Fascinadas, o más bien interesadas, por un populismo de plató que les proporciona altas cuotas de pantalla, las televisiones se encuentran atestadas desde hace meses por "creadores de opinión y postulantes a político", empeñados en negar la recuperación económica. Los argumentos son antiguos, pero no por ello menos falaces: eclipsan el signo positivo de las cifras objetivas bajo un relato agorero que las vincula a un modelo fracasado e indeseable o a factores externos, como la disminución del precio de petróleo o las declaraciones de Mario Draghi (y ¿no influyen estos factores también sobre otros países de nuestro entorno que arrojan mucho peores datos?). Así, por ejemplo, el mismo día en que conocíamos que España ha rebasado por segundo año su récord de turistas, con 65 millones de visitas en 2014, una cuestionada política autonómica -célebre por su simpatía- se despachaba en un programa matutino, obcecada en el mantra de que nuestro crecimiento depende en exclusiva "del ladrillo y del turismo" y que el empleo generado resulta deleznable.
Ya estén motivadas por la ignorancia, ya por la malicia, no está de más ir contraponiendo a estas consignas una narrativa que, sin caer en la complacencia, transmita una visión más ajustada a la realidad. Conviene, en este sentido, partir de un principio que quienes están a favor del intervencionismo parecen no haber entendido aún: los gobiernos, en lugar de instaurar un modelo productivo prefijado, deben propiciar las condiciones favorables a la libertad empresarial, toda vez que nadie calcula mejor las oportunidades de prosperidad que quien pone en juego su inversión. Así, al igual que el éxito de Silicon Valley no vino prescrito por un dirigismo gubernamental, sino por el dinamismo emprendedor, su remedo impuesto desde arriba en otros países -vía dinero público- no garantiza nada, pudiendo degenerar en ruina, como ya se ha visto en España con multitud de iniciativas. Construir un aeropuerto o un museo no necesariamente crea viajeros o amantes del arte.
Del mismo modo, gran parte de la pujanza que se percibe en España deriva de una eclosión espontánea fruto de las reformas acometidas, tales como la de la unidad de mercado o la ley de emprendedores. De ahí la reversión que se ha producido en la balanza comercial, que está haciendo de España un país líder en exportaciones -con un aumento de más de un 30% de empresas exportadoras desde el comienzo de la crisis-, amén de la consecuente diversificación productiva que esto conlleva. Por supuesto, no es cuestión de ocultar que el turismo representa el 10% de nuestro PIB, como si encima se tratase de una mala noticia. Pero ello no es incompatible -y hay que decirlo bien alto- con el perfil innovador y competitivo que han adquirido las empresas españolas.
He aquí algunos datos: somos el primer país europeo en fabricación de vehículos industriales y el segundo en turismos comerciales, Inditex es el mayor grupo de distribución de moda del mundo, el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO) es líder internacional en publicaciones indexadas, nuestras corporaciones cuentan con un cartera de proyectos exteriores por valor de 74 mil millones de euros, firmas de alto valor tecnológico como Indra, FCC, ACS, Iberdrola o Sener encabezan las mayores iniciativas de infraestructura globales (Parques Eólicos en Reino Unido y Francia, Refinerías en Turquía, Perú o Rusia), Grifols es la número uno en producción de medicamentos biológicos derivados del plasma... Podría proseguirse con una enumeración más extensa, sin necesidad de abundar en magnitudes concernientes a la cultura, la gastronomía o el deporte, ámbitos en los que al menos nuestros más acérrimos vituperadores reconocen que somos punteros.
No obstante, sí que es preciso incidir en la faz humana de los números, empezando por subrayar los 433 mil empleos que creó la economía española en 2014, el primero en que aumenta desde hace siete años. No hace falta recordar que la primera política social consiste en la generación de puestos de trabajo pero sí que, lejos de la machacona letanía de su interpretación ceniza, se crearon más puestos de trabajo indefinidos que temporales y que la ocupación a tiempo completo aumentó más que la parcial. Hasta los sueldos están comenzando a subir y no deberíamos olvidar que entre 1999 y 2008 el incremento salarial en España fue del 42%, casi 30 puntos porcentuales más que Alemania.
Puede entenderse -como siempre en democracia- que resulte más sencillo ganarse el favor de la audiencia mofándose de los gobernantes de turno y que los más totalitarios aún aspiren a que "una mentira repetida mil veces se convierta en una verdad". Ahora bien, el renacimiento de los savonarolas gracias a la televisión no puede relativizar la exactitud de las tendencias macro-económicas, que al final siempre repercuten sobre el bolsillo de los ciudadanos. Más aún si las previsiones nos sitúan en los próximos meses ante un escenario de crecimiento robusto, mejora sostenida del empleo y mayor consumo e inversión privada, ¿Hay que aguantar la hosquedad día sí, día también, de tanto iracundo por las buenas noticias?
Ya estén motivadas por la ignorancia, ya por la malicia, no está de más ir contraponiendo a estas consignas una narrativa que, sin caer en la complacencia, transmita una visión más ajustada a la realidad. Conviene, en este sentido, partir de un principio que quienes están a favor del intervencionismo parecen no haber entendido aún: los gobiernos, en lugar de instaurar un modelo productivo prefijado, deben propiciar las condiciones favorables a la libertad empresarial, toda vez que nadie calcula mejor las oportunidades de prosperidad que quien pone en juego su inversión. Así, al igual que el éxito de Silicon Valley no vino prescrito por un dirigismo gubernamental, sino por el dinamismo emprendedor, su remedo impuesto desde arriba en otros países -vía dinero público- no garantiza nada, pudiendo degenerar en ruina, como ya se ha visto en España con multitud de iniciativas. Construir un aeropuerto o un museo no necesariamente crea viajeros o amantes del arte.
Del mismo modo, gran parte de la pujanza que se percibe en España deriva de una eclosión espontánea fruto de las reformas acometidas, tales como la de la unidad de mercado o la ley de emprendedores. De ahí la reversión que se ha producido en la balanza comercial, que está haciendo de España un país líder en exportaciones -con un aumento de más de un 30% de empresas exportadoras desde el comienzo de la crisis-, amén de la consecuente diversificación productiva que esto conlleva. Por supuesto, no es cuestión de ocultar que el turismo representa el 10% de nuestro PIB, como si encima se tratase de una mala noticia. Pero ello no es incompatible -y hay que decirlo bien alto- con el perfil innovador y competitivo que han adquirido las empresas españolas.
He aquí algunos datos: somos el primer país europeo en fabricación de vehículos industriales y el segundo en turismos comerciales, Inditex es el mayor grupo de distribución de moda del mundo, el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO) es líder internacional en publicaciones indexadas, nuestras corporaciones cuentan con un cartera de proyectos exteriores por valor de 74 mil millones de euros, firmas de alto valor tecnológico como Indra, FCC, ACS, Iberdrola o Sener encabezan las mayores iniciativas de infraestructura globales (Parques Eólicos en Reino Unido y Francia, Refinerías en Turquía, Perú o Rusia), Grifols es la número uno en producción de medicamentos biológicos derivados del plasma... Podría proseguirse con una enumeración más extensa, sin necesidad de abundar en magnitudes concernientes a la cultura, la gastronomía o el deporte, ámbitos en los que al menos nuestros más acérrimos vituperadores reconocen que somos punteros.
No obstante, sí que es preciso incidir en la faz humana de los números, empezando por subrayar los 433 mil empleos que creó la economía española en 2014, el primero en que aumenta desde hace siete años. No hace falta recordar que la primera política social consiste en la generación de puestos de trabajo pero sí que, lejos de la machacona letanía de su interpretación ceniza, se crearon más puestos de trabajo indefinidos que temporales y que la ocupación a tiempo completo aumentó más que la parcial. Hasta los sueldos están comenzando a subir y no deberíamos olvidar que entre 1999 y 2008 el incremento salarial en España fue del 42%, casi 30 puntos porcentuales más que Alemania.
Puede entenderse -como siempre en democracia- que resulte más sencillo ganarse el favor de la audiencia mofándose de los gobernantes de turno y que los más totalitarios aún aspiren a que "una mentira repetida mil veces se convierta en una verdad". Ahora bien, el renacimiento de los savonarolas gracias a la televisión no puede relativizar la exactitud de las tendencias macro-económicas, que al final siempre repercuten sobre el bolsillo de los ciudadanos. Más aún si las previsiones nos sitúan en los próximos meses ante un escenario de crecimiento robusto, mejora sostenida del empleo y mayor consumo e inversión privada, ¿Hay que aguantar la hosquedad día sí, día también, de tanto iracundo por las buenas noticias?