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La izquierda y la lección de la historia: la tragedia de Negrín

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En el curso de un debate televisado con Pablo Iglesias en el Parlamento Europeo (PE), dirigido en la Cuatro por Jesús Cintora, ambos contendientes pusimos de manifiesto nuestra admiración por Juan Negrín, último presidente del Consejo de Ministros de la II República Española antes de su derrota ante el fascismo en la Guerra Civil. Inmediatamente después, le obsequié con un ejemplar de mi libro Juan Negrín López (1892-1956), publicado por el Congreso de los Diputados en 2013. Además de una semblanza humana, intelectual, científica, académica y política del socialista canario, propongo en él algunas reflexiones sobre el carácter visionario de su personalidad proteica, pero también una interpretación del simbolismo de su tragedia.

En efecto, la derrota de la II República era inevitable a menos que las principales democracias de entonces -Francia, Reino Unido a la cabeza, más remotamente EE.UU- hubieran decidido apoyarla en su desesperado y desigual esfuerzo de guerra contra los sublevados, abiertamente apoyados por el eje nazifascista -en septiembre de 1939, la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini. La intuición de Negrín era que la Guerra Civil no era sino el primer episodio de la II Guerra Mundial, que Negrín sabía ya inexorable, y que enfrentaría a las grandes potencias europeas con el fascismo, más pronto que tarde. Sólo que la II Guerra Mundial estalló, efectivamente, seis meses demasiado tarde para salvar a la fenecida II República de su colapso final, febrero-marzo de 1939.

Más allá de esta necesaria llamada a la recuperación de su figura gigantesca, la lección que proyecta todavía, y hasta ahora, la estatura trágica de Negrín -ahora sembrada por una bibliografía muy rigurosa y documentada-, es la que se refiere a las lecciones desprendidas de la autoderrota de los progresistas españoles frente a los conservadores y a las derechas españoles a partir de las mil y una experiencias de unidad estratégica de éstos frente a la cainita y autolesiva tendencia a la división de la izquierda.

Lo cierto es que, en los años 30 del pasado siglo XX, ya fue evidente que todas las variaciones de conservadurismo y nacionalismo español, pensamiento reaccionario, tradicionalismo, integrismo católico y fascismo rampante, supieron, pese a sus diferencias (que no eran en absoluto asunto de mero matiz), conglomerarse y situarse a plena disposición del mando único de Franco, "caudillo y generalísimo" y jefe por autodecreto (Burgos, 1938) de un monstruoso engendro de partido único llamado FET y de las Jons.

Por contra, en el bando republicano, los anarquistas se disputaban entre sí la primacía por el plato de lentejas de la primogenitura en la acción ácrata para la disolución del Estado (la FAI contra la CNT); los comunistas se devoraban entre sí enfrentando a los estalinistas del PCE (José Díaz, Pasionaria...) con los trotskistas del POUM (Andreu Nin, asesinado en España por orden de Orlov y sus sicarios del NKVD, antecedente del KGB); los socialistas libraban una guerra fratricida abierta, nada larvada, entre largocaballeristas y prietistas, con la variación del sector afín a Julián Besteiro...y todos ellos confrontados con el esforzado Juan Negrín, que, mira por dónde ¡resultaba ser nada menos que el presidente del Gobierno de una República en guerra! Finalmente, en el bando de los republicanos beligeraban también entre sí varias facciones y partidos en redelineación constante (Acción Repúblicana, Izquierda Republicana, Partido Radical Socialista...), todos ellos confrontados entre sí, y simétricamente críticos con la desesperada resistencia de Negrín, auténtico artífice del lema "resistir es vencer", tantas veces citado errónea o apócrifamente.

75 años después de la dolorosa derrota de la II República, el síndrome de la izquierda española continúa siendo el mismo.

La autolisis de su división faccional, encaramada en argumentos ideológicos o identitarios, confrontada contra sí misma y fragmentada en una sopa de letras tendencialmente atomizada, prolonga todavía hasta hoy su desventaja estratégica frente a la conglomeración del bloque conservador y la derecha pura y dura.

Así, también a día de hoy de nuevo, arriesga la izquierda su impotencia, al borde de la autoderrota en la disputa democrática. Por su incapacidad para superar sus propios confines dialécticos y tácticos y concentrarse en el combate frontal y el imperativo estratégico de derrotar a la derecha. Una derecha que, por cierto, campea con mayoría absoluta no sólo durante los últimos (interminables e insoportables) cuatro años en España, sino en la inmensa mayoría de CC.AA (12 de 17), además de la abrumadora mayoría de capitales de provincia y grandes ciudades del país.

Las elecciones europeas ya lo pusieron de manifiesto: el PP se derrumbó. Perdió 8 escaños y casi 20 puntos. Las formaciones de izquierda (PSOE, IU y Podemos) sumaron, en su conjunto, más votos y escaños. Pero por su fragmentación determinaron de consuno el espejismo óptico de que, incluso sufriendo un castigo por su abyecta y catastrófica y antisocial gestión de la crisis en perjuicio de la mayoría social y con terribles estragos entre los más vulnerables ¡aún pudiera el PP sacar pecho aquella noche electoral del 25 de mayo y blasonar de haber sido "de nuevo" y a pesar de todo la fuerza más votada en España!

Las próximas citas electorales en España (locales y autónomicas en mayo, generales en noviembre) arriesgan el mismo efecto: aun derrumbándose el PP, y creciendo el voto progresista en su conjunto, la autodivisión y fragmentación competitiva entre formaciones de izquierda podría hacer del PP primera fuerza electoral de nuevo.

No cabe la menor duda de que ése, exactamente, es el cálculo estratégico del PP, de su mayoría ahora absoluta (y que saben perdida en las próximas elecciones generales) y de sus pretensiones de prorrogar un gobierno abyecto, minado por la corrupción groseramente pandémica en su financiación, mentiroso y antisocial, por defecto de unidad estratégica y electoral de los votantes de izquierda. Aun cuando los progresistas y las fuerzas de izquierda sobrepasen numéricamente, con creces, a los votantes que todavía entonces persistan en votar al PP, que sigue conglomerando con gran eficacia estratégica un voto conservador que va desde el liberalismo y el voto de intereses fiscales hasta la extrema derecha que en otros países se agrupa en formaciones con retórica posfascista.

Es por ello que el PP y su muralla mediática han agigantado a Podemos. Saben que no hay mejor ungüento para reunificar y movilizar su voto desmotivado por su gestión fraudulenta, y antisocial, además de su historial de corrupción pandémica, que publicitar urbi et orbe que su alternativa es Podemos.

Que nadie se engañe: están intentado reanimar el voto reactivo que puede estarles fallando a base de inocular el miedo a que llegue a Moncloa algo parecido a un experimento sin gaseosa, sumatoria heterogénea de resentimientos y cabreos contra su gestión de la crisis, pero ayuna de un proyecto y de propuestas claras para mejorar la vida de los españoles cabreados y vapuleados por la crisis.

Ni resignación ni miedo a una suma de noes sin un solo sí que sea hilo conductor de tantos descontentos e indignados: la alternativa socialista tiene el deber de atraer cuantos votos puedan concurrir a una determinación estratégica común, compartida, promisoria y movilizadora, al mismo tiempo que capaz de vencer el maleficio de la fragmentación y autolisis nihilista por la que las izquierdas se derrotaron a sí mismas ante la derecha unida tantas otras veces en la historia de España con anterioridad.

Es la lección de nuestra historia para la izquierda española. La tragedia de Negrín, sin ir más lejos.

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