano de la discusión para poder seguir adelante. Porque lo que sigue no es fácil; el miedo y los ridículos nos acosarán como a Pierre Menard, como a Gibson y como a Copérnico (por quien pagó Galileo, en realidad). Por eso debemos construir un sólido acuerdo de base, que nos fortalezca cuando las dudas lleguen, cuando las ratas abandonen los barcos, cuando por un momento nos sintamos solos y parezca que el calor y la falta de agua se están cargando nuestras facultades básicas (como al prófugo en la isla de Morel). Porque Chávez podrá haber sido de todo, pero cuando nos dijo que en aquel estrado de las Naciones Unidas olía a azufre después de la comparecencia de Bush -y fue estigmatizado-, creo que tenía razón.
Ellos podrían ser cualquiera -tú o yo, o tú y yo. Son una pareja que atraviesa por problemas sexuales. Como tantos. Preguntan, se informan y reciben dos recomendaciones. Dos opciones, como solemos decir. Acudir a un sexólogo o visitar a un psicoanalista.
Por razones prácticas -digamos-, acuden primero al sexólogo. El doctor los escucha un poco, los alienta mucho y los guía después. Paso a paso en la evolución sexual del matrimonio. Epiciclos de epiciclos que les devolverán el goce perdido. Artes y artilugios para recuperar el placer. Reconexión. Progreso. Un paso adelante. La solución.
Salen felices; sienten que se han recuperado. Saben cómo y por dónde y tienen un pronóstico. Es solo hacer y esperar. Aplicar. Reconocerse. Recuperarse. Y lo hacen... y suben.. y vuelven a bajar. Lo que duran esas (auto)ayudas.
El problema se reinstala, de nuevo; repetimos, infelizmente. Toca probar la otra opción. Y van.
Los recibe el psicoanalista, que habla menos y escucha más. No calma. ¿Qué hará?
Deja que el silencio reorganice las piezas. El problema es de ellos y la solución, si viene, también deberá venir de ellos. No se pone en el lugar de la solución; se presenta como gestor de las relaciones relativas. Arma el orden de las cosas.
Y luego pregunta, sin connotaciones: ¿ustedes se aman?
Su intervención está en otro plano. Es de otro modelo. No va en busca de los nuevos epiciclos de aquel sexo desgastado. Se detiene y escala un nuevo orden; robusto y sano. El del amor. Y si no viene, pues entonces no hay nada que hacer.
Ya más computadores iguales no vale la pena hacer; o se hacía la Mac o mejor no se hacía nada -volvió gritando Jobs. Eso hace el psicoanalista: pone a Job ante el dilema ético de si está dispuesto a abandonar su lugar de mártir y migrar a fiel. Si sí, entonces habrá futuro; si no, entonces solo se sucederán repetición y espejismos.
Luego, como siempre, la vida tiene sus matices.